Francisco: un peronista en el Trono de San Pedro

MARTÍN SZULMAN

“Milagro argentino: un peronista en el trono de San Pedro”. Así titulaba el editor general adjunto del diario Clarín, Ricardo Roa, el 14 de marzo de 2013, una columna en la portada del diario de mayor circulación en la Argentina, el día después de que el cónclave compuesto por 117 cardenales electores eligiera como máximo representante de la Iglesia Católica al entonces arzobispo de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio, conocido como «Padre Jorge» para muchos porteños.

El título de Roa no era menor, ni mucho menos azaroso o incluso ingenuo. Bergoglio había participado en su juventud en algunos círculos del peronismo, particularmente en Guardia de Hierro, una organización política, pero no militar —a diferencia de su opositora, la guerrilla urbana peronista Montoneros—. «Guardia», en cambio, no adhería a la vía armada y revolucionaria del peronismo, sino que estaba dedicada a la formación de cuadros políticos, o en los términos de la propia organización: de cuadros integrales. Acusada muchas veces de ser “de derecha”, formó numerosos y diversos cuadros que variaron en el amplio espectro ideológico del peronismo, pero siempre mentes muy lúcidas, integrales. Y de los que, el hoy Sumo Pontífice, no fue la excepción.

«Devoto de Borges y Marechal, Bergoglio es también un intelectual», Jorge Mario Bergoglio, a sus 21 años, decidió convertirse en sacerdote e ingresó en el seminario del barrio porteño de Villa Devoto, donde fue ordenado sacerdote en 1969. Desde entonces construyó un perfil sumamente político y considerado en los círculos eclesiásticos como un sacerdote de centro progresista, un intelectual propio de su formación jesuita y con una porteñitud difícil de disimular.

Esta orden, que fundó San Ignacio de Loyola, es comúnmente catalogada como la de los «intelectuales» de la Iglesia y fue relegada durante el papado de Juan Pablo II, para darle más poder y espacio al Opus Dei, la derecha del clero. Otra Iglesia, otro mundo, otros tiempos.

 

Un Papa peronista

 

Aquel 13 de marzo del 2013, desde el balcón central de la fachada de la Basílica de San Pedro, emulando al mítico balcón de la Casa Rosada desde donde Juan Domingo Perón y Eva Perón dieron históricos discursos, el recién bautizado Francisco dijo —con picardía argentina—, “sabéis que el deber de un cónclave es dar un obispo a Roma y parece que mis hermanos cardenales han ido a buscarlo al fin del mundo, pero ya estamos aquí”. Y, mientras una multitud lo vitoreaba en una colmada Plaza de San Pedro, en la Argentina ya se ponía en práctica una vieja costumbre peronista: la disputa e interpretación del líder.

A partir de allí, cada gesto, cada palabra, fue sujeto y objeto de disputa por su interpretación. Lo simbólico en la política —más aún en estos casos— opera con demasiada fuerza.

El kirchnerismo —que muchas veces atacó y criticó a Bergoglio— corrió rápidamente a Roma en busca de estrechar una nueva relación, reivindicando su pasado y formación peronista y su vocación por construir una Iglesia pobre y para los pobres. Una especie de «Bergoglio no, Francisco sí».

A la vez que, también, todo el arco político argentino compraba boletos de avión para Roma en busca de la mejor foto con el Papa Argentino, algo que —según trascendió en la prensa argentina— molestó al electo Papa, promotor de la austeridad. Por esos días, incluso, algunos genocidas de la última dictadura cívico-militar argentina (1976-1983) lucieron pequeñas insignias con los colores de la Santa Sede durante un juicio por delitos de lesa humanidad ocurridos durante aquel sangriento período. Mientras tanto, el centro de la capital porteña, pocas horas después de aquel 13 de marzo, amanecía con carteles que rezaban «Francisco: argentino y peronista». Todos, sin importar la identidad política, se lo reclamaban.

“Cómo será de grande el peronismo, que un discípulo de Perón, un militante del peronismo en su juventud es Papa”

 En los barrios más pobres de la Argentina, Cristina Kirchner —el kirchnerismo— nunca pudo generar un nivel de adhesión e identificación tan alto con la imagen de su esposo, el fallecido expresidente Néstor Kirchner, como sí consiguió Hugo Chávez en las laberínticas barriadas de Caracas. En esos rincones del área metropolitana de Buenos Aires, en cambio, sí le rezan a Perón y a Evita, a San Cayetano y al Gauchito Gil. Tras cinco años de pontificado, en esas mismas paredes ya asoman imágenes del jesuita del barrio porteño de Flores; el papa de los más humildes.

La sola idea de un Papa argentino, en la región del mundo más con mayor cantidad de fieles, argentino y conocedor de los pasillos más estrechos de las «villas miserias», como se conoce a los barrios pobres de las grandes urbes argentinas, era una imagen muy difícil de enfrentar y mucho menos de regalar. Siendo Gobierno, pero también oposición.

Al asumir Mauricio Macri la presidencia, el peronismo, diezmado y derrotado, posó sus ojos en Francisco y comenzó a mirarlo como el posible gran reconstructor del espacio político. A partir de entonces, el Papa pasó a ser visto como algo más que un poderoso líder religioso; ahora era una oportunidad para construir una nueva mayoría política.

Prueba de ello fue la visita del actual presidente Macri el 27 febrero de 2016, 79 días después de haber asumido y tras desbancar al peronismo que estuvo doce años al frente del país. Aquellas frías imágenes del efímero encuentro de 22 minutos cristalizaron la posición indisimulable del Papa argentino con el nuevo mandatario. Sin embargo, esto tampoco lo convertía en kirchnerista, pero sí suponía un fuerte gesto que le otorgaba un protagonismo y una centralidad única en la arena política argentina.

Si Juan Pablo II fue determinante en la caída del comunismo soviético, y en particular en Polonia, donde colaboró con el sindicato «Solidarność» (Solidaridad) de Lech Wałęsa, por qué no pensar que Francisco podría posar especial atención —y un pie— en la compleja política argentina.

 

La pelea por el Ausente

«Pero hay algo demasiado incómodo. Todos —‘buenos’ y ‘malos’— creen en lo mismo. Luchan por un ideal que se resume en un solo nombre. El de Perón, el del Ausente. Se trata, claro, de una guerra civil, y en este tipo de guerras todos dicen luchar por la patria, por la ‘misma’ patria. O más claramente: por una interpretación de esa patria (…) El ‘sentido’ está afuera. El ‘sentido’ es posesión del Ausente, que solía definirse a sí mismo como ‘Padre Eterno’. Llegamos al punto en cuestión: el Ausente ocupa el lugar de Dios. Todos creen en él, esperan su bendición, saben que cuando ‘vea’, cuando ‘sepa’, les dará la razón, y todas las muertes habrán tenido el sentido que las redimirá, que las hará tolerables. Pero no. El Ausente no viene, no ve, no habla».

Esta cita del prólogo escrito por el filósofo José Pablo Feinmann en la reedición de la obra «No habrá más penas ni olvidos» del fallecido Osvaldo Soriano expresa, en buena parte, la relación —y sus contradicciones— que debe cabalgar permanente y cotidianamente el Papa Francisco con la sociedad política y civil argentina. Como en aquella obra, hay un Ausente, y la disputa es —también— por el sentido y la interpretación.

Francisco, amplio y contradictorio —como el peronismo— se ha convertido en una figura política de la centralidad del sistema político argentino. A esta altura resulta difícil negar o refutar esa idea, pero sí queda planteado el —aunque no novedoso— interrogante: ¿Podrá Francisco y/o la Iglesia transformar esa mayoría social en una mayoría política?

 

Martín Szulman es sociólogo (UBA), máster en comunicación política (ICPS-UAB) y consultor en comunicación política en Ideograma (@martinszulman)

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