Un mundo Feliz: la felicidad es el germen de la resistencia

CARME VIDAL

Un mundo feliz, de Aldous Huxley, es la expresión máxima de la alienación humana. En el libro, Huxley urde un sistema sin margen para la resistencia. Absolutamente compacto, sin fisuras, con un régimen de obediencias difícil de subvertir. En este sentido, Un mundo feliz representa el final de lo humano, que no de la vida; y muestra el estupor que conlleva dicho estado de alienación a través de los diálogos de los personajes, que muestran este tedio. Huxley escribe el libro en 1932 y es testimonio de la visión de un tiempo que está por llegar: los totalitarismos.

Y, sin embargo, a pesar de las reflexiones que este libro abre en relación con la propuesta de análisis desde la teoría política, mi ambición es personal: desentrañar el movimiento que provoca la obra de Huxley en mi propio cotidiano. Os preguntaréis la razón de esta osadía: huir de la tentación de esconderme tras el discurso, fórmula sutil de alienación de estos tiempos que me convocan.

Así pues, regreso a las páginas de Aldous Huxley veinte años más vieja, con el peso de la decepción que este camino adulto me devuelve tras atisbar la trampa del malestar que se dirime en mi cotidiano: descubrir la rueda del hámster no significa escapar de ella. Del mismo modo que Bernard Max, pero en otro orden, pues mi sospecha nace de la emoción encarnada y no de su ausencia. La verdad que vivo no puede esconderse del cuerpo y de su malestar.

¿Qué imágenes propone Huxley en su libro que explican, 86 años después, este tiempo presente que nos convoca en reflexión, reprobación y crítica? En mi experiencia sobresalen dos: por un lado, la singularidad como error del sistema, por otro, la felicidad como germen de resistencia. Me explico. O lo intento. No se ha edificado todavía sistema que pueda cancelar la singularidad humana, a pesar de la articulación de mecanismos de obediencia y uniformización social, a pesar de la sofisticación de la ingeniería de alienación al servicio del sistema: la singularidad subyace, persiste y se manifiesta.

En este mundo, lo humano se inscribe, todavía, a través del ombligo. Cicatriz de la originalidad de cada uno, de cada una. La libertad como comienzo –en palabras de la filósofa Hannah Arendt– deviene manifiesta en el acto del nacimiento. Presupongo que los habitantes de Un mundo feliz han perdido el ombligo, símbolo del propio origen y lazo genealógico que fija los parecidos y le abre paso al azar de lo imprevisible. Y, si bien la reproducción de lo humano por otros sistemas es, todavía, una ficción, la obsesión por el control del cuerpo y la sexualidad de las mujeres es persistente y violenta.

Hasta la fecha, es a través de los procesos de socialización que se presume la cancelación de la singularidad humana, con la pretensión de sobrevivir de un sistema que compite con la vida y con lo humano. La intuición de Adolf Huxley, en 1932, es lúcida en cuanto nombra la perversión de un régimen ideado por humanos que, paradójicamente,  destruye la preciosa y precisa singularidad con la que nacemos. Ya que es esta singularidad primigenia el error que permite desprogramar al sistema.

Huxley plantea el sistema como organismo supremo que impone su latir y sitúa a hombres y mujeres en posición de esclavitud inconsciente, al servicio de sus intereses: la gran colmena humana, aunque sin reina. Obediencia y ausencia de conflicto. Orden. Abolición de todo lo disruptivo. Revocación de las emociones. Adoctrinamiento de las rutinas. Automatización de toda respuesta. Previsibles. Disponibles. Sin deseo.

En este punto, si bien los mecanismos de la sociedad que habitamos no disponen, todavía, de la perfección de la ciencia hipnopédica que Huxley describe, para imponer esta posición de fuerza, que diluye la singularidad humana a favor de la normativización social, existen en este tiempo muchos dispositivos que custodian y trasfieren los códigos de estandarización social: los lugares de lo académico, en todas las etapas y en todas las disciplinas; la publicidad; los discursos culturales y las televisiones; las redes sociales; los móviles… Es tarea imposible referirlos todos, minuciosamente, en este espacio. Dispositivos, aunque efectivos, no infalibles, no absolutos.

Y, a tenor de lo anterior, os pregunto: ¿cuántos dispositivos hemos detectado en el trayecto propio? ¿Cuántos mecanismos hemos desactivado para que el ser se abra paso y se desvista de este deber ser, aprehendido, sin demasiada consciencia? ¿Cuál ha sido el precio pagado por la normalidad? ¿Qué sanciones nos han sido impuestas por pretender ser, a pesar de no responder al modelaje de lo correcto? ¿Cuán grande es el rastro, el dolor y la desmesura de la obediencia al sistema? ¿Dónde quedo yo? El gran miedo de Adolf Huxley, la estandarización y, en consecuencia, la aniquilación de lo humano, sigue siendo el núcleo del desasosiego de estos tiempos en los que la libertad humana es el mayor riesgo para el sistema.

Y de esta correría, quizás demasiado ligera, por el atrevimiento humano que es la libertad, la desobediencia a los mandatos ante el deseo de ser, me sumerjo, con osadía, a dialogar con la felicidad, sin más. En la construcción de la distopía de Un mundo feliz, Huxley sitúa la felicidad como el estado de inconsciencia y máxima alienación en relación con la singularidad del ser.

Los habitantes de Un mundo feliz refieren un estado de grata satisfacción espiritual y física y, en su falta, pueden acceder a dicho estado mediante el “soma”, la maravillosa droga sintética que diluye su desazón vital sin efectos secundarios. El error de este dispositivo de alta precisión es ínfimo: puesto que el malestar de Bernarda Max y la incomodidad de su amigo Hemholtz Watson son las únicas experiencias de desasosiego. En la misma línea, consecuencia del condicionamiento hipnopédico, los habitantes no tienen ni ambición ni aspiración. Los miembros de cada casta se inscriben en sus costumbres sin avaricia alguna por aquello que poseen o disponen quienes habitan las comodidades propias de la casta superior. No hay conflicto ni crítica al sistema.

En nuestro tiempo habita el conflicto y la violencia como mediación. Hay malestar y desasosiego. Hay dolor y desgarro ante una propuesta de alienación, todavía imperfecta, en la cual el cuerpo es resistente y se resiente. A pesar del conformismo ante la carencia de contextos habitables desde lo humano, a pesar de los realities y de la posibilidad de fingir la vida en redes sociales, a pesar del ímpetu de la corriente mayoritaria, los cuerpos se rebelan. A esta rebelión de los cuerpos, el sistema responde con patologías y farmacología, con el propósito de dormirlos, silenciarlos, aislarlos y someterlos.

Por eso, yo sigo con la felicidad y su sustancia, pues es esta una palabra que encierra secretos. Por las calles que yo ando, alguien escribió en una pared: “Si eres feliz, eres imparable”. Y de camino al trabajo encontré su sentido: la felicidad es saberse, saber una quién es y celebrarse en este descubrimiento. Práctica y consciencia de libertad frente a la normatividad social que pretende cuerpos uniformados. Nido de malestar cuando lo que una es contraviene los requerimientos del sistema. Germen de resistencia y oportunidad para habitar otro orden de sentido y de significado en esta rebelión de los cuerpos.

La felicidad es el principal germen de resistencia y siempre acierta una salida, entre la genialidad y la locura. Disiento, por tanto, con Huxley en cuanto a la felicidad como alienación y la reivindico como estado de consciencia. Le agradezco, sin embargo, el escenario desde el que nos invita a pensar el presente.

 

Carme Vidal Estruel es un cuerpo en resistencia (@SonrisaDeMedusa)

Descargar en PDF

Ver más artículos del monográfico 08: distopias políticas