CONSTANZA PAREDES Y JORGE ARRUNÁTEGUI
Minutos después de la puesta de sol del domingo 28 de octubre, desde su mansión en Barra de Tijuca, Jair Bolsonaro, exmilitar de 63 años y congresista por el Partido Social Liberal, se dirigió victorioso al país vía Facebook live, luego de recibir los resultados que lo declaraban ganador de las elecciones presidenciales en Brasil.
Cuatro meses antes, desde el Hotel Hilton de la Av. Juárez, Andrés Manuel López Obrador, a los 64 años y en su tercer intento consecutivo, celebraba una victoria aplastante que lo elegía presidente de los Estados Unidos Mexicanos. Menos de una hora después del cierre oficial de las mesas, sus contrincantes políticos reconocían sus derrotas.
Once meses antes, Donald Trump, el millonario de 70 años, mundialmente famoso por un reality show, se dirigía a sus seguidores republicanos luego de ser anunciado como ganador de las elecciones en los Estados Unidos de América, en su segundo intento, desde un salón del Hilton de la Avenida de las Américas, en la ciudad de Nueva York.
Estos resultados demostraron que, en la región americana, ya no hay espacio para los escépticos políticos. A partir de la victoria de Trump y su escaso sentido de lo políticamente correcto, América Latina ha encontrado en López Obrador (AMLO) y Bolsonaro, figuras que marcan dos caminos posibles para los tiempos que vienen. Ambas figuras comienzan a desestabilizar el bien amado statu quo político e introducen (directa o colateralmente) nuevas variables al panorama político regional, desde dos polos discursiva e ideológicamente opuestos.
Consecuentes con ello, hemos visto campañas en donde la homofobia, la misoginia y la xenofobia, fueron moneda corriente (Brasil y Estados Unidos) o donde se apelaba a una campaña de miedo comparando al candidato con los regímenes dictatoriales de Latinoamérica (México). Todos ellos basaron además sus estrategias en el uso de redes sociales y aprovecharon al máximo las fórmulas de viralización de contenidos. Los líderes de los dos países más poblados de las Américas habían capitalizado para bien o para mal el poder de las fake news, teniendo como terreno fértil para la movilización de emociones, el sentimiento masivo de hartazgo de las personas sobre el establishment y la incapacidad de respuesta de los actores políticos tradicionales.
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Pero, ¿cómo entender este hartazgo ciudadano y la incapacidad de la política tradicional? Un punto de partida es el Latinobarómetro. Según su último informe, países como Brasil y México se mantienen sostenidamente por debajo de la media de la región con relación a su apoyo a la democracia. Perú también es parte de esa tendencia. Más aún, según el Democracy Index 2017[1], los tres países se encuentran en la categoría de democracia defectuosa (flawed democracy), experimentando año tras año caídas en dicho índice. Cuando los índices de apoyo a la democracia comienzan a decrecer es porque existen otros factores (delincuencia, corrupción, violencia, situación política, entre otros) que detentan sus bases y que son percibidos por la ciudadanía como dañinos para el correcto funcionamiento del sistema. Cuando más coexisten estos factores con el sistema democrático, más se debilita su percepción como un sistema óptimo de gobierno. En razón a ello, podemos constatar que, en el Latinobarómetro, en estos tres países, un tema crítico de preocupación (y que ampliamente influenciaron los discursos y banderas políticas de los candidatos en Brasil y México) es la corrupción. Como sugiere Lagos (2018)[2], la corrupción distorsiona la formación de élites políticas. Unido a ese escenario, la desconfianza en el sistema democrático nos conduce al imperio del voto sentimental en la época de la “posverdad”.
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En noviembre del 2016, la Universidad de Oxford eligió “posverdad” como la palabra del año, coincidiendo con las victorias de Trump, del Brexit en el Reino Unido y el fracaso del referéndum sobre el acuerdo de paz en Colombia. El concepto de posverdad alude al hecho que la verdad habría devenido en irrelevante para las personas, y son más bien contenidos cargados de emoción los que toman significancia. En este contexto de descrédito masivo por la verdad, las fake news son instrumentos poderosos en una lógica de redes sociales segmentadas y con facilidad para la viralización. McIntyre (2018)[3] señala que las fake news no son solamente noticias falsas, sino deliberadamente falsas para servir a un propósito ideológico ulterior, con consciencia sobre el impacto emocional en su público objetivo.
En este cóctel de la posverdad, debemos añadir los algoritmos que utilizan hoy las redes sociales, que han devenido en complejas fórmulas que toman elementos como la minería de datos y el machine learning diseñados para que el contenido que tenemos, cada vez que miramos nuestras pantallas de móvil, corresponda con lo que esperamos encontrar. De esta manera, paradójicamente, mientras más interactuamos, más nos encerramos en nosotros mismos, encajonándonos en cámaras de eco en las que vamos alejándonos de las discrepancias y de las interacciones críticas, y sólo recibiendo el contenido que más nos conforta y refuerza nuestras creencias.
Los artefactos actuales de comunicación (Whatsapp, Facebook, Instagram o Twitter) cumplen un rol amplificador del frame, el discurso y las fake news. En particular, en elecciones como las brasileñas o las norteamericanas, Twitter y Whatsapp constituyeron elementos clave para servir como cajas de resonancia cada vez más costumizadas, en los que los sesgos cognitivos se gatillan y refuerzan, a la vez que se aísla a los individuos en silos que les impiden contrastar argumentos o evidencias distintas a las que cada quién acoge. Así, las campañas hoy no sólo parecen haber incorporado como naturales elementos de fake news para desprestigiar al rival, sino también el despliegue de las contraestrategias. Así, en la reciente campaña electoral de AMLO, se lanzó Verificado[4] desde la organización ciudadana y periodística, con el fin de enfrentar las fake news y “alertar sobre promesas irrealizables”.
A ello hay que sumarle el sentimiento de hartazgo de las personas sobre establishment político y el trabajo de framing que realizan los candidatos en sus periodos electorales. Por ejemplo, en México se usó el framing de “la cuarta revolución”[5] y en Brasil se usó “la verdad”[6]. Estos framing también pueden responder a la naturaleza del poder del líder. Mientras en México, AMLO representa un conglomerado nuevo creado por él, en Brasil se erige un líder político que se apoya en su poder personal.
Indudablemente, hemos presenciado un voto mucho más emocional, no centrado en las banderas ideológicas, sino en la inmediatez, o en la sensación de ella, para resolver los problemas que hoy atañen al ciudadano, independientemente del ala ideológica (izquierda o derecha) a la que pertenezca el movimiento político. Este voto se realiza casi siempre en el marco de elecciones libres, democráticas y competitivas y en la cual, cuando un candidato gana, experimenta la satisfacción de haber vencido el sistema imperante y se deconstruyen mentalmente ante los ojos de la ciudadanía como cruzados de la nación, con la misión de salvar a la nación de la política (como la conocemos), tal como lo señala Lagos[7].
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Los procesos electorales que se aproximan en la región nos indicarán hacia qué lado nos iremos inclinando y cuál será el efecto que tendrán los modelos que impulsen Bolsonaro y AMLO, que parten de la ruptura con lo preexistente. Con distintos matices, es muy posible que las agendas nacionales prioricen la agenda anticorrupción, la seguridad y la economía, además de los efectos que sigan produciendo los altos flujos de migración.
En ese escenario, el 2018 ha sido un año excepcional en el Perú. El presidente Pedro Pablo Kuczynski presentó su renuncia frente a un segundo proceso de vacancia promovido por el Congreso a poco más de veinte meses de iniciado su gobierno. En marzo, Martín Vizcarra, el primer vicepresidente, asumió la presidencia. En su discurso a la nación semanas después, marcó una línea de política que priorizaba la lucha anticorrupción, en sintonía con las demandas de la opinión pública. Asimismo, puso en agenda un referéndum de reforma política, pese a la resistencia inicial del Congreso, cuyos resultados, en noviembre, evidenciaron el altísimo apoyo de la ciudadanía[8].
Los últimos meses, la revelación de cientos de audios relacionados con la gestión de intereses en el sistema de justicia condujo a la renuncia del presidente del Poder Judicial y a la investigación y captura de distintos actores políticos, así como a la remoción de los integrantes del Consejo Nacional de la Magistratura (responsable del nombramiento de jueces). Asimismo, y relacionado con investigaciones sobre lavado de activos, se produjo la prisión preventiva de la lideresa de la oposición Keiko Fujimori, por la supuesta gestión irregular de recursos vinculados a la campaña electoral del 2011. Y, a inicios de diciembre, el expresidente Alan García, investigado también por presuntos delitos de corrupción, recibió la declinación del gobierno uruguayo de asilarlo políticamente. Gran parte de este escenario, además, fue seguido en vivo vía streaming por la ciudadanía a través de JusticiaTV, el modesto canal del Poder Judicial, el cual se convirtió en el canal de mayor audiencia: restaurantes, centros comerciales y taxis se mantenían conectados a su señal por horas, mientras se escuchaban los alegatos del fiscal José Domingo Pérez. La sensación en las calles era de esperanza y de justicia.
Es imposible pronosticar con mínima certeza el escenario electoral peruano del 2021. Muy posiblemente fuera de carrera los candidatos tradicionales (Keiko Fujmori y Alan García, ambos terminando el año con una masiva desaprobación de la opinión pública) y vista la sorpresiva quietud mediática, al cierre de este artículo, de los candidatos que sorprendieron en las elecciones recientes (Julio Guzmán y Veronika Mendoza), no puede descartarse la ventana para candidatos extramuros. Perú no es extraño a este fenómeno desde el triunfo de Alberto Fujimori en 1990. Hoy, sin embargo, el ambiente es distinto. De un lado, los conservadores buscan sucesores a sus líderes –hoy en problemas con la justicia–, pero aún con capacidad de movilizar a través de movimientos religiosos (anti aborto, anti enfoque de género) y experiencia comprobada en viralización de contenidos. De otro lado, los sectores progresistas en estado de gracia por la sucesión de acontecimientos extraordinarios del 2018, pero sin liderazgo reconocido.
Así, a mitad de camino para la próxima elección presidencial, la euforia anticorrupción es un estado ciudadano inusual en un país políticamente desconfiado como Perú. A la vez, la exacerbación popular volatiliza la agenda, presiona por resultados de corto plazo y, sobre todo, se sobreexpone a los estímulos emocionales. De este modo, el apoyo popular a las medidas anticorrupción evidencia que, puede haber esta vez, una ventana de oportunidad no sólo para eludir, una vez más, la ola del populismo, sino incluso para aspirar a los valores que forjaron nuestra independencia hace casi 200 años. O, tal vez, no.
Constanza Paredes es Comunicadora. Máster en Comunicación Política y Corporativa. (@constipidi)
Jorge Arrunátegui Gadea es representante permanente y director de la Oficina de Perú de la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura. (@jarrunategui)
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[1]Democracy Index. (2017). Recuperado de https://infographics.economist.com/2018/DemocracyIndex/
[2] Marta Lagos, “El Fin de la Tercera Ola de Democracias”, Latinobarómetro, 2018.
[3] Lee McIntyre, Post-Truth, MIT Press, 2018.
[4] Verificado. (2018). Recuperado de https://verificado.mx/
[5] Bajo el lema “Juntos haremos historia”, AMLO se refiere a la cuarta revolución como la Cuarta Transformación de la vida pública, construida sobre la base de: la austeridad, democracia directa, cero tolerancia a la corrupción e impunidad, lucha contra la inseguridad, guerra contra la droga, manejo de los flujos migratorios a través de propuestas de retención de talento y creación de empleo, reforma energética, consolidar el comercio internacional, reducir de manera enérgica la pobreza extrema del país y promover una adecuada reforma educativa.
[6] A partir de la declaración mediática: “La verdad va a seguir iluminando nuestro país” Bolsonaro hace referencia a la toma de conciencia de los brasileños sobre los nexos entre el Partido de los Trabajadores (PT) y la corrupción. Esta narrativa es reforzada por el ingreso del juez Moro, considerado como un héroe de la lucha anti PT, a las filas del gabinete de Bolsonaro. Un acto simbólico que refuerza el lazo antipetista y consolida su construcción de la verdad a la luz de los hechos.
[7] Marta Lagos, “El Fin de la Tercera Ola de Democracias”, Latinobarómetro, 2018.
[8] En promedio, más del 87% de los votos válidos coincidieron con la posición adoptada por el Presidente de la República respecto de la conformación de la Junta Nacional de Justicia, la regulación del financiamiento a partidos políticos, la prohibición de la reelección inmediata de los parlamentarios y el rechazo al modelo de bicameralidad.