Señores, no es el deseo de hacer la oposición el que me mueve a molestar la atención de las Cortes Constituyentes; no es la voluntad la que me mueve a combatir el dictamen de la Comisión; mi deber y mi conciencia son los únicos móviles que me impulsan a tomar parte en una cuestión de la más alta importancia, puesto que de ella puede depender el pronto desarrollo de la riqueza nacional y el rápido progreso de nuestra civilización.
Mi deber y mi conciencia, repito, son los únicos móviles que me obligan a tomar parte en esta cuestión, si no para ilustrarla, porque a tanto no llegan mis pretensiones, para promover por lo menos una amplia discusión que esclarezca como corresponde materia tan importante.
En este concepto me atrevo a suplicar a la Comisión que mire en mí, no el adversario que combate por el gusto de combatir, no el enemigo que hace la oposición por sistema, sino el amigo que deseando tan ardiente como ella el acierto en esta importante cuestión que afecta directamente los intereses del país, se levanta aquí, no a combatir, sino a emitir con lealtad y franqueza sus ideas, para que si algunas merecen la fortuna de ser aceptadas, se acepten desechando aquellas que no parezcan convenientes, pero desechándolas con sinceridad, con la misma sinceridad y buena fe con que yo voy a tener el honor de exponerlas, deseando únicamente el bien público.
La Comisión, según ella misma manifiesta, ha puesto un especial cuidado, no sólo en hacer desaparecer todos los obstáculos que pudieran impedir o retardar la realización de los ferrocarriles, sino en crear cuantos alicientes pueden atraer a estas vastas empresas los capitales nacionales y extranjeros; y hasta tal punto ha cumplido su objeto la Comisión, que al abrir la puerta para dar entrada a esos alicientes, lo ha hecho con tal latitud, que podrán entrar a la vez los abusos, y entrarán seguramente si la Comisión no lo remedia, si las Cortes, aleccionadas con la triste experiencia de estos últimos años, no procuran evitarlo.
Guiada por esta mira, la Comisión no propone para la realización de estas empresas ningún sistema exclusivo; desde la construcción de ferrocarriles por el Estado y para el Estado, hasta la realización de estas grandes líneas por particulares y para particulares, todos los sistemas son admitidos por la Comisión, y en esto ha hecho perfectamente; pero cuando la realización de estas empresas ha de dejarse a la industria particular con subvención del Estado, no repara la Comisión en cuál haya de ser esta subvención.
De varias maneras puede el Gobierno auxiliar a esas empresas subvencionándolas, ya dándoles ejecutadas ciertas y determinadas obras, ya asegurándoles un mínimo interés por los capitales invertidos, ya dándoles una parte del capital presupuestado en determinados plazos, o ya por último, asegurándoles un interés fijo, aunque en verdad esta clase de subvención, si bien diferente en la forma de la anterior, es igual en el fondo. Pero sea lo que quiera, siempre resulta que hay cuatro clases de subvenciones, que no todas han de ser igualmente buenas, convenientes y aceptables, que una o alguna será mejor que las demás, y que unas serán buenas y otras malas, relativamente hablando.
Sin embargo, para la Comisión todas deben ser buenas, convenientes y aceptables, puesto que todas las admite, sin duda para que las empresas puedan escoger las más convenientes al país; para que elijan las más beneficiosas para ellas, aunque para el país sean las más perjudiciales.
Vamos a examinar si la Comisión ha estado en esto acertada. La primera subvención, o sea la que consiste en hacer con los fondos públicos ciertas y determinadas obras que han de darse a esas empresas como subvención, tiene todos los inconvenientes de las subvenciones, sin ninguna de sus ventajas.
Y en efecto, si la misma Comisión confiesa que al Estado le cuestan mucho más de lo que valen esas obras siendo esta una de las razones que hay para que la construcción de ferrocarriles se encargue a particulares, ¿no es un contrasentido, no es una contradicción que al mismo tiempo que se dice esto, se proponga que el Estado haga ciertas y determinadas obras para entregarlas como subvención a una empresa? Indudablemente que sí. ¿Y cuáles son esas obras que ha de hacer el estado? Las que ocurren en primer lugar en estas empresas, las explanaciones o las obras de fábrica, o unas y otras; es decir, aquellas obras que por su naturaleza están más expuestas a variaciones de tiempo y de coste; aquellas obras cuyo valor es más difícil determinar de una manera positiva; dejando a las empresas particulares aquellas que por su índole especial no están expuestas a variaciones semejantes, sino que, por el contrario, están sujetas a precios fijos, cuestan lo mismo haciéndolas el Gobierno que haciéndolas los particulares. Además, esta clase de subvención ha de producir cuestiones entre la Administración y la industria particular.
El Sr. PRESIDENTE: No se oye bien, Sr. Sagasta; y si V.S. quisiera bajarse a otro banco, sería muy conveniente.
El Sr. SAGASTA: No tengo inconveniente en ello.
Esta clase de subvención, repito, ha de producir necesariamente cuestiones entre la Administración y la industria particular, sobre si las obras están bien o mal ejecutadas, si se han hecho o no en el tiempo estipulado, y sobre otra porción de cosas que necesariamente han de surgir de esta amalgama que se establece. Así es que este sistema se ha desechado en todas partes por completo. Únicamente hay un caso en que el Gobierno debe dar obras por subvención, y éste debe entenderse cuando el Gobierno, por circunstancias apremiantes, tiene que dar ocupación a muchos brazos y empieza con ese motivo una línea de ferrocarril; luego da esas obras a la industria particular, que se apodere de la construcción de ese ferrocarril; pero aun en ese caso se debe conceder ese ferrocarril a la industria particular haciendo que ésta devuelva el importe de las obras según tasación, si ha de verificarse la construcción del ferrocarril sin subvención, descontando de esta subvención el valor de las mismas. Si el Gobierno, por ejemplo, ha de dar una subvención de 20 millones de reales en obras, que puedan convertirse en 30 millones por las interrupciones a que están sujetas, ¿no es mucho más sencillo dar a la empresa particular esos 20 millones para que ella haga las obras? Indudablemente que eso es mucho más ventajoso. Esta clase de subvención, como el Congreso ve, es inconveniente a todas luces.
La segunda subvención que se propone, o sea la que consiste en asegurar a las empresas un mínimum [3.854] de interés, no necesito esforzarme mucho para probar que es inconveniente. Es necesario que los Sres. Diputados se hagan cargo de que para esa subvención es indispensable que el Gobierno sepa con exactitud los productos líquidos de un ferrocarril subvencionado de esa manera. Pues bien; por muy exquisita que sea la vigilancia del Gobierno, ¿podrá nunca saber los productos líquidos de un ferrocarril, a no ser que la empresa quiera que los sepa, que probablemente no querrá nunca? Sin más que esta sencilla observación vemos que esta subvención será dependiente de la buena o mala fe de una empresa. Pero aun cuando el Gobierno tuviera medios, que no los tiene, que no los puede tener, para saber cuáles son los productos líquidos de un ferrocarril, todavía le quedan recursos a la empresa para defraudar al Gobierno. Supongamos por un momento que la empresa concesionaria de un ferrocarril saca el 8 por 100 de los capitales invertidos, en cuyo caso nada tendría que darle el Gobierno, pues ha sacado más del interés mínimo señalado. Pues valida la empresa de que tiene concedida esa subvención, puede proceder a ciertas obras puramente de lujo, que puedan ser muy convenientes para ella, pero que sean desde luego innecesarias para el público. Por manera que, aun en este caso, el más favorable que puede darse para el Gobierno, la empresa particular, valida de esa subvención, puede hacer que el Gobierno le pague lo que no debía pagarle. Además, señores, asegurar a la industria particular una ganancia dada, un interés del cual no podría pasar por muchas que fuese su actividad, es tanto como quitarle el estímulo y el deseo del mayor lucro, que son las bases principales de su buena administración y las que hacen que sea mejor que la del Gobierno. Con esta clase de subvención, la empresa se descuida, porque su falta de esmero en la explotación del camino y de buena administración no ha de ser en perjuicio suyo, sino del país. Esta subvención es tanto como quitar a las empresas particulares el más fuerte estímulo, el móvil más grande, resultando de ello graves perjuicios a la Nación. Además, como no se sabe hasta dónde llegará esta clase de subvención, no sabe el país hasta dónde va, no sabe el país cuál es el sacrificio que hace y el compromiso que adquiere, pues, como he dicho antes, depende de mil circunstancias la cantidad con que se ha de subvenir, y depende hasta de la voluntad de la empresa. Queda, pues, demostrado evidentemente que esta subvención tiene grandes inconvenientes, que es perjudicial, que es arbitraria, pues ni aun en los presupuesto anuales hemos de poder fijar la cantidad que esa subvención nos costará.
Queda, pues, la tercera subvención, que consiste en que el Gobierno dé a las empresas concesionarias de los ferrocarriles una parte del presupuesto en determinados plazos. Esta subvención, que se llama directa, es conveniente, es admisible, es justa, es equitativa. Digo que es justa, porque justo es auxiliar a los capitales de la industria particular que se emplean en beneficio del país. Es equitativa, porque de esa manera dará al país lo que sólo debe dar, lo necesario y nada más, y porque el país sabe qué compromiso adquiere, qué sacrificio hace, y está en el caso de admitirlo o desecharlo con conocimiento de causa. Y es conveniente, porque de otro modo quizá no podrían realizarse las líneas más importantes. Si es conveniente, si es admisible, si es justa y equitativa esta subvención, también debe serlo la subvención de interés fijo, que, como he dicho antes, es igual en el fondo, aunque en la forma difiera de la anterior.
El objeto de la subvención es el de disminuir el capital de establecimiento de un ferrocarril, para que aun cuando sean escasos sus productos líquidos, puedan sin embargo representar un interés correspondiente y proporcionado al capital invertido por la industria.
Pues esto se consigue de dos maneras: o bien disminuyendo el capital de establecimiento, lo que equivale para la industria particular al aumento de sus productos líquidos, que es la subvención directa, o bien aumentando los productos líquidos de ese ferrocarril, lo que equivale a disminuir el capital de la industria particular, que es la subvención de interés fijo. Cualquiera de estas dos subvenciones produce para el país los mismos resultados; puede decirse que son iguales. Sin embargo, la industria particular puede aceptar la una o la otra, según las circunstancias particulares en que se encuentre. Si cuenta con todo el capital necesario para realizar por completo su línea, entonces podrá aceptar la de interés fijo. Si no cuenta con todo ese capital, y si necesita auxilios, entonces indudablemente lo que escogerá será la subvención directa; pero acepte la una o la otra, el resultado es el mismo. Tanto importa que el país se comprometa por una cantidad o por un capital, como que se comprometa por el interés correspondiente a ese capital. En ambos casos el país sabe todos los compromisos que adquiere, los sacrificios que hace, y si puede o no puede admitirlos.
Queda, pues, evidentemente demostrado que de todas las subvenciones que propone la Comisión no deben admitirse más que dos, o más bien una sola con estas dos distintas formas, a saber: la subvención directa y la de interés fijo. Y no se diga, como cree la Comisión, que las demás subvenciones puedan ser otros tantos alicientes; no: todos los que se pueden desear están dentro de una sola subvención. El aliciente para las empresas está en proporcionarles réditos correspondientes al capital invertido. Pues bien; estos réditos pueden aumentarse cuando se quiera con sola una subvención. La subvención directa, como he dicho antes, consiste en dar una parte del capital de establecimiento; esta parte se debe dar en ciertos y determinados plazos, debiendo ser hasta cierto punto inversamente proporcional a los productos líquidos calculados del ferrocarril. Y digo esto, porque cuando los productos líquidos constituyen más del 6 por 100 del capital de establecimiento, la subvención debe ser cero, no hay subvención. Pues bien; desde cero, o desde no darla, hasta darse una subvención de la mitad, puede aumentarse ésta todo lo necesario para aumentar los productos líquidos de una empresa.
Vean, pues, los Sres. Diputados cómo dentro de una subvención justa, equitativa y admisible tiene una empresa todos los alicientes que necesita. ¿Para qué, pues, acudir a otras subvenciones, inconvenientes por lo onerosas y arbitrarias, y que darán lugar a abusos, que si en todo, por todo y para todo es necesario precaver, en nada, por nada y para nada debe hacerse con más razón que en la cuestión actual? En efecto, señores, hoy nos encontramos en el caso, no solo de evitar esos abusos que continuados por mucho tiempo han constituido sin duda una especie de costumbre, de hábito y de inclinación al abuso, sino que es preciso que lo extirpemos por completo. [3.855]
Así, pues, desearía que la Comisión se sirviese hacer una modificación en su dictamen adoptando únicamente la subvención directa, en la inteligencia de que dentro de esta subvención conveniente se encuentran todos los alicientes que la Comisión busca para las empresas.
Para facilitar la constitución de compañías constructoras (dice la Comisión) ha sido indispensable moderar el rigor de la ley de 28 de Enero de 1848 sobre sociedades anónimas. Yo también creo lo mismo que la Comisión; la ley de 28 de Enero de 1.848 sobre las sociedades anónimas fue hecha en medio del clamoreo general que se levantó en el país contra las sociedades anónimas por los mil y mil abusos que a su sombra se habían cometido. Aquella ley quiso evitar un extremo, y cayó en el extremo opuesto, siendo demasiado restrictiva. Creo, por lo tanto, lo mismo que la Comisión, que debe modificarse el rigor de esa ley; pero entiendo que esto no es objeto de una ley general de ferrocarriles. Las sociedades anónimas nada tienen que ver con la construcción de ferrocarriles; son cosas distintas, son objetos de distintas leyes, como lo han sido la explotación de las minas y la organización de las sociedades mineras. Pero sea lo que quiera, la Comisión ha establecido esa amalgama como conveniente, y hecha está; y si bien creo yo con la Comisión que es necesario moderar el rigor de esa ley, no creo que deba separarse del camino que el Gobierno le trazó en la disposición cuarta del art. 9, que dice así: (Leyó.)
¿Por qué, pues, suprime la Comisión esta disposición?¿Por qué ha consentido el Gobierno en esa supresión? ¿Es que el Gobierno no le daba importancia? Entonces,¿por qué la presentaba en su proyecto de ley? El Gobierno le daba mucha importancia, y debía dársela, tenía razón para dársela; no la ha tenido la Comisión para suprimirla.
Para que se convenzan de esto los Sres. Diputados, bástame recordar lo que ha pasado con la concesión de las obras para la canalización del Ebro, lo que ha sucedido con otras varias concesiones, lo que ha sucedido con una porción de concesionarios que validos de la concesión han ido a levantar capitales nacionales y extranjeros, para cometer después impunemente todo género de abusos, ágios y escándalos, antes de que la sociedad llegue a empezar el objeto para que fue constituida.
Esa disposición es conveniente, necesaria, indispensable, y debe sostenerse. Yo creo que la Comisión la aceptará.
Tampoco creo que deba ser objeto de esta ley la determinación de ciertos privilegios concedidos a las empresas de ferrocarriles, tales como las donaciones de terreno público o de dominio público que ocupan los caminos y sus dependencias; el beneficio de vecindad para disfrutar lo mismo quo disfrutan los pueblos por cuyos terrenos pasan los ferrocarriles; la facultad de abrir canteras, recoger piedras, establecer hornos, etc.; pues estos privilegios no deben darse a unas empresas exclusivamente, sino que deben concederse, o están ya concedidos, a todas las empresas de obras públicas, desde la que construye una carretera hasta la que ejecuta un ferrocarril; desde la que ejecuta un canal de riego hasta la que abre un canal de navegación; desde la que construye un faro hasta la que construye un puerto. Son beneficios de todas las obras públicas, y deben constar o determinarse en una ley general de obras públicas, no en una ley especial de caminos de hierro.
La Comisión ha creído que en esta ley, y no en otra, debían comprenderse las principales líneas de ferrocarriles que forman parte del sistema general, y en este concepto pasa a establecer la clasificación de algunas líneas. Separándome yo en esto del dictamen de la Comisión, creo que ni en esta ni en ninguna ley debía hacerse semejante clasificación. Se comprende muy bien que el Gobierno hiciese la clasificación de una línea que hubiese de construir; pero cuando el Gobierno no puede construirlas, cuando es una utopía el pensar siquiera que las construya, ¿de qué sirve la clasificación?
Figuraos por un momento que la línea que ha de ponernos en comunicación con Portugal se clasifica y se dice que pase por Badajoz, y que la línea así clasificada no hay nadie que la pida ni quiera interesarse en su construcción, al paso que hay una compañía que la pide con condiciones ventajosas para el país, que se compromete a llevarla a cabo, pero no pasando por Badajoz, sino llevándola por Cáceres: ¿qué hacemos en este caso? ¿La concedemos, o no la concedemos? Si la concedemos, de nada ha servido la clasificación; si no la concedemos, perdemos quizá la ocasión de llevar a cabo una gran línea que todos consideramos importante.
En el primer caso de nada ha servido la clasificación, o mejor dicho, ha servido para ponernos en la precisión de faltar a lo establecido en la ley; y en el segundo caso nos quedamos sin un medio de comunicación que tanta falta nos hace, lo cual es un absurdo. La clasificación es además innecesaria, y así lo han acabado de comprender todos los países, pues que en casi todos los que se habían adoptado esas clasificaciones se han suprimido.
La industria particular que ha de hacer esas líneas es la que debe clasificarlas. Y no se me diga que puede clasificarlas de un modo perjudicial a los intereses del país, porque eso no puede suceder, pues no hay ninguna otra cosa en la que estén más en armonía los intereses del país con el interés de la industria particular.
¿Cuál será, en efecto, la mejor clasificación para la industria particular? La que produzca un trazado que desarrolle más la industria, despierte más el tráfico, fomente más el movimiento y satisfaga más cumplidamente las necesidades de los puntos que atraviesa, porque esto es lo que ha de producir mayores rendimientos, y esto es también precisamente lo mejor para el país. La mejor clasificación para la industria particular será también la mejor para el país; en este caso los intereses de la industria particular son los intereses del Estado. Además, estas clasificaciones han de ser aprobadas por las Cortes para cada concesión en particular, y entonces pueden modificarse, si es que se separan del interés público.
La clasificación, pues, debe dejarse a la industria particular. Pero son tales los obstáculos, son tales las dificultades que presenta, siempre el hacer la clasificación de las líneas de esa manera que la hace la Comisión, que ella misma se ha visto envuelta en esas mismas dificultades y en esos obstáculos. La Comisión, con el deseo ardiente de clasificar, no ha clasificado. La Comisión, señores, repito que sin embargo del deseo ardiente que tenía de clasificar, no ha conseguido su objeto, no ha clasificado, y excepto dos o tres líneas, la línea de Irún, la línea de Portugal y la línea de Barcelona, cuya clasificación no es de la Comisión, sino [3.856] hecha por el país, porque esta clasificación ha sido hace tiempo comprendida y reclamada así por el país, excepto, pues, esas líneas, las demás han quedado sin clasificar.
¿Qué decir de una línea que partiendo de Madrid vaya al Mediterráneo? ¿Hay aquí clasificación? De ninguna manera; aquí no se clasifica; aquí no se hace mas que fijar el punto de partida, que no quiere decir nada. ¿Y no conocéis que todas las líneas que partiendo de Madrid vayan a parar a un puerto del Mediterráneo, tendrán derecho a considerarse comprendidas en esa clasificación? ¿No conocéis que todas las líneas que reúnen esa circunstancia se podrían considerar con derecho a todos los privilegios y subvenciones que se conceden a esa primera línea clasificada en el proyecto? ¿No conocéis las infinitas complicaciones a que esto podría dar lugar, y de las que tal vez no sabremos cómo salir? ¿Cuál es el puerto del Mediterráneo cuyo nombre parece que os asusta, puesto que no os atrevéis a ponerlo en ese proyecto? ¿Será Tarragona, será Valencia, será Cartagena, será Alicante, será Almería, será Málaga, o cuál será? Lo mismo sucede respecto a la línea trasversal que partiendo de Valladolid vaya a un puerto de Galicia. ¿Cuál es este puerto? ¿Será este puerto el del Ferrol, será el de la Coruña, será el de Pontevedra, será el de Vigo, o alguno de los infinitos que hay en estas costas? He aquí la verdadera dificultad de la clasificación, y por eso la que habéis hecho es lo mismo que no hacer nada. Decís que será a un puerto del Mediterráneo, y no fijáis cual; decís que a un puerto del Océano en las costas de Galicia, y no decidís cual; ved, pues, el caos en que nos vamos a meter.
Y, señores, lo mismo sucede en la línea de Irún al Oeste de España, en donde decís que una línea que partiendo de Zaragoza por el Oeste, encontrará la general que de Madrid vaya a Irún: ¿cuál es este punto? No lo dice la Comisión, y de consiguiente no hay clasificaciones. En estas cuestiones no debéis dudar. ¡Ay del día en que dudéis! En ese día os abrumarán las exigencias; y si cedéis a una localidad, en ese día las tendréis todas, absolutamente todas, pidiéndoos la preferencia, y con justicia, porque todas hacen los mismos sacrificios, y no podéis desatender a ninguna. En ese día lamentareis no haber tenido previsión, y no haber fijado una verdadera clasificación, un verdadero plan en que todos de buena fe hubiesen concurrido a esta clasificación en bien del país. Y si queréis hacer esa clasificación, si creéis necesario hacerla, ya que no os habéis atrevido, yo voy a procurar presentárosla.
Centro de la Monarquía, como punto de partida, Madrid. ¿Cuál es la primera necesidad de España, y por consiguiente, cuál la primera línea que debemos considerar como general, como de la primera y más urgente necesidad? La línea que nos haya de poner en comunicación con toda la Europa; y como que estamos enlazados con ella por la Francia, claro es que había de ser la línea de Francia, la línea del Norte. Y en este caso, ¿cuál es el punto a donde teníamos que ir a parar para enlazar nuestras líneas interiores con las demás de Europa? Es indudable que Irún, y a este punto es donde tenemos por necesidad que encaminar nuestra línea del Norte. Pero como el objeto de una línea de ferrocarril no es solo facilitar las comunicaciones entre los puntos extremos, sino buscar los puntos de producción, ahí tenéis las llanuras de Castilla, pobres y miserables en medio de su abundancia; atravesadlas pues, buscad su centro, su corazón, su depósito general, Valladolid. Id enseguida a Burgos y Vitoria, puntos atendibles por su importancia. Pues bien; Madrid, Valladolid, Burgos, Vitoria, Irún: ahí tenéis clasificada nuestra primera línea; la del Norte.
Satisfecha la primera necesidad con esta primera y mas importante línea del Norte, la segunda es la que nos debe enlazar a dos pueblos que son hermanos por naturaleza y que solo los desaciertos o los descuidos de los Gobiernos tienen separados. Esta línea es la de Portugal, que, principiando en el centro común, Madrid, ha de terminar en Lisboa; y buscando los centros de producción o sus representantes, necesariamente tendremos que tropezar en Badajoz; de consiguiente, tendremos que la segunda línea de importancia tendrá por puntos notables a Madrid, Badajoz y Lisboa, pasando por la frontera de Portugal. Y ahora notaremos que la otra línea más importante que debe seguir a éstas es la que vaya a un puerto importante del Mediterráneo, y llegue a unir los dos mares, y era es la línea de Cádiz, la cual indudablemente debe pasar por Córdoba, Sevilla y Cádiz; y como línea trasversal y muy importante es la de otro puerto del Mediterráneo, la de Barcelona pasando por el importante centro de producción, Zaragoza. Ahí tenéis la cuarta línea; y teniendo desde luego esas cuatro líneas, sólo queda una necesidad social muy importante, que es la de Galicia. Todos nos recordamos las espantosas crisis de todas especies que afligen a esas infelices provincias de Galicia, cuyas necesidades no se pueden remediar si no se les aproximan todo lo posible los centros de producción que están cerca de ellas, y que solo la dificultad de los trasportes hace que no puedan utilizarlos. ¿Cómo se ha de hacer esto? ¿Por un canal, por un camino, o por un ferrocarril? La Comisión, teniendo en cuenta todo lo posible las circunstancias de todos los parajes comarcanos, dice que se mire como línea general la que partiendo de un punto del camino general de Madrid a Francia, vaya a terminar en un puerto de Galicia. ¿Pero cuál es el puerto? ¿Podía siquiera tener duda en esto la Comisión? Yo creo que no debía tenerla; porque lo natural es que se hubiese fijado en el mejor puerto, no sólo de Galicia, sino acaso de mucha parte del mundo; en el puerto de Vigo. (El Sr. Arias Uria: Pido la palabra.) Precisamente la dificultad de fijar otro puerto de Galicia la tenéis aquí, Sres. Diputados, y al mismo tiempo tenéis suscitada la cuestión que queríais evitar, que era la cuestión de localidad.
Pero ya presentada esta cuestión, debo decir que es tiempo de que se desentiendan el Gobierno y las Cortes de las pequeñas cuestiones de localidad y se fijen sólo en lo que exige el bien general del país. Y no sé quién se podrá atrever a disputar la preferencia del puerto de Vigo sobre cualquier otro de las costas, no sólo de Galicia y aun de España, sino de otros países. ¿No es así, Sres. Diputados?
El Sr. PRESIDENTE: Señor Sagasta, diríjase V.S. al Congreso.
El Sr. SAGASTA: Precisamente me dirijo a ambos lados de la Cámara, ya a uno, ya a otro, sin preferencia; pero repito que en esta cuestión es menester que no nos dejemos llevar del espíritu de localidad, y que prescindiendo de él, yo pregunto: ¿cuál es el mejor puerto que tenemos por todas sus circunstancias, que le hacen, no sólo el mejor de Galicia, sino acaso uno de los mejores del mundo? Estoy seguro que es el de Vigo, que en otros países no estaría tan [3.857] desatendido como por desgracia ha estado en el nuestro.¿Por qué, señores individuos de la Comisión, no habéis tenido valor para ir a parar al puerto de Vigo? Pues qué, ¿no pesa nada en vuestra consideración el que sea el mejor puerto de España y uno de los mejores del mundo? ¿Lo hemos de dejar abandonado como hasta aquí? ¿Y por qué? Sin más que por consideraciones mezquinas de localidad. Aquella localidad que ha tenido más favor, más influencia, aquella ha sido la que ha dominado a las demás, por mas que la naturaleza y sus circunstancias especiales no lo consintieran. Ya basta de favores de localidad; no haya más influencia en lo sucesivo que la del bien general.
Pues bien; trazada esa gran línea que tiene por objeto satisfacer esta necesidad social de que os he hablado antes; trazada esa gran línea que al mismo tiempo nos viene a aproximar al mar Océano, a uno de sus mejores puertos, prolongadla, y la veréis marchar a buscar el mar Mediterráneo para unir uno y otro mar. Y si vais al Mediterráneo, ¿qué puerto habéis de escoger, Sres. Diputados? ¿Cuál es el mejor puerto del Mediterráneo? ¿Cuál es el único puerto del Mediterráneo? Cartagena.Cartagena es el mejor puerto del Mediterráneo. Ningún puerto del Mediterráneo puede ni siquiera compararse con el de Cartagena; Cartagena, qué además, reúne la circunstancia de ser departamento marítimo, de tener un arsenal; que reúne además la circunstancia de que para llegar a él tenemos que atravesar una de las zonas más ricas de la Península, parte de la provincia de Murcia. ¿Qué puerto, qué punto del Mediterráneo podrá venir a competir con el puerto de Cartagena? Ninguno, absolutamente ninguno. Ya tenéis también trazada esa línea, señores individuos de la Comisión, esa línea que os asustaba; a mí no me asusta nada cuando solo me guía el bien público.
¿Queréis también trazar la línea que desde Zaragoza va a Irún por el Oeste, como decís vosotros? ¡Vaya una determinación! ¿Y por dónde hemos de ir? ¿Hemos de llevar la línea a Irún, hemos de seguir la línea del Ebro, hemos de aprovecharnos de esa magnífica cuenca, fecundizando los terrenos productores de Aragón y la Rioja, o hemos de ir saltando profundos valles y atravesando elevadas divisorias? ¿Por dónde hemos de ir, porque una y otra dirección puede considerarse como la del Oeste? ¿Queréis también clasificar era línea? Yo también os la voy a clasificar. Clasificadla sin cuidado, sin temor; que no os guíe más que el bien público, y no tengáis cuidado de lo demás. ¿Queréis clasificarla? Clasificadla. ¿Dónde está esa línea? ¿Cuál es el terreno que debéis aprovechar? El terreno que riegan las aguas del Ebro; aprovechad esa cuenca que separa a uno y otro lado las montañas; aprovechemos, pues, esa cuenca. Fecundicemos con ella las riberas, de Aragón, las no menos ricas de la Rioja, y veréis marchar esa línea compitiendo con la corriente del Ebro, atravesando Tudela, Logroño, Haro y Miranda de Ebro.
Aquí tenéis, pues, señores individuos de la Comisión, hecha la clasificación; aquí tenéis trazadas esas grandes arterias a las cuales han de venir a dar vida las arterias secundarias, las venas, en fin, que todas juntas han de componer ese gran cuerpo de ferrocarriles de la Península; aquí tenéis trazadas esas, grandes líneas que atravesando por completo la Península desde el cabo de Machichaco al cabo de Trafalgar, desde el cabo de Roca al cabo de San Martín, desde el cabo de Finisterre al cabo de Palos, se reúnen en Madrid como para concentrar sus fuerzas, a fin de traer uno y otro mar al centro de la Monarquía.
No parece, señores, sino que tratan de aproximar el mar Océano y el mar Mediterráneo al centro de España, a Madrid, cuyo perímetro parece que va a constituir en lo sucesivo la única separación de ambos mares.
Hecha así la clasificación, trazadas de esa manera esas grandes líneas, las arterias principales de donde han de partir las demás, ¿qué Diputado, qué español, guiado por el bien del país y no arrastrado por las miras de localidad ni por el mezquino interés particular, se ha de oponer a esa clasificación? Ninguno, o dejará de ser español. Si hay alguno que se oponga, despreciadlo, porque desprecio merece; despreciadlo; que ese es el deber del hombre público, esta es la obligación del que con su saber y entender se propone hacer la felicidad del país. ¿Qué le importa al hombre público enajenarse algunas amistades particulares, si por ello se granjea el aprecio general? ¿Qué le importa el perjudicar a determinada localidad, si beneficia a todas las localidades, a la mayor parte? Nada, no debe importarle nada; y si le importa, no debe ser hombre público, no sirve para hombre público.
Ahí tenéis hechas, señores individuos de la Comisión, las clasificaciones de una manera terminante, de una manera decisiva, de una manera indudable, que es como deben hacerse estas cosas. Y no me digáis, no, que no habéis estudiado aún bastante para hacer una clasificación tan terminante como yo la he hecho.
No, no es exacto. A todos los puntos donde os quiero llevar por esas grandes líneas, se puede ir; en todas estas direcciones hay tanteos más o menos detallados que demuestran la posibilidad de llevar a cabo esas grandes vías. En el caso de no haber estudios, en el caso de no haber datos bastantes para efectuar esa clasificación, ¿por qué la intentáis? Si no hay datos, no la intentéis; no sembréis duda en las leyes, para recoger después cuestiones, compromisos, complicaciones. Desistid; yo me satisfago con eso; yo creo que no debe hacerse la clasificación; pero si la hacéis, hacedla como yo la he hecho.
Señores, he detenido a los Sres. Diputados más tiempo del que acostumbro y más del que me proponía, y voy a acabar haciéndoos observar que la Comisión ha estado en algunos puntos de su dictamen demasiado confiada para ser previsora, al paso que en otros ha estado demasiado previsora para ser confiada; y no creáis, no, que el exceso de confianza en algunos puntos podrá ser compensado, podrá ser destruido por el exceso de previsión que ha tenido en otros; no; la confianza y la previsión unidas deben estar en cada uno de los puntos de leyes de esta naturaleza. Si las desunís, si las separáis, si dejáis a la confianza separada de la previsión, la primera dará lugar al abuso, la segunda originará entorpecimientos a la realización de esas vastas empresas que han de ser un día la base de nuestra riqueza nacional y del pronto desarrollo de nuestra civilización. He dicho.