La Unión Europea y la imagen de sí misma: la necesidad de un cambio urgente

ASTRID PORTERO

Dicen que la Unión Europea, desde sus inicios y cuando todavía no contaba con ese nombre, trajo la paz al continente. Tras dos guerras mundiales que acabaron con la vida de millones de personas, el proyecto europeo suponía una luz al final del túnel. Sin embargo, esa ansiada paz no llegó sin más: la mismísima CECA y su origen tuvieron detrás el esfuerzo de todos aquellos que iniciaron un proyecto que perdura hasta la actualidad. Y es un esfuerzo que merece ser tenido en cuenta, si consideramos el contexto histórico: nos mirábamos entre nosotros con recelo y desconfianza, cuando las fronteras nos hacían sentir protegidos del vecino.

La Unión Europea es un ejemplo en sí misma. No hay en el mundo ninguna región con un nivel de integración tan alto como el que disfrutamos en Europa. Aunque se trata, para muchos, de una unión meramente económica, lo verdaderamente interesante del proyecto es su aspecto político. Sin embargo, desde 2008, la Unión Europea no ha podido dedicarse a otra cosa distinta que achicar agua de un barco que estaba hundiéndose lentamente. La crisis financiera y la ausencia de un plan de acción claro por parte de Europa dejó constancia de algo que ya se había avisado: que la unión económica está bien, pero sin una unión política igual o más fuerte el proyecto está abocado al fracaso.

Desde entonces la Unión interpreta, al mismo tiempo, los papeles de héroe y de villano. Era héroe cuando inyectaba dinero en los bancos, tratando de ampliar la liquidez. No obstante, cuando la crisis financiera exigió, por parte de los gobiernos nacionales, la instauración de medidas extraordinarias de austeridad, el verdugo fue la Unión Europea. De repente, “los señores con traje de Bruselas” asfixiaban a los ciudadanos de a pie, que tenían que ver poco o nada con el caos desatado. El peor de los populismos encontró (y sigue encontrando) en Europa el contexto más favorable para expandirse, y la solidaridad entre países vecinos dio paso a políticas nacionales que limitaban la cooperación transnacional.

El Reino Unido es uno de esos ejemplos. El deseo del 51 % de la población de salir de la Unión Europea responde a un proceso complejo que nadie fue capaz de prever. Las distintas identidades nacionales del país, y más concretamente la inglesa, se han construido en gran medida en contraposición a una identidad europea. Para ellos, una identidad distinta a las ya existentes (con excepción de Escocia) no sólo es excluyente, sino que contiene cierto grado de amenaza. Por otro lado, prácticamente ningún gobierno británico ha estado interesado en una integración europea distinta a la económica y financiera; por tanto, la piedra en el zapato de un proyecto europeo más grande siempre fueron el Reino Unido y su negativa. Los británicos, de nuevo exceptuando a Escocia, nunca se han sentido demasiado entusiasmados con el hecho de pertenecer a una idea más grande que la británica; es más, pertenecer a la Unión siempre creó debate. Es por ello que la campaña a favor del Brexit tuviera tan fácil convencer de una decisión que a todos nos parecía una locura. Argumentos que llamaban al corazón de las víctimas de la globalización y de esa clase media olvidada y ahogada en la austeridad.

La campaña pro Brexit sirve como ejemplo perfecto de la manera en que se usaron argumentos que eran completas falacias, y la población lo creyó. ¿Por qué? En 2015, el Eurobarómetro [1] mostró que los británicos eran quienes menos conocimiento tenían sobre la Unión Europea: sólo un 27 % de los encuestados en el Reino Unido respondió correctamente a las preguntas relacionadas con el funcionamiento de las instituciones. ¿Casualidad? No lo parece. El Brexit mostró numerosas deficiencias de la Unión Europea en muchos aspectos y su necesidad de dejar de ser un actor pasivo que se dedica sólo a esquivar balas. No obstante, resulta urgente pararse a analizar el mayor peligro que reveló el referéndum británico: que cuando no hay conocimiento, recurrir a estereotipos es muy fácil y efectivo. Y que esos estereotipos, que tratan de simplificar con argumentos falaces realidades complejas, son el mayor enemigo de la Unión Europea.

¿Era verdad que el Reino Unido contribuía a los presupuestos europeos con 350 millones de libras semanales que podían ser usados para financiar el sistema sanitario británico? No [2]. ¿Es cierto que el futuro del Reino Unido fuera de la Unión Europea es mucho mejor? Está por ver, pero considerando que gran parte de la sociedad usa la palabra “parásito” para referirse a Europa, están convencidos. En la actualidad, un 44 % considera que votar a favor del Brexit fue una decisión acertada, y un gran 69 % (entre los que votaron “sí” y lo que votaron “no”) considera que la separación debe llevarse a cabo [3].

Que la Unión Europea es un parásito no es una idea aislada en el Reino Unido: recorre toda Europa, pero gracias al referéndum de 2016 es posible ver con claridad que una de las asignaturas pendientes de la Unión es darse a conocer mejor. Si bien la mayor parte de los europeos considera que su país está mejor dentro de la Unión Europea (un 58 % según los últimos resultados), también lo es que sólo un 40 % tiene una imagen positiva de la misma y un 42 % cree que su voz cuenta (en España ese número no llega al 30 %) [4]. Con algunas excepciones, el nivel de conocimiento sobre el funcionamiento de las instituciones europeas es bajo o muy bajo. Y estas cifras, en un proyecto que lleva tantísimo tiempo en marcha, son inadmisibles. ¿Sabemos qué ocurre en Europa? ¿Cuál es el día a día en las instituciones europeas? Si en el imaginario popular pueden existir unos señores en Bruselas que visten de traje que mueven los hilos sin compasión, es porque el conocimiento que se tiene sobre lo que ocurre en realidad es bastante vago. Y, aunque la confianza en la Unión Europea se encuentre en una tendencia al alza en todos los países, que no supere de media el 40 % es algo descorazonador. ¿A quién culpamos?

La Unión Europea tiene varios retos por delante. Entre ellos, definir el proyecto integrador a largo plazo y trazar una línea de rumbo fijo. Sin embargo, resulta más urgente volver a los orígenes y comenzar desde cero: que la gente sepa qué es la Unión Europea. Que se disuelva la idea de que Europa como institución es un ente supranacional opaco que tiene poco o nada que ver con el ciudadano de a pie y sus problemas. La globalización y las instituciones distintas a los gobiernos nacionales no son ninguna novedad, pero si logramos entender el alcance que tiene la Unión Europea en el día a día de los ciudadanos, quizá podamos comprender mejor el complejo mecanismo que se produce en todo momento, el esfuerzo entre gobiernos nacionales tan distintos entre sí para resaltar lo que une y respetar las diferencias.

Es cierto que un mayor conocimiento sobre la Unión y el funcionamiento de sus instituciones no tiene porqué traducirse, directamente, en un aumento de confianza. Pero si la Unión Europea se muestra abierta a darse a conocer y a recibir críticas constructivas en un proyecto por terminar, es más que probable que la ciudadanía se sienta parte de un todo que supera las fronteras de su país. Que “ser europeo” signifique lo mismo para todos, sin distintas velocidades o matices.

Debe haber más unión. Debemos dirigirnos hacia una mejor unión. Y debe ser una unión transparente y al alcance de todos. Si queremos que la Unión Europea siga adelante, no debemos dejar que los estereotipos ganen. No podemos permitir que un proyecto que es mucho más que la suma de sus miembros sea puesto en duda otra vez.

 

Astrid Portero es politóloga, analista política y escritora. (@astridportero)

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Referencias

  • [1] The Guardian, (27/11/2015), “Britons among least knowledgeable about European Union”.
  • [2] The Guardian, (10/06/2016), “Why Vote Leave’s £350m weekly EU cost claim is wrong”.
  • [3] YouGov, (29/03/2017), “Attitudes to Brexit: Everything we know so far”.
  • [4] Eurobarómetro nº 87, mayo de 2017.