Antes de entrar en materia voy a hacerme cargo de una inculpación que el Sr. Ríos Rosas ha dirigido al partido progresista. El partido progresista, decía el Sr. Ríos Rosas, sabía lo que pensaba en el año 40, en el año 41, en el año 42, pero no sé lo que piensa ahora; y no es extraño que yo no lo sepa, porque creo que él lo ignora. Me parece que esto es lo que ha dicho S.S.
Yo debo decir a S.S. que si el Sr. Ríos Rosas supone que el partido progresista ignora lo que piensa, porque no hace ahora lo mismo que hacía en el año 40, yo debo decir a S. S. que eso precisamente es una prueba de que sabe lo que piensa, porque si pensara lo mismo ahora que antes, no sería partido progresista. Por eso se llama partido progresista; porque tiene que progresar, como progresa la civilización, como progresan las ciencias, como progresan las artes, como progresa la industria, como progresa la humanidad. Pues qué, ¿cree S.S. que se gobierna lo mismo al país con líneas telegráficas y caminos de hierro, que en la época en que para alejarse uno a pocas leguas de su casa tenía que confesarse y hacer testamento? No; indudablemente que no. Por eso el partido progresista el año 55 tiene que pensar de distinto modo que pensaba el año 40. Y es muy particular, señores, la posición en que se ha colocado el Sr. Ríos Rosas. Su señoría se encuentra entre un partido muerto y otro partido que no sabe cómo piensa, y lo que de esto resulta es que ni el partido muerto, según S.S., ni el que no sabe lo que piensa (y si no sabe lo que piensa, no es partido), lo que resulta es que ni uno ni otro partido saben cómo piensa S.S., y no es extraño que S.S., no sabiendo cómo piensa respecto a ningún partido, suponga que el partido progresista ignora también lo que piensa. Y basta ya de esto, que importa poco a la cuestión, por más que importe mucho al partido progresista.
La cuestión que envuelve el voto particular del señor Ríos Rosas en una cuestión compleja, delicada, importantísima, bien se la mire bajo el punto de vista político, bien se la considere bajo el aspecto administrativo. Él hasta cierto punto determina lo que han de ser los Ayuntamientos; él fija en cierta manera la organización del Municipio, uno de los objetos más dignos de la atención del legislador. El poder municipal ocupa un inmenso lugar en las instituciones publicas, y si bien colocado debajo de los otros poderes del Estado, no es sin embargo menos importante, y es más antiguo que ellos; porque desde el momento que se constituye un pueblo, por insignificante que sea, desde el instante en que una asociación de personas forman una aldea, se hace sentir la necesidad de su administración interior. El poder municipal es, pues, el primero cuya necesidad conocemos; es, por consiguiente, anterior al Estado.
Los legisladores han podido variarle, modificarle, alterarle en un sentido más o menos restrictivo; pero no han podido crearle, no han podido formarle, porque creado y formado lo han encontrado, sin duda para que les sirva de cimiento sobre el cual levantar el edificio social.
El Municipio es, digámoslo así, el vínculo que liga los hombres al suelo natal; en él existen las afecciones de su familia; en él se conservan los recuerdos de su niñez; en él encuentran los pensamientos del porvenir; en él estudian las necesidades mutuas, conocen los intereses comunes; él, por último, les proporciona un teatro donde desarrollar sus facultades, donde ejercitar sus disposiciones; él es a la vez poder público y privado, y reúne la autoridad del juez a la del padre de familia, y en su limitado horizonte ve el ciudadano la imagen de la Patria que tiende a despojarle del egoísmo personal para dar cabida a los sentimientos de patriotismo, creando y fortaleciendo así el cariño y la afición a las instituciones públicas.
Por eso, sin duda, decía un célebre escritor que en el Municipio reside la fuerza de los pueblos libres; que las instituciones municipales son a la libertad lo que las escuelas primarias a la ciencia; ellas la ponen al alcance del pueblo, ellas le hacen gustar su uso moderado; ellas, por fin, le acostumbran a practicarla con parsimonia.
Bajo diferentes aspectos, en diversas formas y con distintos caracteres se nos presentan las corporaciones municipales en las diversas épocas de nuestra historia; pero ¡cosa singular! no siempre la mayor amplitud de las atribuciones municipales ha coexistido con la mayor libertad de los Estados. Más de una vez se observa que a la par que un país está regido por un gobierno absoluto y hasta despótico, sus instituciones municipales ostentan un carácter esencialmente político, y los magistrados elegidos por el pueblo poseen todos los atributos del poder público; al mismo tiempo que se observa también que en un país regido por un gobierno libre la vida de los Municipios es raquítica y mezquina.
Pero decía el Sr. Ríos Rosas, combatiendo algunas citas históricas de mi amigo el Sr. Gil Sanz, que prescindiendo de la España romana y de la España goda, no encontramos en nuestra historia más que Municipios feudales.
No hay para qué ocuparnos aquí, señores, de lo que fueron los Municipios hasta el siglo XI; porque el estado continuo de guerra en que España se encontraba, la agitación de que estaban dominados todos sus habitantes, exigía que las ciudades y las villas de su territorio fuesen otras tantas plazas de armas, y que más que del ornato público y de la policía se cuidasen de su defensa y fortaleza; por consiguiente, entre el choque de las armas y esa agitación angustiosa en que el país se encontraba, el carácter de los Municipios debía ser esencialmente militar, un carácter completamente distinto del que tuvieron en la Edad Media.
Basta, por consiguiente, saber que el origen de los Municipios es desconocido, es antiquísimo, ya los primeros Municipios se modelasen por las curias de los romanos, ya se fundasen en los restos de la legislación de aquel pueblo. Pero ya en el siglo II empezamos a ver claramente la organización de los Municipios, y el primero que nos la presenta es el de la ciudad de Toledo. Alfonso VI, después de haber ganado la ciudad de Toledo, le otorgó franquicias municipales y dio a sus habitantes el derecho de intervenir en el gobierno.
Tampoco importa ahora mucho el saber cuál fue esa organización; basta saber que fue esencialmente popular, tan popular como muchas de las corporaciones que en estos últimos tiempos las han tenido, y mucho más popular que algunas de ellas. El Rey es verdad [5.425] que nombraba un alcalde, pero era de apelación; había dos alcaldes, uno para los moradores antiguos y otro para los modernos, los dos nombrados exclusivamente por el pueblo.
A imitación del Ayuntamiento de la ciudad de Toledo se establecieron en otra porción de poblaciones importantes de España; pero cuando el sistema feudal dominaba ya en Europa, era común el régimen municipal.
Este régimen municipal es verdad que se extravió, es verdad que perdió su primitivo carácter; porque cuando las tropas empezaron a militar bajo los estandartes de las ciudades y las villas, la nobleza, que vio tropas que mandar, solicitó con empeño los cargos concejiles; de modo que el Municipio, que en sus principios era una institución esencialmente popular, después se convirtió en una institución aristocrática, llegando hasta el punto de que los cargos concejiles se hicieron hereditarios.
Pero sea lo que quiera, estas corporaciones fueron continuamente ganando terreno, y llegaron a ser tan fuertes, que más de una vez dieron apoyo al poder vacilante de los Monarcas.
Así siguieron las Municipalidades hasta que en los campos de Villalar se decidió la suerte de las franquicias municipales. Las armas de Carlos V, entonces vencedoras, no sólo hicieron derramar la sangre de los Padillas, de los Maldonados, de los Bravos y tantos otros ilustres patriotas, sino que desgarraron e hicieron pedazos las garantías populares; y ¡cosa singular! la nobleza española murió políticamente el mismo día que desaparecieron las franquicias municipales; la nobleza española se suicidaba con una mano, y con otra asesinaba todas las instituciones populares, aquellas instituciones populares que tanto la habían enaltecido, que tantos días de gloria le habían dado, que tantas victorias le habían hecho conseguir cuando como magistrados municipales se pusieron sus individuos a la cabeza de las tropas que militaban bajo el estandarte de sus respectivas ciudades y villas.
La batalla de Villalar forma, pues, un punto de separación terminante, entre lo que fueron los Ayuntamientos hasta ese día y lo que han venido a ser después. Desde entonces, en que el Poder Real, abusando de la victoria, hizo que el Consejo de Castilla se apropiase a manera de botín la mayor parte de las atribuciones gubernativas que hasta aquí tuvieran los Ayuntamientos, hasta nuestros días, en que desapareció casi por completo el derecho electoral, confiriéndose el año 1.824 a las Audiencias las facultades de nombrar para los cargos concejiles a propuesta de los Ayuntamientos salientes, las corporaciones municipales han venido a menos, arrastrando una vida raquítica y miserable, si bien interrumpida momentáneamente por algunas buenas disposiciones del Rey D. Carlos III, por la profunda reforma de la Constitución del año 12 y por la ley del año 23. Posteriormente, las disposiciones de los años 35, 40 y 45 han sido otras varias modificaciones entre las muchas que han sufrido estas corporaciones, que, como es natural, han seguido todos los cambios profundos de nuestras instituciones políticas, con las cuales tienen una inmediata y directa relación, con las cuales viven o mueren, se desarrollan o se aniquilan.
Con esto creo haber contestado a la parte histórica del discurso del Sr. Ríos Rosas, y no lo he hecho para pretender que el Municipio se ajuste a lo que fue en otros tiempos; no, señores, porque siendo otras las circunstancias, siendo diferentes las instituciones que hoy nos rigen de las que regían en aquellos tiempos, distintas tienen que ser también las instituciones municipales. Por lo que acabo de decir se ve que los pueblos tienen y han tenido siempre vida propia con una unidad administrativa por excelencia, con existencia natural anterior a toda institución de gobierno central; son, en una palabra, efecto de la naturaleza, no resultado de la ley, no una simple división administrativa.
Pero vamos a ver cómo debemos ahora organizar las instituciones municipales. Los pueblos, considerados aisladamente, tienen necesidades e intereses locales relativos a su pequeña sociedad, a cuyo cumplimiento acuden por sí mismos; pero considerados comparte de un Estado, tienen intereses colectivos, participan de derechos uniformes, y que están sujetos a cargas iguales.
Del primer caso precede la administración municipal; del segundo la general del Estado. Aquí se ve la mano del Gobierno, allí la de los Municipios: el primero obrando con completa independencia dentro de sus facultades, sin más freno en los gobiernos absolutos que el moral de la opinión pública; en los gobiernos constitucionales, el legal de la Representación nacional; el segundo no puede obrar ya con tan absoluta independencia, pues la acción del Municipio está unas veces sometida a la autoridad, otras a la vigilancia del Gobierno; de otro modo no sería posible el imperio de la ley común; de otro modo no habría igualdad ni seguridad personal, que es la gran conquista de los tiempos modernos; de otro modo no podría haber libertad, porque no hay libertad donde no hay orden, no hay orden donde no hay gobierno, y no hay gobierno si enfrente de él tiene magistrados independientes e irresponsables; de otro modo, por último, no habría unidad nacional, ante cuya consideración deben ceder todas las instituciones.
Los Ayuntamientos son en este supuesto la última circunscripción a que desciende la autoridad pública; su carácter es esencialmente administrativo; la política afianzada está en las leyes fundamentales del país. Así, pues, podemos considerarlos colocados entre el Gobierno, provistos de derechos y de medios de acción que no dependen de él y los ciudadanos, cuya capacidad política y civil reposa en el derecho público; y esto supuesto, no hay inconveniente en que reconozcamos el poder municipal y le establezcamos sobre ancha base, sin temor, ni para la verdad de la Nación, ni para los derechos, tanto del Gobierno como de los ciudadanos. Podemos, pues, establecer los Ayuntamientos con amplia, con completa libertad, porque los poderes a que dan origen no pueden entrar en lucha con el Gobierno, y constante y continuamente le han de ser favorables. Demasiado débiles para quebrantarle, serán quizá más poderosos para apoyarle, para sostenerle, para detener el ímpetu de las masas, fuerza que está siempre delante del Gobierno; este con sus ejércitos, con sus agentes innumerables, con los recursos del Erario publico; aquellas con la fuerza material que da el número. Demos, pues, a los Ayuntamientos una organización vigorosa y robusta, y podrán servir de freno el día que la tempestad estalle, cuando las pasiones políticas se inflaman, cuando el torrente popular se desborda, cuando el Gobierno, en fin, se desplomaría si antes no se hubiese proporcionado un apoyo que le contenga en su caída, sacado de esas mismas masas que tienden a precipitarle.
Entre los que quieren reducir a la nulidad esas [5.426] instituciones municipales que tantos gloriosos recuerdos han dejado en nuestra historia, y los que pretenden que cada Municipalidad sea un Gobierno, convirtiendo la España en una especie de República federativa, hay un medio razonable, que consiste en que los intereses de la sociedad en general y los intereses locales, sin estar dirigidos por la misma mano, tengan una, recíproca influencia y marchen juntos sin interrumpirse, sin estorbarse sus movimientos.
¿Y es esto, por ventura, lo que se conseguirá con el voto particular que estoy combatiendo? No; y voy a procurar demostrároslo.
Los Ayuntamientos se componen de funcionarios de distintas clases, conocidos con el nombre de alcaldes, de tenientes de alcalde y de regidores; todos tienen que desempeñar en la Municipalidad cargos y obligaciones importantes; pero la administración municipal se divide en deliberación y en acción; la primera a cargo de la Municipalidad, la segunda a cargo del alcalde, que viene a ser por consiguiente la representación fiel del Poder ejecutivo en el seno de estas corporaciones. Los Ayuntamientos acuerdan, ordenan, deliberan, informan, representan, y luego los alcaldes ejecutan, y dicho se está con esto cuánta es la importancia de estos funcionarios.
Pocas dificultades ofrece la elección de los Ayuntamientos, pues una vez reconocida su existencia propia, es indispensable reconocer el derecho que tienen los vecinos a nombrar los administradores de sus intereses propios; desconocer esto sería usurpar la más antigua de las libertades públicas, sería incurrir en un grave error; nadie hay, pues, en nuestro país que desconozca ese derecho. Pero no sucede lo mismo respecto de los alcaldes, porque en este punto están divididas las opiniones. A tres pueden reducirse los sistemas para el nombramiento de los alcaldes: o que los nombre el Poder ejecutivo sin restricción ninguna, sin más condición que la que le impone su voluntad; o que los nombre este mismo Poder ejecutivo con la condición de que el nombramiento ha de recaer en uno de los individuos del Ayuntamiento, o que los nombre el pueblo sin la intervención de dicho Poder.
Poco diré acerca del primer sistema, que por lo visto no tiene partidarios en esta Cámara, y no es extraño que no tenga partidarios un sistema que atenta profundamente a los derechos del Ayuntamiento, que establece la centralización en lo que tiene de más odioso para los pueblos, centralización que si es inconveniente para los pueblos, se es perjudicial para los Municipios, no es menos inconveniente, no es menos perjudicial para el Gobierno central. En efecto, hacer responsable al Gobierno de los nombramientos de todos los alcaldes del Estado por las propuestas de los gobernadores, guiados de diferentes y aun de opuestas miras, es proporcionarle las críticas más severas, las más acres censuras, las más terribles recriminaciones. No es esto lo que aconseja seguramente una política prudente. La generalidad de los individuos juzgan siempre al Gobierno por los nombramientos que hace; allí donde hay un empleado malo, malo se cree al Gobierno; allí donde un empleado es inepto, inepto se figuran al Gobierno; y hasta allí donde se cree que hay un empleado inmoral, inmoral se ve también al Gobierno; y en unos puntos por una cosa y en otros por otra, todo lo malo viene a refluir al Gobierno.
De aquí, señores, que el descontento llega a ser por último la opinión pública. Pero si esto sucede en lo general, esta opinión, esta resistencia, estas recriminaciones se verifican en mayor escala en el interior de esas corporaciones, en el seno de las Municipalidades, que siempre han resistido que vaya una persona a presidirlos sin más título que el nombramiento del Gobierno; lo mismo ahora que en los tiempos antiguos, en que se resistían a admitir los jueces llamados forasteros que en el siglo XI se nombraron. Las Cortes españolas reclamaron varias veces de los Reyes que separaran de los pueblos y ciudades a los jueces forasteros que mandaba el Rey.
Pues bien, señores; estas resistencias que hallan siempre los Ayuntamientos a una persona extraña al Municipio, que puede no tener ningún vínculo con él, y que sin más que por un decreto del Rey toma parte en sus deliberaciones, habla en nombre del común, lo cual es hasta irritante; pues esas oposiciones a esos nombramientos son oposiciones al mismo Gobierno. No es esto lo que aconseja, repito, una política prudente. Eso podrá dar fuerza material al Gobierno, pero le quita fuerza moral, y yo no quiero sostener al Gobierno de esa manera, a costa de su prestigio, porque de ese modo haremos Gobiernos tímidos, pero no respetados.
Respecto del segundo sistema, que consiste en que el Poder ejecutivo nombra los alcaldes, pero con la condición de que haya de recaer el nombramiento en uno de los individuos de Ayuntamiento, que es lo que viene a decir el voto particular que combato, tiene en parte los inconvenientes que acabo de manifestar en cuanto al primer sistema, sin ninguna ventaja para el Gobierno central. Supongamos nombrado el Ayuntamiento y que la mayoría de él merece la confianza del Gobierno. Puesto que de esa mayoría se ha de nombrar el alcalde, pueden suceder dos cosas: o que el Gobierno nombre el mismo que hubiera salido elegido por el pueblo, en cuyo caso sin ventaja para él interviene en los negocios municipales, irritando, porque irrita siempre eso; o que de esa mayoría elige un alcalde que no hubiera sido elegido por el pueblo, y en este caso crear resistencias, y en vez de tener mayoría en el Ayuntamiento puede llegar a tener minoría; en vez de tener amigos tendrá enemigos. Prescindiendo de los inconvenientes de un alcalde que no tiene mayoría en los concejos, que le oponen resistencia, y que en su marcha administrativa no encuentra más que obstáculos, dificultades, entorpecimientos, con perjuicio de los intereses municipales. Si en el Ayuntamiento el Gobierno no tiene mayoría, necesariamente el alcalde ha de salir de la minoría. Y dicho se está que este caso es igual al anterior.
Pero también podrá haber casos en que el Gobierno no sepa de qué individuo echar mano, porque ninguno de los nombrados merece su confianza. Y aquí se ve que cuando menos la intervención del Gobierno es infructuosa, no tiene ventajas para él, al paso que siempre tiene graves inconvenientes.
Es verdad que decía el Sr. Ríos Rosas que esta intervención la tendrá exclusivamente donde haga falta. Pero ¿quién nos lo dice? ¿Está eso en la Constitución?¿No dice la base que puede nombrar en todas partes, que puede intervenir el Poder ejecutivo en todas, desde la capital de la Monarquía hasta el pueblo más insignificante? Pero aun cuando así no fuese, y se trate solo de poblaciones importantes por el temor de que la tranquilidad pública pueda alterarse, y que los Gobiernos no sean responsables, porque los alcaldes que él nombra tienen influencia en el mantenimiento de la tran-, [5.427] quilidad yo diré lo que en otra ocasión he dicho; la tranquilidad pública en un país es ante toda consideración, porque sin la tranquilidad se pierde la industria, cesa el comercio, mueren las artes, las ciencias se estancan, el trabajo desaparece, y una Nación que se encuentra en ese caso no tiene vida, se halla en angustiosa agitación, no en movimiento; en las convulsiones de la muerte, no en las palpitaciones de la vida. Por eso he dicho y repito: ante todo deber del Gobierno está el de conservar la tranquilidad pública. ¿Pero podrá peligrar porque el Gobierno no intervenga en el nombramiento de los alcaldes? No, y mil veces no. Yo acudo a la historia de la Municipalidad, y en el seno de las corporaciones municipales las pasiones políticas no han tenido nunca influencia, no han tenido nunca cabida; al contrario, siempre han prestado un apoyo firme, leal a los Gobiernos establecidos.
Pero eso que puede suceder en las poblaciones de importancia, y para las cuales el Sr. Ríos Rosas quiere que el Rey intervenga en el nombramiento de alcaldes, está evitado. Los poderes del alcalde se presentan bajo dos aspectos: uno, como funciones peculiares del alcalde, administrador de la Municipalidad; otro, que son los poderes que se refieren a la política como delegación del Gobierno. Pues en esas funciones importantes tiene el Gobierno poder sobre el alcalde, que puede en esas funciones sustituirle con los gobernadores de provincia. De aquí que aun en esas poblaciones importantes no puede existir el peligro que supone el Sr. Ríos Rosas.
No quiero decir nada de las poblaciones de poca importancia, porque de poca importancia son también las atribuciones de sus alcaldes.
El tercer caso, que consiste en que el Gobierno no intervenga en el nombramiento de los alcaldes más que lo que interviene indirectamente en el nombramiento de los Ayuntamientos, tiene también, en mi entender, un inconveniente, que consiste en que las funciones del alcalde son demasiado complejas, de una apreciación difícil para entregar a un azar una combinación de la elección. Este sistema satisface completamente el derecho de los pueblos para nombrar sus administradores; pero tiene e inconveniente de que ese alcalde, por esas combinaciones, por esas casualidades de una elección, puede no tener mayoría en el Municipio, y en este caso hay todos los inconvenientes que he referido, no ya respecto al Gobierno, sino a las Municipalidades. Pues yo entiendo que la manera de conciliar el derecho que todos los pueblos tienen para nombrar a sus administradores con la conveniencia municipal, consiste en que el pueblo nombre directamente todos los individuos que componen el Ayuntamiento, incluso el que haya de ser alcalde, y que la corporación nombre su presidente, nombre el alcalde.
De esta manera creo que queda perfectamente consignado el derecho de los pueblos a nombrar sus administradores, y el alcalde, contando siempre con la mayoría en el Municipio, ejercerá la mayor actividad en la marcha ya expedita, franca, abierta, sin obstáculos, sin entorpecimientos, de la administración, y los intereses comunales ganarán extraordinariamente.
Este es, en mi entender, el sistema que lleva ventaja al de la Comisión y al del voto particular. Si os parece conveniente como a mí, desechad el voto particular que estamos discutiendo y el dictamen de la mayoría de la Comisión; pero si no veis la cuestión como la veo yo, desechad en buen hora el sistema que yo os he propuesto, pero negad vuestro asentimiento al voto particular del Sr. Ríos Rosas, que, en mi entender, es atentatorio al derecho de los pueblos, inconveniente para los Ayuntamientos y perjudicial para el Gobierno, al que equivocadamente se ha tratado de proteger. He dicho.