La Europa de la ciudadanía frente a los mercados

JUANJO ÁLVAREZ

¿Es Europa una potencia en decadencia o emergente? ¿Representa Europa como construcción política un modelo de sociedad que, pese a sus defectos e imperfecciones, merezca la pena ser defendida? ¿Ha olvidado esta Europa política que su verdadera razón de ser somos los ciudadanos? Europa suscita más interrogantes que respuestas, porque vivimos en una época de transformación radical de nuestros marcos de referencia, provocada por una nueva realidad globalizadora emergente. Los Estados ya no tienen capacidad para abordar unilateralmente todos los problemas derivados de ese complejo mundo ni pueden resolver el conjunto de las necesidades de los ciudadanos. La Unión Europea ha de representar, por ello, la respuesta de estabilidad política, prosperidad económica, solidaridad y seguridad a las inquietudes y convulsiones que genera la globalización.

Con frecuencia se nos acusa a los europeístas de ingenuos perpetuadores de utopías irrealizables. Creo que el contexto europeo y mundial catártico actual, con una crisis sin precedentes y sin guion preestablecido, aporta argumentos adicionales importantes a favor de una necesaria profundización y avance en nuestro proyecto europeo común, como solución frente al errático devenir que podría derivarse de una atomización nacional de respuestas estatales territorializadas. Más que nunca es el tiempo de la política y en particular de la política europeo/comunitaria.

A pesar de los desencuentros puntuales y de los momentos de estancamiento, la Unión Europea viene configurándose como un proyecto de paz, libertad y justicia social, como una defensora de la multilateralidad y del diálogo entre culturas en los escenarios políticos mundiales, como un espacio de bienestar y compromiso social que apuesta por la cooperación. Por todo ello, es prioritario que la Unión Europea asuma un mayor protagonismo como actor global en el escenario internacional, más allá de la acción de sus Estados miembros.

Europa debe basarse no tanto en criterios de poder económico o militar, sino en la profundización de la cultura, la educación, la solidaridad, los valores democráticos y los principios que inspiraron la Declaración Universal de los Derechos Humanos. La Historia demuestra que aquellas instituciones o estructuras que han basado su poder en una relación exclusiva de superioridad o dominio han terminado por fenecer tarde o temprano.

Por el contrario, los ideales y los valores terminan calando lenta pero inexorablemente en la sociedad, generando un vínculo indestructible con el progreso de la humanidad. Así como el Renacimiento fue capaz de alumbrar un nuevo humanismo, del mismo modo que la Revolución Francesa supo elevar al ser humano a la condición de ciudadano libre, Europa debe responder a los retos del siglo XXI con valentía y de forma innovadora.

En estos tiempos de incertidumbre, Europa se encuentra en una situación inmejorable para impulsar a escala mundial una nueva organización social y política basada no ya en intereses, sino, sobre todo, en valores. Nunca había coincidido en un espacio geográfico tan reducido un desarrollo socioeconómico, una consolidación democrática y una diversidad cultural tan extraordinarios como los que se dan actualmente en la Unión Europea.

Por primera vez comienza a ser una realidad en el continente europeo la convivencia pacífica y respetuosa de religiones, lenguas, culturas, instituciones, costumbres y tradiciones muy variadas. Una diversidad que está alcanzando en el momento actual, y como consecuencia de los procesos migratorios, una intensidad realmente extraordinaria que debemos valorar positivamente como factor de dinamismo, ya que contribuirá a enriquecer y fortalecer la identidad europea. La cicatería mostrada en esa casi obscena definición de “cuotas” de refugiados por estados demuestra qué lejos estamos de alcanzar una actuación coordinada en ámbitos que deben sentar las bases de una nueva identidad europea.

Necesitamos un nuevo y verdadero pacto constitucional europeo respetuoso con todos los derechos fundamentales y que otorgue un protagonismo real tanto a las personas y a las organizaciones de la sociedad civil europea como a las entidades que conforman esa realidad plural y diversa que es Europa.

Para volver a recuperar y compartir este proyecto europeo con los ciudadanos no hay otra vía que reiniciar la construcción de una auténtica federación de naciones, una Europa donde el “demos”, el sujeto político protagonista, deje de estar anclado de forma exclusiva y excluyente en los estados, cuyo egoísmo e inercia intergubernamental están convirtiendo en mera quimera el sueño europeo, y se transfiera protagonismo político y decisorio a los pueblos y naciones que integran la diversidad europea.

Tal y como ha señalado Philip Stephens, la solidaridad siempre ha estado en el corazón del proyecto europeo, basada en un realismo interesado. Para que la Unión sobreviva a la crisis actual, que ha gripado ese viejo motor de la solidaridad, debe refundarse superando anquilosadas estructuras institucionales, trabajar superando auténticos “dinosaurios” burocráticos que frenan todo intento por aportar savia nueva al proyecto europeo.

Tal y como la definió brillantemente Jacques Delors, nuestra Europa unida es un OPNI (objeto político no identificado), una Europa sumida en la incertidumbre con respecto a las rutas que pueden seguirse para su integración: mediante la unificación de los mercados o mediante la construcción de una unión política con vistas a una futura federación. La situación actual es producto de esta problemática y de la elección realizada por la Unión. Europa apostó por el mercado, pues consideró que esta forma de integración era satisfactoria. Nos dejamos llevar por la ilusión de que el mercado comunitario lograría aquello para lo que los políticos europeos no estaban preparados: crear una unión política a través de los vínculos económicos.

Renunciamos a crear instituciones políticas sólidas. Luego, sin que sorprendiera a nadie, llegó la crisis y la Unión resultó ser muy vulnerable políticamente. Y en cuanto a los mercados, que se suponían que favorecerían su integración, hoy la pisotean y tratan de reemplazar a la política como centro de toma de decisiones en Europa.

El punto débil de la UE radica en haber dado preferencia a los mercados con respecto a la política; y ello no sólo la vuelve impotente ante la crisis, sino que sobre todo le impide pensar en el futuro. La clase política dirigente afirma que quiere “calmar” a los mercados, pero de forma que los mecanismos sigan intactos y que después de la crisis, esos sacralizados mercados ocupen de nuevo el lugar de la política y de la integración política.

Ahí radica el mayor problema en nuestras sociedades europeas: los dirigentes políticos gobiernan cada vez menos, dejando un gran vacío en el lugar del ejercicio del poder a la antigua usanza. Vivimos en una democracia dispersa e individualizada, donde el “sálvese quien pueda” triunfa, en la que a los dirigentes les cuesta determinar con claridad los objetivos de una comunidad ciudadana. Y crece el sentimiento de alejamiento entre los dirigentes y los ciudadanos, y el poder y la política en general escapan de las manos de los líderes políticos, sin que llegue a los ciudadanos.

Nuestra Unión Europea es una expresión flagrante de estas tendencias. Con el incremento dramático del paro, sobre todo entre los jóvenes, la Unión Europea ya no es la garantía de una vida decente y estable. El Estado del bienestar europeo, uno de los pilares tradicionales de la democracia, sufre un desmantelamiento progresivo. Las crecientes desigualdades avivan la ira. El miedo a la pobreza y a la degradación social se extiende incluso a las sociedades relativamente inmunes a la crisis. Carecemos de ideas sobre cómo salir indemnes.

En este contexto, la mejor opción es volver a los orígenes, en este caso, a los de la Unión. La Europa unida era desde el inicio el proyecto político de la unificación del continente. Un proyecto para construir una federación de naciones en torno a un proyecto de futuro compartido. Hay que construir una federación de naciones. Una buena parte del poder se confiaría a la UE, bajo el control de las naciones. Resulta vital esta inversión de la relación con la Unión, que hoy escapa al control de los pueblos.

La Europa unida se construyó con la voluntad de los pueblos, de los que sin embargo se ha desviado. Sólo logrará sobrevivir si los recobra. Hoy no sólo se trata de salvar el crecimiento económico, sino también, o, quizás sobre todo, de salvar la democracia de la Unión. Los ciudadanos europeos son los únicos que pueden hacerlo y lo harán si están convencidos de que merece la pena. Si se les propone un futuro y una política justa.

En muchos sectores académicos e intelectuales europeos se cuestiona y debate la idea de ciudadanía unida a la de nacionalidad por ser considerada una herencia ya superada del modelo liberal y decimonónico de Estado, hoy día obsoleto e inviable. El filósofo alemán J. Habermas pertenece a esa corriente de pensadores que propugna desconectar la noción de ciudadanía de la nacionalidad y contrapone a tal binomio el de “ciudadanía e identidad nacional”.

El lema europeo, tan precioso como utópico (necesitamos perseguir utopías para alcanzar nuestros sueños), afirma estar “unidos en la diversidad” y debe permitirnos construir un modelo de ciudadanía y de relación con otras realidades nacionales y culturales congruente y respetuoso con los derechos humanos, que nos permita transigir, convivir y dialogar con las minorías culturales internas y con las diversas concepciones del “ser” y del “sentir”. La uniformidad cultural, la armonización y la homogeneización forzada debilitan toda construcción nacional, sea estatal o europea.

La identidad de las naciones es más fuerte cuanto más apueste por ser abierta, integradora y respetuosa con sus diferencias interiores. Una nación cívica debe basar su fuerza en una concepción inclusiva de la identidad, como sociedad de ciudadanos, que valora su pluralismo interno y su complejidad social. Una Europa de los ciudadanos y para los ciudadanos.

¿Qué nos falta? impulso y liderazgo político para materializar una Europa que ilusione a sus ciudadanos. Ante la crisis y el desconcierto institucional cabe reclamar, sin duda, más Europa, pero con una mayor profundización en los valores del modelo europeo de sociedad. O nos integramos más o nos desintegramos como proyecto político europeo. El reto merece la pena.

 

Juanjo Álvarez es catedrático de Derecho Internacional Privado de la UPV/EHU y secretario de Globernance.

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