‘The Matrix’: Cuando las cucharas no dejan ver la cubertería

DAVID DRUDIS

Cuando se estrenó hace ya casi 20 años, The Matrix no fue una película típica sobre distopías futuras. Por un lado, fue un fenómeno de masas: tuvo una inmensa influencia en la técnica y la estética cinematográficas del siglo que estaba por llegar, y recaudó una millonada en las taquillas. Por otro, el futuro distópico que describía no era nada original. De hecho, era el mismo futuro de tierra quemada y dominado por las máquinas que John Connor está evitando ahora mismo en algún lugar (al menos, eso espero). Y esto no era importante, porque el verdadero escenario de la película era una recreación virtual del presente de entonces, el año 1999.

Así que, más allá del género al que pertenece, yo prefiero comparar The Matrix con otro fenómeno cultural, Star Wars: un guion complejo y de gran riqueza mitopoética que lxs Wachowsky tardaron tres años en escribir; una suerte de espiritualidad laica, aplicable a nuestra vida moderna y que Edward Said sin duda tildaría de “orientalista”; y hasta expresiones coloquiales como “vivir en Matrix”, tal vez la manera más popular de referirse a la diferencia entre la realidad y la percepción de la misma.

En su complejidad, The Matrix nos ofrece muchos detalles en que fijarnos. Se podría escribir un artículo entero sobre cómo Trinity zurraba a media docena de policías varones quince años antes que Jessica Jones, sólo para acabar siendo un adorno en las dos secuelas (aunque en este artículo me limito a discutir sobre la Matrix original). O cómo en una película en la que los adversarios son policías y demás fuerzas de seguridad, el único personaje negro mata un total de cero (0) de ellos. O cómo en una escena dicho hombre negro rompe sus cadenas tras ser brutalmente interrogado, pero es incapaz de dar el último salto hacia la libertad y debe ser salvado por el protagonista blanco. O que sólo haya dos pastillas, dos formas de ver el mundo, y una de ellas consista en ver la verdad, única, monolítica e indiscutible. Una verdad monolítica que apenas se desarrolla, lo que facilita que con Neo y su causa se pueda identificar casi cualquiera, desde los berniebros hasta la alt-right norteamericana, pasando por el movimiento por los derechos del hombre, los autodenominados redpillers.

A mí, en cambio, me gustaría dirigir la atención hacia la representación que se hace del mundo en el cambio de milenio. Otras distopías nos advierten de lo que sucederá “dentro de unos años” si las cosas “siguen como hasta ahora”. En cambio, en The Matrix la reflexión sobre el “ahora” tiene un papel mucho más central. Era la asfixiante pesadilla neoliberal/corporativa: Estados Unidos casi veinte años tras el inicio de las reaganomics, vista desde los ojos de un joven. Una fábrica automatizada en la que sólo somos engranajes y que apenas percibimos porque estamos demasiado ocupados trabajando, consumiendo y votando en contra de nuestros intereses. El protagonista, Neo, es informático y trabaja para una gran empresa, en un cubículo. A Neo se le representa como un engranaje más, si bien un engranaje disconforme, que pasa las noches en vela buscando en internet “la verdad”, lo que falla en el mundo. Un mundo en el que los jóvenes conscientes, críticos y con talento no pueden brillar y viven ahogados, relegados a ser currantes en serie como los demás. Lo vemos representado magistralmente en la escena del despertar, tras tomar la pastilla roja: a un joven woke no se le vendían camisetas como hoy en día, sino que se le tiraba por el retrete. Literalmente.

Tras recogerle en la cloaca y explicarle cómo funciona el mundo, Morfeo, el guía de Neo, le explica su misión: liberar las mentes de los que, como él hasta ese momento, aún viven en la realidad virtual. Una misión encomiable, liberar a sus semejantes de las cadenas ideológicas y cognitivas de la cultura hegemónica. No obstante, tal vez valga la pena fijarse en los medios que se consideran necesarios para liberar todas estas mentes, en qué habilidades debe aprender Neo para conseguir su objetivo.

Principalmente, Neo aprende dos cosas. La primera es la misma que desarrolló Luke Skywalker en su propio viaje iniciático: la fe. Como a Luke, creer es lo que permite a Neo y a sus compañeros trascender las leyes de la física y enfrentarse a equipos enteros de SWAT, saltar edificios, esquivar balas y ser guay en general. Pero a diferencia de Luke, Neo no aprende a rendirse para vencer, ni a sacrificar aquello a lo que está más apegado, ni tantísimas otras cosas que tradicionalmente asociamos con espiritualidades “orientales”. Si miramos de cerca, de hecho, lo que aprende es un concepto muy occidental (y bastante ochentero), y es que los límites a él no se le aplican, que sólo están en su mente y si cree lo bastante en sí mismo puede hacer lo que quiera, cualquier cosa. En otras palabras, “querer es poder”. El parecido con “Oriente” (y por supuesto me refiero al Oriente imaginario que ha construido Occidente en los márgenes de su propia cultura) en realidad se queda en lo estético: sí, sale un niño con la cabeza rapada diciendo que “no hay cuchara”, pero en realidad lo que dice, o al menos lo que oigo yo, es Just do it.

La segunda habilidad se resume en la célebre frase “ya sé kung fu”: la capacidad de ejercer todo tipo de violencia sobre los demás habitantes del Matrix por medio de puños, pies, armas de fuego, atropello con vehículo y masacre con ametralladora desde helicóptero de combate. Porque si tuviera que quedarme con una sola tecnología de la película, esa es, por supuesto, aprender sin esfuerzo y por ciencia infusa, descargando “programas” directamente en el cerebro. ¿Pero qué le descargan a Neo durante diez horas seguidas? Todas las maneras habidas y por haber de matar con eficacia máxima y mínimo despeinado.

Esto es algo que no se oye en toda la película: “Tank, me voy un rato al Matrix a liberar mentes” o “Cárgame un programa de debatir como Chomsky, que me voy a un debate de la tele” o “Cárgame un programa de tocar la guitarra, que tengo una canción protesta brutal” o “Ya sé teoría cultural” o “Ya sé hacer grafitis como Bansky” o “Ya sé hacer videoarte”. De hecho, un programa de sodomía y gintónics me parece mucho más útil para “liberar mentes” que la violencia, sobre todo la violencia ejercida desde abajo y de forma desorganizada.

Y como es de esperar, Neo y compañía van dejando un rastro de cadáveres por donde van (43 en total). ¿A cuántos durmientes se libera en toda la película? A uno, a Neo. ¿Y cómo justifica Morfeo ir matando gente alegremente? Con todo un clásico: “Si no estás con nosotros, eres uno de ellos” (textualmente). Y de pronto, todo el público de la alt-right se llevó la mano a la entrepierna simultáneamente…

Ese es el contraste con otros protagonistas de distopías futuras que tanto me molesta: su proceso de transformación. Deckard, Winston Smith, Montag, todos aprenden a ser humanos y luchan contra el sistema para conservar esa humanidad. Neo, en cambio, a lo largo de la película pierde su (ya escasa) capacidad emocional. Al “liberar su mente”, pasa de ser un joven rebelde a ser un asesino de masas bien vestido, como si el precio de la consciencia fuera perder toda la empatía en vez de ganarla.

Y tal vez la reflexión más relevante sobre nuestro tiempo y nosotros no está representada en la película, sino en los resultados de la taquilla: en 1999, una película de ciencia ficción sin ese grado de violencia espectacular, que recreaba todos los géneros de combate cinematográfico más populares del momento, de John Woo al wire fu y más allá, probablemente nunca hubiera recaudado 400 millones de dólares, ni se hubiera convertido en un fenómeno cultural. Una película feminista, ferozmente crítica con el neoliberalismo y que reflexionara sobre cómo se consigue mantener a buena parte de la población occidental perpetuamente en la inopia, tal vez hubiera perdido público. Pero al sacrificar fondo por forma, Matrix pudo convertirse en la película favorita de todo el mundo, a ambos lados del espectro político y en gran parte del planeta. Pero el caso es que el mensaje “para ser guay, tienes que tener mucha fe y aprender a matar” es bastante corriente. Es justo en lo que coinciden el cine de acción de los 80 y los videos de captación del Daesh.

Pero también podríamos fijarnos en cómo ha envejecido esa representación de la agobiante realidad laboral representada en The Matrix. Hoy, casi veinte años después, muchos trabajadores y trabajadoras seguimos trabajando para malvadas corporaciones multinacionales, pero hemos perdido hasta el cubículo (y los ya escasos privilegios que lo acompañaban). Hoy todos somos “empresarios”, somos guapísimos y encarnamos la excelencia. O lo que es casi lo mismo, somos autónomos sin contrato, gestionamos nuestra imagen en las redes sociales y competimos encarnizadamente entre nosotros. Y con un par de pastillas y unos tutoriales de Youtube, todos sabemos kung fu, javascript, InDesign o lo que nos pidan nuestros clientes.

Así que sigamos haciéndole caso a Morfeo, que de esto sabe: creed en vosotros mismos, el cielo es el límite, sed guapos, querer es poder, sois especiales, sed más guapos, los límites están en vuestra mente. Si no tenéis todo lo que queréis, si no sois todo lo que queréis, es que os pasa algo, tal vez necesitéis alguna ayudita, probad estas pastillas azules o rojas. Ni se os ocurra asociaros: competid. Luchad por liberaros vosotros, sin importar el precio que pagan los demás. Porque, al fin y al cabo, “si no estás con nosotros…”.

 

David Drudis es etnomusicólogo y editor

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