Jean Jacques Rousseau

ENRIC FERNÁNDEZ GEL

Jean Jacques Rousseau (1712-1778) fue un filósofo francés aficionado a la botánica y a nadar contra corriente. Mientras todos los ilustrados cantaban alabanzas al progreso de las artes y las ciencias, él consideró que dicho progreso en realidad nos esclavizaba. Rousseau defiende que el hombre es bueno o inocente por naturaleza (un buen salvaje) y que es la civilización la que lo vuelve malo.

En este sentido, habla de un estado de naturaleza en el que el hombre, guiado por sus sentimientos naturales, vivía en plena armonía social con sus semejantes. No debemos entenderlo, sin embargo, como una realidad histórica, sino más bien como una hipótesis comparativa para explicar la corrupción actual del ser humano. Al hombre primitivo, inocente, incontaminado, Rousseau opone el hombre histórico, que es el hombre de hoy en día, cuyos sentimientos naturales han sido corrompidos por la civilización, por su educación, sus normas, sus máscaras. El hombre histórico es la degeneración enmascarada, que bajo la hipocresía de las buenas maneras ha pasado a preocuparse sólo por la riqueza y el poder.

¿Cuál es el origen de esta caída? La propiedad privada. La propiedad privada es el origen de crímenes, guerras, asesinatos, miserias y horrores varios. En el estado de naturaleza, todos los hombre son iguales y lo poseen todo en común. Las desigualdades, origen de toda corrupción, empezaron el día en que alguien valló un trozo de tierra y dijo: “Esto es mío”. Con la propiedad, nos encontramos con que unos son más libres que otros, más capaces que otros y, por tanto, los hombres dejan de ser iguales.

El origen de toda lucha, pues, está en la propiedad y no (como pensaba Hobbes) en la naturaleza humana, que es buena en sí misma. Desde esta base, Rousseau criticará las propuestas políticas tanto de Hobbes como de Locke, porque dirá que sólo benefician a los propietarios, a los ricos, perpetuando desigualdades sociales profundamente antinaturales.

Sin embargo, aunque lleva a cabo una crítica devastadora de la sociedad actual, Rousseau fue siempre un radical optimista, pues al fin y al cabo lo natural en el hombre es la inocencia. La corrupción es cultural, artificial, construida y, por tanto, se puede deconstruir. ¿Cómo? Reformando la sociedad a través de un pacto social que lo regenere todo, estableciendo un nuevo orden similar al estado de naturaleza. Construiremos la sociedad sobre bases nuevas, partiendo de un acuerdo o contrato social, que debe estar basado en el consentimiento.

Si Hobbes proponía un pacto de sumisión a un tercero, que será soberano absoluto, Rousseau propone un pacto de unión entre iguales. Gracias a este pacto recuperaremos la libertad natural perdida, aunque no como libertad natural (porque ya no podemos volver atrás), sino como libertad civil. Empezando por el hombre natural y pasando por el hombre histórico, alcanzaremos el tercer estadio donde el conflicto se resuelve: el hombre civil.

El nuevo orden social debe estar basado en la renuncia altruista de los beneficios privados en favor de los intereses colectivos. De este modo surge la voluntad general, a la que todos deben someterse. Ya no nos sometemos a un soberano, sino a la colectividad, al bien común del conjunto, distinto de la suma de bienes particulares. Y es que la voluntad general no es la suma de las voluntades de todos los individuos, sino una voluntad única, diferente, que es la voluntad del cuerpo social, de la sociedad entera considerada como un único individuo. Esta voluntad quiere aquello que es bueno para el pueblo, que es el único sujeto soberano.

Esta voluntad se expresa en leyes que deben ser obedecidas por todos. De este modo, cada uno se obedece a sí mismo, porque obedece a lo superior que hay en él: la voluntad de lo común. La libertad civil consiste precisamente en esta obediencia: en la obediencia a uno mismo en la ley. Hoy se oye mucho que la desobediencia es el único camino hacia la libertad. Rousseau discreparía: sólo la obediencia nos hace libres. La obediencia, eso sí, a la voluntad general.

Es crucial, entonces, despejar posibles equivocaciones, para tener claro qué tenemos que obedecer y qué no: la voluntad general, dice Rousseau, no es lo mismo que la voluntad de todos. La voluntad de todos es una suma de voluntades particulares, que no alcanza sino el bien particular de alguna facción de la sociedad, aunque sea mayoritaria. La voluntad general, en cambio, es tal sólo en la medida en que alcanza el bien común. No se identifica, por tanto, sin más con la opinión mayoritaria, ni la opinión mayoritaria constituye, simplemente por ser mayoritaria, la voluntad general. La voluntad general, la opinión que en verdad da con el bien común, puede perfectamente ser minoritaria. Si perdemos este matiz, abrimos la puerta al populismo que apela al “pueblo”, pero no al bien común.

¿Cómo se alcanza, entonces, la voluntad general? En este punto, lo que Rousseau propone se parece bastante al funcionamiento de una democracia directa de tipo refrendario. No puede ser una democracia representativa, porque la voluntad general no puede ser representada: debe alcanzarse, por tanto, por medio de la votación directa del pueblo en referéndum.

Pero para que la votación dé como resultado efectivamente la voluntad general (el bien común) y no simplemente una voluntad de todos (una voluntad particular mayoritaria que se imponga al resto), deben cumplirse al menos dos condiciones:

  • Primero, tiene que haber una deliberación pública en la que participen todos los ciudadanos y donde cada uno se comprometa a mirar exclusivamente el interés común y no su interés particular.
  • Segundo, después de la deliberación, cada uno debe formar su propia opinión en solitario, consultando con su conciencia. De este modo se evita la formación de facciones que pudieran pelear por su interés particular.

Si esto se hace así, la voluntad mayoritaria coincidirá, la mayoría de las veces, con la voluntad general y alcanzará el bien común. Entonces todos deberán obedecer la decisión, incluso los que votaron en contra, porque esa es la decisión que en el fondo ellos también tendrían que haber querido.

Para terminar, Rousseau nos advierte de que todo esto está amenazado por el absentismo. Cuando los ciudadanos se “ausentan” de lo público y pierden interés en la política, lo público termina por ser secuestrado por el gobernante, que cada vez con más frecuencia hará pasar su voluntad particular por la voluntad general. Lamentablemente, toda forma de gobierno tiende a degenerar de este modo. Pero está en nuestra mano luchar contra esta tendencia.

 

Enric Fernández Gel es Doctorando y apasionado por la filosofía. Divulga el pensamiento en YouTube (“Adictos a la Filosofía”) y donde haga falta. (@filoadictos)

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Material de apoyo:

  1. Luis Fernández y Mª Jesús Soto, Historia de la filosofía moderna, Pamplona, Eunsa, 2012.