La importancia de la voz en política

CAROLINA PÉREZ SANZ

Un líder político debería cumplir, al menos, estos tres requisitos: decir la verdad, tener conocimientos e inteligencia para hacer su trabajo, y ser capaz de ponerse en el lugar de los ciudadanos –los que le han votado y los que no–.

Todos dirán que los cumplen, por supuesto, si no, no serían líderes. Para demostrarlo, sin embargo, necesitan más que palabras.

Para demostrar a los votantes que son dignos de confianza, su voz y su forma de hablar deben estar en consonancia con sus palabras. Como se dice en inglés, “Hablar lo hablado y andar lo andado” (“Talk the talk and walk the walk”).

Sinceridad

Cuando digo la verdad, mis palabras expresan mis sentimientos, pensamientos o conocimientos. La única tarea de mi cerebro es, pues, elegir las palabras que mejor traducen mis ideas, y tejerlas en frases lógicas y comprensibles para el oyente. La materialización de estas ideas en sonidos de habla se produce de forma automática, y vocalizo con mi estilo habitual. Mi agilidad mental para elaborar el discurso es, también, la habitual.

Al contrario, la tarea neurológica de hablar faltando a la verdad es más indirecta y difícil. Mi cerebro tiene que, primero, esconder la verdad. Después, debe elegir las palabras con cuidado, puesto que deben llevar al oyente por un camino que lo aleje de la verdad.

Como mi cerebro está ocupado manipulando la primera máxima conversacional de Grice –“Intenta que tu contribución sea verdadera”–, pronunciar los sonidos del habla supera su capacidad de procesamiento. Así, las órdenes que llegan a mi sistema articulatorio son flojas, y mi articulación es cerrada, desdibujada. Hablo “con la boca pequeña”.

Cuando un político miente, se le nota. Como a todos. Se mete en jardines –Carlos Floriano hablando de Luis Bárcenas–, se esconde tras circunvoluciones retóricas y pantallas de plasma – Mariano Rajoy hablando de Luis Bárcenas–, pone voces raras –Esperanza Aguirre hablando de su incidente con la Policía Municipal [escuchar]–. O se ayuda con elementos químicos –Dolores de Cospedal hablando de Luis Bárcenas [escuchar]–.

Inteligencia

Un hablante que habla deprisa se percibe como más inteligente: si habla deprisa es que piensa deprisa.

Pero si las frases son cortas –con pausas frecuentes– y las pausas duran poco, parece nervioso, poco asertivo, y que el discurso está memorizado. O que está leyendo en modo “piloto automático”.

Si las frases son largas, y las pausas duran poco, el hablante parece inteligente, sí, pero tenso, crispado, incluso intransigente. Es el caso de Albert Rivera: suena capaz y preparado [escuchar], pero sus pausas, demasiado cortas, le dan un cierto aura de tiburón de los negocios desalmado.

Para demostrar su inteligencia, el político debe improvisar. Si no es capaz de improvisar –o no quiere hacerlo–, debe llevar el discurso tan preparado que lo pueda leer como si fuera espontáneo. Esto es, algunas frases deben ser más cortas y otras más largas, y tener construcciones gramaticales diferentes –atención, speechwriters–. Las pausas deben ocurrir en distintos contextos sintácticos. Y la velocidad de habla debe ser alta, con la mayoría de las pausas, largas –para que parezca que está pensando–.

Pero es crucial que la vocalización sea precisa: de lo contrario, el hablante puede parecer desorganizado y colérico, impaciente. O que oculta algo.

Empatía

La capacidad de empatizar se transmite, primero, por la capacidad del político de “digerir” el discurso que está leyendo. ¿Se implica en lo que dice, o lo dice porque lo tiene escrito delante? El discurso que refleja implicación emocional es cambiante: sus propias palabras producen en el hablante una cierta emoción.

El discurso evoluciona y la emoción puede ser otra en el párrafo siguiente. Al contrario, un discurso pronunciado a velocidad constante y con pausas de duración similar, suena frío y distante.

Las tres emociones que tienen cabida en los discursos políticos son alegría, tristeza e indignación. Cada una tiene unas características fonéticas particulares, en absoluto intercambiables –atención, Señor Rajoy–.

Alegría: el tono de la voz tiende hacia el agudo y las variaciones entonativas son fuertes. Las pausas son frecuentes y cortas, y hacemos ruido al inspirar, porque la emoción no nos deja abrir del todo los pliegues vocales. Tendemos a hablar rápido, y con frases cortas y simples.

Indignación: el tono de la voz también tiende al agudo –por la elevada tensión general– y hay poca variación tonal. Las pausas también son cortas. Sin embargo, las frases son más largas y de construcción más compleja. La articulación es rápida, y los movimientos de labios y mandíbula son fuertes y precisos.

Tristeza: el tono de la voz tiende hacia el grave. No hay apenas variaciones tonales. La voz suena apagada, sin timbre. Las pausas son frecuentes, y largas. Las frases son cortas, simples.

En política, es verdad que las emociones deben estar contenidas, pero solo hasta cierto punto. Hoy en día los votantes valoran la autenticidad por encima de todo. Una prueba: el último sondeo del partido republicano en EE.UU. arroja que Donald Trump obtiene el apoyo del 20% de los votantes (al segundo en la lista le apoya el 13%).

Los que apoyan a Trump valoran que cree en lo que dice, y dice lo que piensa sin importarle las consecuencias. Esto le convierte probablemente en un mal político, pero es eso lo que valoran los ciudadanos: que no sea un político.

Carolina Pérez Sanz es doctora en Lingüística Aplicada y experta en Foniatría. @carolinaper

Publicado en Beerderberg

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