David Axelrod

ANA POLO

Parecía que la magia había desaparecido. Después de una campaña histórica y casi cuatro años extenuantes en la Casa Blanca, con brillantes avances y también algún que otro fracaso sonoro, la energía y el ímpetu escaseaban y la ilusión se había perdido. El Tea Party no les daba tregua, los estragos acuciantes de la crisis financiera todavía eran visibles, las mejoras que habían introducido no se acaban de notar y, lo que era peor, cundía la sensación de que eran “mucho ruido y pocas nueces”, geniales en la retórica, insuperables en la comunicación, pero flojos –escuálidos y decepcionantes– en los resultados. Y cuando gobiernas, lo importante son los resultados. Ya no valían promesas genéricas por muy electrizante que fuera el eslogan.

Hacía tan solo unos años que Barack Obama había arrasado en los comicios presidenciales; ahora, en 2012, los prospectos para su reelección parecían lejanos.

O eso pensaban todos. Todos menos uno.

El hacha

David Axelrod no es una persona que, a simple vista, parezca una máquina electoral de primera línea. Tiene una sonrisa afable, modales distinguidos y una voz suave. No viste a la moda y su ropa casi siempre está arrugada. Parece, simplemente, un tipo simpático y bonachón con el que tener una conversación agradable mientras ves un partido de la NBA o preparas hot dogs. Pero debajo de ese exterior de bonhomía, se esconde un cerebro de hierro, hábil, rápido y curtido en mil batallas políticas. Es una persona con una ética profesional intachable, un luchador que no se rinde nunca y que trabaja de sol a sol. A las siete de la mañana ya está en el despacho y no para de trabajar hasta después de las doce de la noche. Y el no parar es literal: es capaz de hablar por teléfono, comer y conducir al mismo tiempo. La puntualidad, eso sí, no es su punto fuerte. Todos reconocen que siempre llega tarde a los sitios.

Sus colegas le llaman “Axe”, abreviatura de su apellido, y también “hacha” en inglés. No es casual. Puede ser el tipo más idealista del mundo, pero también sabe sacar las uñas o, más bien, clavar un escalpelo directamente en la yugular sin inmutarse. Sin perder el pulso ni la sonrisa. El periodista David Mendell dijo de él que era capaz de cortarte el cuello, “pero lo hará tan delicadamente que no te darás cuenta, hasta que sea demasiado tarde, de que te está rebanando los sesos”. Hillary Clinton sufriría en carne propia este talento.

Creciendo en Camelot

Nació en 1955 en una familia judía en Nueva York, en el barrio obrero de Stuyvesant Town, en el Lower East Side, el bajo Manhattan. Su madre, Myril, era periodista en uno de los periódicos más de izquierdas del país, el PM; su padre, Joseph, era psicólogo. En 1960, cuando tenía cinco años, David vio a la persona que le cambió la vida: John Fitzgerald Kennedy, entonces candidato a la Casa Blanca, que estaba dando un mitin en Nueva York. “Fue mágico”, reconoció años más tarde. “Ahí fue donde se inició mi interés por la política”. Más que un interés, sería una obsesión.

De adolescente repartió octavillas en la campaña de Robert Kennedy, se enroló en Ciencias Políticas en la Universidad de Chicago y luego se enfocó en el periodismo, primero haciendo prácticas en el Hyde Park Herald y después en plantilla en el Chicago Tribune, periódico donde empezó en sucesos (y en el turno de noche) y acabaría como jefe de la sección de política.

Pero estar detrás de la barrera no le acabó de convencer y en 1984 se convirtió en el director de comunicación del senador de Illinois Paul Simon, y luego en su codirector de campaña.

Axelrod montó su propia consultoría, AKP Message and Media, con la que se forraría. Trabajó para un centenar de políticos, tanto de Chicago como del resto del país, casi todos ellos demócratas (trabajó para la campaña de Hillary Clinton del Senado en el 2000). Hubo dos campañas que, sin saberlo, le ayudarían años más tarde. Una fue la de la reelección de Harold Washington, el primer alcalde negro de Chicago; la otra fue la de Deval Patrick, el primer gobernador negro de Massachusetts, en 2006, para la cual Axelrod creó un eslogan: “Yes, we can”.

Axelrod frecuentaba el lugar de encuentro por excelencia para políticos y periodistas en Chicago: el Manny’s Deli. Allí fue donde Bettylu Saltzman, una activista de la ciudad que había trabajado para la primera campaña presidencial de Clinton en Illinois, le habló de un joven “community organizer” que le había dejado impresionada: Barack Obama. Obama había conseguido una auténtica proeza al registrar a un número récord de votantes negros para las presidenciales de 1992. “Ese chico va a ser el primer presidente negro de este país”, comentó Saltzman. Obama y Axelrod se conocieron al cabo de poco y comenzó una colaboración política que marcaría la historia. Cuando se vieron por primera vez, Obama tan sólo tenía 30 años y a lo máximo que podía entonces aspirar era a soñar con ser alcalde de la ciudad algún día.

La campaña que cambiaría la historia

Vista desde la distancia que da el tiempo, la carrera política de Barack Obama parece meteórica y sin un paso en falso. Vista en 2002, sin embargo, no parecía tan prometedora, ni tan siquiera tan halagüeña. Cuando se decidió a por un escaño en el Senado no tenía dinero, ni demasiados contactos, ni una estructura potente y, por si fuera poco, “su apellido rimaba con el del terrorista más famoso del mundo”, como dijo el analista David Gergen (“David Axelrod’s Believer”, NYTimes). Acaba de sufrir una sonora derrota en una campaña al Congreso y, aunque su currículum era notable (“community organizer”, profesor de Derecho Constitucional y abogado de Derechos Civiles) su nombre no sonaba demasiado. Sólo tenía ambición y determinación a raudales. El propio Axelrod le dijo que se lo pensara dos veces y que se olvidase del Senado. “Lo mejor es que esperes a que el alcalde Daley se retire e intentes ser alcalde de Chicago”, le recomendó.

Pero Obama no se rindió y convenció a Axelrod para que le ayudara. Obama ganó aquella campaña al Senado y, dos años más tarde, comenzó a fijarse en un objetivo político aún más ambicioso: la Casa Blanca. Axelrod, esta vez sí, fue un entusiasta desde el principio.

En ambos comicios, Axelrod hizo gala de su magia y se centró en lo que mejor sabe hacer: dar forma a un diamante en bruto.

David Axelrod tiene un talento innato: transforma biografías en armas políticas de primer nivel. A partir de las experiencias vitales de sus clientes, crea mensajes y narrativas imbatibles. Se sabe meter en la mente de los políticos, escudriñar sus motivos, estudiar sus ambiciones y encontrar sus puntos fuertes. Al final, acaba conociendo a sus clientes mejor que ellos mismos.

En el 2006, la comunicación política consideraba que las piezas biográficas de los candidatos, aunque importantes, no eran determinantes. Para las biografías ya estaba la prensa. La campaña –se creía– tenía que centrarse en mensajes con substancia política: establecer una gran narrativa basada en ideales y, a poder ser, en alguna idea tangible.

Axelrod, sin embargo, creía que la narrativa personal era la clave. O, al menos, lo sería con Obama. Para algunos, aquel movimiento sería revolucionario. Para las malas lenguas, sin embargo, era un gesto a la desesperada porque, a pesar del carisma y de las dotes de comunicación, Obama no tenía mucho que ofrecer: prácticamente no tenía experiencia política substancial, ni tampoco ideas que lo distanciasen de los que iban a ser sus rivales en las primarias demócratas.

Sea como fuere, Axelrod se encerró en un pequeño estudio de grabación días antes del martes, dieciséis de enero, que es cuando se iba a hacer oficial el anuncio de campaña. De ese estudio salió un primer vídeo que marcaría el tono de la campaña: Barack Obama se ofrecía como un “hombre de cambio”, que “era diferente al resto de políticos”, una mezcla perfecta de “idealismo y eficacia”, que “ofrecía esperanza” y que “iba a hacer historia”.

Claro que hubo alguna que otra sorpresa. Unos breves segundos del vídeo se centraban en el trabajo que Barack Obama había realizado cuando era joven como “community organizer” en Chicago, ayudando durante un breve tiempo a barrios marginales. La campaña no había dado mucha importancia al principio a esta línea del currículum de Obama y se había centrado en su paso por el Senado de Illinois y en su faceta como abogado de Derechos Civiles y profesor de Derecho Constitucional. Sin embargo, aquellos segundos fueron los que más resonaron entre algunos votantes. “No habíamos pensado que aquello fuese una parte destacada de su biografía”, reconoció Axelrod más tarde al The New York Times, “pero a la gente le encantó saber que Barack renunció a trabajos bien remunerados para trabajar en la comunidad”. La parte del currículum de Obama como “community organizer” se explotaría y explicaría hasta la saciedad.

Aquel primer vídeo, y prácticamente todos lo que lo siguieron, tenían una característica interesante: parecían obra de un amateur que se había puesto a hacer la edición en su casa, sin conocimientos ni medios adecuados. Las imágenes parecían hechas por aficionados que, simplemente, habían acudido a un mitin. No era casual: Axelrod cree que los vídeos excesivamente bien hechos generan desconfianza. “No son genuinos”, considera. Él optó por “un híbrido, que parecía un anuncio político pero que también podría pasar por una noticia de la televisión”. Le encantaba entrevistar a personas de la calle por azar e insertar sus frases en sus producciones (“añades autenticidad”).

“Cuando acabas de ver el vídeo”, reconoció un periodista del The New York Times, “no tienes ni idea de quién es Barack Obama como político, ni qué ideas tiene, más allá de que estar a favor del cambio, pero tienes la sensación de que lo conoces”. Axelrod había obrado la magia.

Una nueva visión

Desde el principio de la campaña, Axelrod optó por fórmulas tan revolucionarias que los periódicos no tardaron en hablar sobre él. “¿Tiene miedo de que sea otra vez la típica campaña de “nosotros contra los poderosos” que lleva sin funcionar mucho tiempo?” era una de las preguntas que más escuchó. Y no era para menos: desde Al Gore, las campañas demócratas no hablaban de otra cosa, siempre habían insistido en el mismo cliché… y los resultados ahí estaban. Un desastre. ¿Por qué esta vez iba a ser distinto?

La respuesta de Axelrod era siempre la misma: había que vender ilusión, no quedarse estancado en un debate técnico que nadie entendía y, sobre todo, había que trascender barreras ideológicas. El sectarismo, el “nosotros contra ellos”, no funcionaba. Anclarse en viejas trincheras de la izquierda ya no convencía. Los votantes querían consenso, unidad y una visión coherente y compartida de futuro. Lo que algunos politólogos comenzaron a llamar las “postideologías”.

Lo importante, para Axelrod, era el liderazgo, la capacidad de inspirar, elevar las mentes y hacer soñar con un mundo distinto. Líderes que superaran las barreras del pasado y nos condujesen a un futuro mejor.

Con los pies en el suelo

Ahora bien, ¿cómo se vende el liderazgo? Axelrod no sólo sabe hacer vídeos, también sabe gestionar los medios como pocos. Sus respuestas son precisas: no se sale nunca de los noventa segundos como máximo. Sabe colocar frases que luego se pueden insertar fácilmente en un vídeo o en una noticia. Sabe dar eslóganes.

Había un segundo aspecto en el que Axelrod también destacaba: estrategia y organización. Sabía transformar a unos centenares de jóvenes e idealistas seguidores en un ejército disciplinado y eficiente que coreaba al unísono proclamas estudiadísimas y diseminaba mensajes cuidadosamente escogidos. De las campañas de Obama se dijo que todo era espontaneidad y bottom up politics; que los grassroots se generaron solos y se organizaban sin seguir jerarquía alguna. No era cierto. De hecho, era todo lo contrario. Había horas de estrategia detrás, una gran cantidad de dinero invertida en organización y mucha materia gris invertida en crear mensajes, hacer spin y convencer a los periódicos.

Tercer aspecto: Axelrod sabe transformar los contratiempos en oportunidades. Cuando tu cliente tiene defectos, aprovéchalos para humanizarlo (“No rehuyas de los defectos, asúmelos y no intentes esconderlos”). Cuando tus oponentes te lancen sin piedad dardos negativos, no critiques la substancia, sino el tono (“No te metas con mensajes de tus oponentes, sino con la virulencia y la agresividad con que los lanzan”). Cuando tus oponentes insistan en centrarse en el pasado, tú céntrate en hablar del futuro (“Para los demócratas el futuro siempre vence al pasado”).

El ángel guardián

David Axelrod no sólo se convirtió en el director de Estrategia de Obama, sino en su amigo y confidente. Prácticamente cada noche durante la campaña de 2008, sobre las once o incluso a las doce, el móvil de Axe solía sonar con la música “Signed, Sealed, Delivers, It’s Yours” de Stevie Wonder. Era Barack Obama que, en la penumbra de la noche, era cuando mejor pensaba. Y en aquellas conversaciones nocturnas, robando horas al sueño, los dos hombres ideaban pasos a seguir, discutían sobre avances y retrocesos y soñaban sobre un mundo mejor y cómo conseguirlo. En el fondo, aunque ambos eran máquinas electorales de primer nivel (disciplinadas y siempre centradas en conseguir objetivos), también eran idealistas que querían cambiar el mundo, no sólo resignarse a intentarlo.

Obama confiaba en poquísima gente y, aunque la campaña del 2008 acabó atrayendo a millones de voluntarios, el círculo íntimo que rodeaba al candidato era mínimo y cerrado. Estaba Valerie Jarrett, David Plouffe (director de campaña), Robert Gibbs (director de comunicación) y Axelrod (director de estrategia). Obama, buen conocedor de campañas anteriores, sabía que muchas habían fracasado porque el círculo inmediato se había ampliado sin sentido, los roles no estaban claros y la cadena de mando era confusa. En su campaña habría una norma no escrita: “One in, one out”: si alguien quería acceder al sanedrín privado de Obama, alguien tenía que salir de él. El número se tenía que mantener intacto.

La lealtad que se tejió entre aquellos fieles escuderos llegó a ser inmensa. Normalmente, las campañas electorales pasan por diferentes fases donde es común que se cambien personas y se despida a algún asesor que otro por el camino. La campaña de Obama del 2008 también fue histórica en ese sentido: el grupo inicial de asesores siguió intacto hasta el final, y todos parecían llevarse bien.

Epílogo

Axelrod hizo historia junto a Barack Obama. Pero después de su segunda campaña presidencial, en el 2012, ya nada iba a ser igual. Aquella campaña le dejó un sabor agridulce. “Me habían malcriado”, escribió en sus memorias. “Sabía que nunca iba a trabajar para nadie igual. Todos los demás no estarían a la altura”.

 

Ana Polo es politóloga. Trabaja como Speechwriter en el Ayuntamiento de Barcelona. (@nanpolo)

Descargar en PDF

Ver el resto del monográfico “Veinte spin doctors que debes conocer