Película: Los idus de marzo

PEP PRIETO

Decir “cine político” es un oxímoron: todo cine es político. Pero si hablamos de cine sobre política, entonces incluso lo podemos diferenciar en dos tendencias: una, la resultante del efecto Aaron Sorkin en la ficción moderna, es la que idealiza los oficios y se centra en sus avatares cotidianos, que habla de las flaquezas humanas sin dudar ni un ápice de la integridad de las instituciones; la segunda, heredera de un determinado cine de denuncia de los 70, habla de cómo las instituciones acaban siendo el reflejo de las bajezas de quienes las gobiernan.

A este último apartado pertenece una de las mejoras reflexiones que sobre el debate entre política e imagen se ha rodado desde los tiempos de “El candidato” de Michael Ritchie: “Los idus de marzo”, de George Clooney, significativamente uno de los hombres orquestra (actor, productor, coguionista y director de la película) que mejor entronca con los cineastas de los 70, de Pollack a Pakula pasando por Schlesinger.

Con una asombrosa contención dramática, “Los idus de marzo” cuenta cómo Stephen Meyers, asesor de un candidato a las primarias demócratas, descubre que la lealtad es un concepto muy frágil en su trabajo y, lo más importante, la distancia que separa la vida privada de un político de su imagen pública. O, dicho de otra manera, cómo un profesional de la comunicación política puede acabar traicionando sus valores cuando sus métodos se vuelven tan o más oscuros que aquellos que cree combatir.

Es, el de Clooney, uno de los filmes que mejor resumen una idea fundamental: los mecanismos de representación de la política son, finalmente, los mismos de la ficción. Por eso mismo la cinta se abre literalmente en un escenario (el que acogerá un debate al cabo de unas horas) y se cierra en otro, por eso asistimos a constantes “ensayos” de discursos, pero pocas veces a la pronunciación o consecuencias de los mismos; y por eso Meyers, cuando dice al político lo que sabe de él para recuperar su trabajo, lo hace en una cocina, metáfora (explícita, pero muy efectiva) de que la verdad es lo se dice entre bastidores. Hay muchos más ejemplos: personajes que discuten detrás de un telón, correos electrónicos que se envían los pasajeros de un mismo autobús, conversaciones telefónicas que esconden donde están sus interlocutores.

El principal mérito de Clooney en “Los idus de marzo” no solo recae en la lucidez de trabajo como director, centrado en matices (a menudo perversos) sobre lo que hay de relatado y engañoso en la proyección pública del discurso político, sino en su nada convencional disposición a servirse de su propia imagen para dinamitar las expectativas del espectador. El público “confía” congénitamente en él como demiurgo de la historia, pero se encuentra, por el contrario, un personaje secundario, prácticamente insustancial, que solo toma la iniciativa cuando se trata mantener la apariencia que esconde una terrible verdad.

No es casualidad que ésta misma analogía sirva para radiografiar la degradación de la lealtad (una generación ascendente devora a la anterior escondiendo cadáveres en el armario), para criticar lo que hay de etéreo en la ideología (Meyers trabaja para el candidato porque “cree en él”, pero paradójicamente acaba teniendo fe en sí mismo) y para analizar las devastadoras consecuencias de tener más modos de comunicarse en tiempos de incomunicación (en el mundo “visible” hay teléfonos sonando a todas horas, en perfecto contraste con el silencio de la sala de espera de una clínica).

Conceptos, todos estos, que desembocan en una mirada perdida, la del gran Ryan Gosling, en esa escena final en que el telón está a punto de abrirse. Otra vez.

Pep Prieto es periodista, escritor y crítico de cine y series de televisión para diferentes diarios y medios de comunicación.

Publicado en Beerderberg

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