Michel de Montaigne

ROGER ROSICH

Mirando libros en una librería de viejo de Lyon encontré una pequeña sección dedicada a Michel de Montaigne, el padre del género literario del ensayo. Me detuve, y entre muchas variopintas ediciones de los Ensayos, encontré una biografía del escritor significativamente interesante.

Una biografía antigua de Montaigne escrita por Jacques Chaban-Delmas, el que fuera primer ministro de Georges Pompidou, alcalde de Burdeos durante decenios y presidente de la Asamblea Nacional francesa tres veces.

Chaban-Delmas escribió una biografía sobre un antecesor suyo al cargo de la alcaldía de Burdeos. El antecesor más importante de la historia de su ciudad. Y era una biografía eminentemente política, cuando la mayor parte de textos que había leído sobre él eran sobre su actividad literaria.

Chaban-Delmas, de alguna forma, conectaba a través de los tiempos, con aquel Montaigne político y escritor, y me descubría un Montaigne que ejerció de político, de diplomático y de consejero de monarcas.

Un Michel de Montaigne que relató mucho de la vida política pública, de la guerra, de las relaciones con otros países, de cómo hacer según qué parlamento… Un Montaigne cronista que escribió siempre con extremada cautela, afilando el ingenio y escribiendo más entre líneas que en las mismas, como todo escritor en tiempos de guerras.

Las guerras de la Francia de su tiempo, que confrontaban católicos y hugonotes (los protestantes franceses), y con las cuales Montaigne convivió la mayor parte de su vida. Era la Francia posterior al reinado de Enrique II, la de Francisco II, Carlos IX y Enrique III, los tres hermanos y breves reyes franceses, los tres tutelados por su influyente madre, Catalina de Médici. Una Francia llena de sangre, por la guerra y las enfermedades.

Esa era la Francia en la cual Montaigne fue político desganadamente. Y es que al morir su padre no sólo heredó el título de señor de Montaigne, también heredó un asiento al parlamento de Burdeos, llegando a ser de forma indeseada alcalde de la ciudad años más tarde.

Fue alcalde después de una intensa vida política, y tan bien ejerció el cargo que se le reeligió (cosa poco usual). Lo reeligieron por sus dotes de negociador y pacificador; dotes especialmente necesarias en tiempos especialmente convulsos en el sur-oeste de Francia.

Mucho antes, siendo un joven pequeño-aristócrata de provincias, llegó a la corte de París y pronto fue puesto en valor por su elevada y refinada formación y su buen hacer.

Cuando el joven Carlos IX asumió el poder le encargó misiones diplomáticas: viajaría a Suiza, Baviera, Venecia o Roma. Y lucharía también en algunas batallas. Se ganaría la confianza de la corte, su criterio sería escuchado. Iba y venía de su castillo gascón a petición de los reyes, que le pidieron consejo.

Los reyes de la casa de Valois encontraron en Montaigne una mente privilegiada, una capacidad de reflexión inaudita en tiempos de partidarios de la guerra. Montaigne fue una voz amiga del acuerdo político para resolver una guerra que confrontaba religiones pero también disputas dinásticas.

Asesorar tanto a Carlos IX como a Enrique III no fue tarea fácil. Eran personajes de un carácter que resumirlo en “complejo” es quedarse corto. Especialmente Enrique III, en su corte renacentista desmadrada, llevando la corte al frenesí barroco, sin intuirse todavía que un día llegaría un tal Luis XIV en su lugar. Un frenesí barroco quizás más cierto en su caso que en el del mismísimo “Rey Sol”, ya que la ferviente religiosidad de Enrique III conectaba más con la que venía de la Contrarreforma y todos sus tonos oscuros y sombras de devocionario.

Enrique III vivía en un sinvivir del ultra-pecado: disfrazándose, emborrachándose y apareciendo semidesnudo con sus amantes al lado (damas o caballeros de la corte indistintamente). Y a la vez por cada pecado venían otros tantos auto latigazos expiatorios y procesiones llenas de inciensos y velas.

No era corte para Montaigne.

Montaigne el filósofo, el austero, el prudente. Montaigne, que había leído y había constituido su mente a partir de los clásicos romanos estoicos y escépticos. Pero Enrique III, amante de las letras, valoraba su sólida opinión.

Quizás tampoco le gustaba la pomposidad de la pública homosexualidad del rey, y es que mucho se ha hablado y poco se ha escrito sobre la hipotética homosexualidad armariada de Montaigne y su especial y velada relación con el también escritor y pensador político Étienne de La Boétie.

Enrique III de Navarra sí era rey para Montaigne.

En un mismo periodo el rey de Navarra y de Francia eran ambos “Enrique III”, y cuando el primero murió, el segundo pasó a ser su heredero: Enrique IV de Francia, uno de los reyes más populares de la historia de Francia, y más queridos por la historiografía francesa.

Enrique de Navarra, un hugonote severo, de look puritano total black, era el rey de Montaigne. Éste lo conoció siendo rey de Navarra; y cuando pagando las misas católicas que hizo falta, obtuvo París, pasó a ser el rey de la reconciliación nacional y el rey al que prestó sus últimos consejos cuando fue necesario.

Montaigne vio en “el navarro” algo del estadista que deseaba ver como gobernante. Lo vio siendo rey de Navarra, reuniéndose con él como delegado de la corona francesa. Encontraría en él el gobernador conciliador que detendría el conflicto religioso que a lo largo de la mayor parte de la vida de Montaigne había provocado tanto odio y muerte a lo largo y ancho de Francia, y muy especialmente en su región, vecina al reino navarro; donde la familia real de Borbón habían tomado el protestantismo hugonote como réplica a la católica Francia de los reyes Valois o las Españas de los Habsburgo.

Montaigne, por su personalidad, era mucho más afín a Enrique “el navarro”; pero el pensador era católico, y un católico de postureo, con la necesidad de realzar que era un católico delante una parte de sus antepasados conversos.

Pero hasta cierto punto. Montaigne se agotó de sus viajes a París. Se sentía cómodo solamente viviendo en su castillo del Périgord, aislado en su torre, escribiendo. La vida mundana de París no suponía nada para él, aunque con Enrique IV llegara el monarca idóneo.

El escritor optó por prejubilarse con menos de cuarenta años, y es que lo que él quería era leer y releer a los clásicos, y escribir y reescribir sus Ensayos. Unos ensayos donde plasmaría una vida intensa y llena de motivos de reflexión.

Chaban-Delmas encontró en Montaigne un interlocutor a través de los tiempos. En Montaigne se pueden encontrar muchos Montaignes. Hay un Montaigne para cada lector y cada lectura distinta. Pero, sin lugar a dudas, hay un inmenso Montaigne para todo aquel que requiera de una biblia de reflexión personal y política. Montaigne siempre está ahí, y es el mejor mástil al que agarrarse delante de cualquier temporal.

Roger Rosich es consultor de comunicación y analista internacional (@RogeRosich).

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Publicado inicialmente en Beerderberg