POL MORILLAS
Cosas que parecen lejanas de repente están muy cerca. Pensemos en los efectos de un terremoto a un océano de distancia que llegan a la otra costa en forma de tsunami. O en un ataque informático en Ucrania que acaba afectando a plataformas digitales de las que somos usuarios habituales. Algo parecido sucede con los asuntos de política exterior, que parecen no incidir en nuestro día a día pero cuyos tentáculos acaban por abarcar al conjunto de nuestras sociedades. ¿O acaso no venían los expertos señalando que los conflictos en Siria, Somalia o Afganistán un día se transformarían en una crisis de gestión de refugiados en Europa? ¿O que la vocación de Rusia de desestabilizar a la UE no se serviría de herramientas de desinformación que acabarían afectando los resultados del Brexit o el auge de Le Pen? Efectivamente, lo lejano está muy cerca.
Se dice que en Europa hay dos tipos de países: los pequeños y los que todavía no saben que lo son. En los últimos 40 años, la distribución de poder a escala mundial se ha transformado sobremanera. Cuando se constituyó el G6 en 1975 como grupo de los países más industrializados, tan solo uno de los participantes no pertenecía al mundo occidental (Japón). Entre ellos había cuatro europeos (Francia, la República Federal de Alemania, el Reino Unido e Italia) y su principal integrante eran los Estados Unidos. El G6 luego se transformaría en el G7 con la inclusión del Canadá y en el G8 con la participación de Rusia.
En 2013, las principales economías aún seguían ubicadas en Occidente, aunque los nuevos poderes –o BRICS– ya les pisaban los talones. Los Estados Unidos seguían situados en primera posición, con Alemania en la cuarta, Francia en la quinta, el Reino Unido en la sexta e Italia en la octava, según el Banco Mundial. Ello hacía que, en términos agregados, los Estados Unidos representaran el 26 % del PIB mundial, la Unión Europea el 29 %, Japón el 9 % y China el 8 %.
En 2050, sin embargo, las cosas habrán cambiado bastante. El centro de poder internacional se habrá trasladado hacia “el resto”, con proyecciones que indican que China representará el 24 % del PIB mundial, seguida por los Estados Unidos (18 %) y la Unión Europea (15 %). India estará en el 9 % y Japón habrá disminuido su contribución al PIB mundial al 4 %. Si desglosamos los datos de los países europeos, se estima que en ese momento Alemania, Francia y el Reino Unido habrán descendido varias posiciones en la lista de países más poderosos y que el top 5 estará ocupado por China, Estados Unidos, India, Indonesia y Brasil. Ello representa la consolidación de un mundo multipolar, en el que el predominio de Occidente habrá desaparecido.
En otros aspectos, Europa también encontrará altas dosis de rivalidad. Se calcula que su dependencia energética será del 70 % en 2030, que su población representará el 5 % del total mundial en 2060 (en comparación con el 25 % que representaba en 1900) y que ningún país europeo tendrá más del 1 % de la población mundial por esas fechas. En materia de defensa, el mundo será testigo de una creciente militarización, pero la contribución europea será reducida. En 2045 los Estados Unidos, China, India y Rusia serán los países que más gasten en defensa, con el Reino Unido, Francia y Alemania tan solo desembolsando 258 miles de millones de dólares en defensa. El agregado de Estados Unidos, China, India y Rusia representará un total de 3.554 miles de millones de dólares, es decir, 13 veces más.
La Estrategia Europea de Seguridad (EES) de 2003 se redactó desde la premisa que la unión hace la fuerza. Consciente de que, mirando al futuro, todo país europeo será pequeño sin importar su glorioso pasado, la EES afirmaba que, la UE “como unión de veinticinco estados con más de 450 millones de habitantes y la cuarta parte del producto nacional bruto mundial, (…) es, inevitablemente, un actor de envergadura mundial”. El peso del argumento estaba puesto en la necesidad de actuar unidos, convencidos de que la capacidad de atracción de la UE como poder blando multiplicaría su influencia mundial.
Eran tiempos optimistas, como refleja su conocida frase de apertura “Europa no ha sido nunca tan próspera, tan segura ni tan libre”. El sentimiento de la época era que la UE representaba una manera distinta de ostentar el poder a escala global y que su modelo de integración regional podía ser replicado en otras regiones del planeta. A pesar de que la UE ya supiera que iba a perder influencia en términos económicos, de población y militares, asumía que su capacidad de atracción podría compensarlo siempre y cuando actuara unida en la escena internacional.
El optimismo de la EES ha dejado paso a una realidad bien distinta. La publicación de la Estrategia Global (EGUE) en 2016 refleja una posición mucho más cauta por lo que se refiere al atractivo de la UE a escala mundial. Ello es consecuencia de la consolidación de la multipolaridad, con las nuevas potencias ya emergidas, y de una pérdida de confianza en el destino del modelo de integración europea. Como consecuencia de las crisis internas (del euro, de refugiados, el Brexit y los populismos en muchos países), la UE ya no se siente tan próspera, tan segura ni tan libre. Hoy, en cambio, predomina la sensación de que “los objetivos, e incluso la propia existencia de nuestra Unión están en entredicho”, como reza la primera frase de la EGUE.
El paso del poder normativo de la UE, representado por la EES, a una visión más realista de su contribución en el mundo se refleja en los objetivos de la acción exterior. En lo alto de las prioridades de la UE está hoy fomentar la resiliencia de nuestras sociedades y de la de nuestros vecinos, con el objetivo de evitar los “spillover effects” de las crisis que proliferan en nuestro vecindario. También reconocemos que la promoción de un multilateralismo efectivo, como rezaba la EES, debe dejar paso a un nuevo modelo de gobernanza internacional para el siglo XXI, en el que se acomode el auge de las nuevas potencias. Y en vez de promover réplicas de la UE a escala mundial, optamos por la consolidación de “órdenes regionales cooperativos”, en los que el modelo europeo no tiene por qué ser el ejemplo a seguir.
Este baño de realidad no hace disminuir la necesidad de actuar unidos, sino más bien lo contrario. En un mundo en el que la UE debe competir con el resto de potencias internacionales y en el que distintas crisis han hecho mella en su autoestima, su política exterior es algo que sus ciudadanos aún ven con buenos ojos. Éstos son muy conscientes de que, vivan en Berlín o en París, el poder de sus estados en un mundo que vira hacia el este es reducido. No en vano la política exterior de la UE sigue gozando de la confianza de un 65 % de los ciudadanos europeos. El 75 % de ellos también desea un mayor protagonismo de la política de defensa común, según el Eurobarómetro.
La UE surgió de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial para evitar que la historia se repitiese. Hoy no es necesario que otra hecatombe arrase nuestro continente para darnos cuenta de que, sin una mayor proyección conjunta, su papel global irá menguando progresivamente. Por mucho que parezcan lejanas, las crisis que azotan nuestro vecindario y la creciente competición a escala global pueden tener serias consecuencias para nuestro bienestar y modelo social. Por qué no añadir entonces una robusta política exterior y de defensa común en la lista de prioridades para que los europeos vuelvan a enamorarse de su proyecto común.
Pol Morillas es investigador principal para Europa del CIDOB (@polmorillas)
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