ANA POLO
El 10 de octubre de 1936, el presidente Franklin D. Roosevelt, en plena campaña por la reelección a la Casa Blanca, daba un discurso desde la parte trasera de un vagón de tren en la Union Station de Omaha. En la audiencia había un padre que llevaba a hombros a uno de sus hijos pequeños. El niño se llamaba Theodore Chaikin Sorensen y era la primera vez que veía a un presidente de los Estados Unidos en carne y hueso. Aunque no sería el único, ni el que más marcaría su vida.
El presidente que realmente cambiaría su existencia fue John Fitzgerald Kennedy, aunque cuando lo conoció en persona no podría haber creído que llegarían tan lejos juntos. Fue en 1953. Sorensen, abogado que había trabajado hacía tiempo en el Senado, se había quedado recientemente sin empleo y había decidido probar suerte enviando su currículum a algunos senadores que se estrenaban en el puesto. En concreto, le habían recomendado tres nombres: Mike Mansfield, de Montana; Henry Jackson, de Washington; y John F. Kennedy, de Massachusetts. En su carta de recomendación, escrita por Bob Wallace, su antiguo jefe, decía de él que “tenía una gran habilidad para escribir de manera clara y para resolver cualquier problema legislativo”. También destacaba que era “agradable trabajar con él, tenía seguridad en sí mismo, pero era modesto. Es un progresista convencido, aunque no un dogmático”.
Kennedy le citó para una entrevista. Como acababa de ser escogido para el Senado, la reunión sería en su antiguo despacho del Congreso, en medio de la mudanza. Estaban empaquetando los muebles y el senador no tuvo reparo alguno en sacar dos sillas al hall e improvisar ahí el encuentro. No duró más de cinco minutos. Kennedy le ofreció un trabajo.
Los amigos de Sorensen le recomendaron que optara por otro senador. Kennedy, le dijeron, era tan sólo un niño rico que hacía carrera política sólo porque su padre, el millonario e indómito Joe Kennedy, le obligaba. Nadie creía que llegase a nada y a más de uno le había sorprendido que hubiese, de hecho, llegado ya tan lejos. Sorensen, con un perfil intelectual marcado y pasión por elaborar leyes, estaría mejor con otro político más brillante y más posibilidades de futuro.
Pero a Sorensen aquel hombre joven le había impresionado. No le había intentado vender humo y, a pesar de su gran fortuna personal, parecía un tipo sencillo y agradable. Con una cierta arrogancia, Sorensen solicitó una segunda reunión con Kennedy para despejar dudas. Le interrogó sobre sus posiciones políticas, inquirió sobre su futuro y le preguntó que cuál iba a ser su puesto. Kennedy, desafiando los estereotipos, resultó que tenía una visión ambiciosa para sus años en el Senado. Massachusetts vivía una gran recesión económica: la industria textil y del calzado se había desplazado al sur del país, y el sector de la pesca estaba en peligro. “Quiero que investigues, que estudies los problemas y que me prepares un paquete de medidas legislativas para revivir la economía de Nueva Inglaterra”. Sorensen aceptó el puesto.
Todo el proceso de selección había sido, por decirlo suavemente, poco ortodoxo. No era normal que un senador contratase a alguien al que apenas conocía y, además, los perfiles de ambos no podían ser más dispares. Kennedy era el producto de la clase alta, prácticamente aristocrática, de Boston. Su abuelo materno había sido alcalde de la ciudad y su padre llegó a ser embajador de los Estados Unidos en el Reino Unido. John Fitzgerald, Jack para familia y amigos, se había formado en los colegios más prestigiosos del país y luego pasó por la London School of Economics y por Harvard. Había sido periodista, había sido héroe de guerra y había sido congresista.
Theodore Sorensen, por el contrario, no pertenecía a la élite del país. No sabía nada del glamour de la jet set internacional, ni tenía ningún interés en saberlo. Era un tipo tímido, natural de Nebraska, estado en donde su padre había sido fiscal general. Ted Sorensen se había formado como abogado y, hasta aquella fecha, había desarrollado trabajos gubernamentales con un sueldo discreto y había participado en comisiones de investigación del Senado. No venía de la Ivy League, ni era irlandés, ni católico, los tres requisitos que, al parecer, Joe Kennedy, el gran patriarca, solía poner como requisito. Pero había algo en que Ted y Jack coincidían. Los dos odiaban la hipocresía y los dos adoraban los libros; los dos eran intelectuales pragmáticos que consideraban que dedicarse a la vida pública era un alto honor que requería de las mejores virtudes cívicas.
No es de extrañar, por tanto, que Ted Sorensen comenzase a ser un indispensable de aquel senador por Massachusetts instalado en el despacho 362 del Old Senate Office Building, aunque al principio fue contratado simplemente como research assistant y bajo un periodo de prueba de un año. Tan próximo llegó a estar a Kennedy que entre sus colaboradores más cercanos sólo había uno que le superase en rango: Bob Kennedy, el hermano de Jack.
Con Sorensen, Kennedy escribió sus más logrados discursos y también el libro que le daría el Pulitzer: Profiles in Courage. Nunca se sabrá hasta qué punto lo escribió Sorensen, o lo escribieron a medias. Sorensen escribió en sus memorias que había escrito bastante, pero que Kennedy había sido el editor del libro y que había retocado todos los capítulos hasta conseguir el tono y estilo que más le convencía.
Los mandamientos de Sorensen
Aunque a Sorensen le gustase elaborar legislación, donde más destacó desde el principio fue en la redacción de discursos. “A muchos observadores”, escribió en sus memorias, “les dan pena los escritores de discursos porque tenemos que ver a otros llevarse el mérito de frases solemnes, o porque tenemos la lealtad suficiente para no reclamar la autoría. Nunca me he sentido así. No hay nada más satisfactorio que ayudar a un líder dinámico, cuyos valores compartes, a transformar el país en que vives. Mi recompensa era la emoción y la satisfacción que sentía cuando, primero como senador y después como presidente de los Estados Unidos pronunciaba mensajes importantes a los que yo había contribuido”.
No fueron tan sólo mensajes importantes. Algunos se convirtieron inmediatamente en históricos. En especial uno, el Inaugural de 1961, en donde se decía: “No preguntes lo que tu país puede hacer por ti; pregúntate lo que tú puedes hacer por tu país”. La frase que marcó a toda una generación.
¿Cómo se llega a escribir un discurso histórico tras otro? En sus memorias, Sorensen resumía las claves.
Primero. Conoce a la perfección a la persona para la que escribes. Desde que Kennedy lo contrató, y muy especialmente durante los cuatro años previos a la campaña presidencial, Sorensen prácticamente no se separó de su jefe. Viajaron juntos por todo el país y Sorensen escuchó todos los discursos que pronunció. Estudió sus manías, sus dejes, su pronunciación, su entonación. Después de tantos años, sabía qué frases funcionaban y cuáles no; sabía las citas favoritas de Kennedy; sabía lo que Kennedy quería decir antes incluso de que Kennedy lo supiese.
Segundo. Establece una rutina de trabajo y mantenla siempre. Sorensen defendía que no se puede escribir sobre algo que no dominas, por lo que cada discurso (o, prácticamente cada discurso) implicaba horas de preparación. Se leía y se investigaba en profundidad hasta que se podía decir algo que tuviese sentido. Los bla-ba-bás retóricos, por muy bien escritos, no servían de nada. Después de la inmersión, venía la escritura. Sorensen escribía muy despacio, revisaba las palabras una y otra vez, cambiando expresiones y ajustando frases, hasta que los textos acababan llenos de flechas, asteriscos, círculos, rayas y tachones. Siempre escribía a mano y los primeros borradores que pasaba a Kennedy nunca estaban mecanografiados. Siempre eran en papel de libreta, de color amarillo y a rayas. Los primeros borradores de los discursos eran revisados directamente por Kennedy, sin intermediarios. Kennedy quitaba frases, tachaba palabras y a veces eliminaba párrafos enteros. No solía tocar la substancia del discurso, pero sí tenía ideas muy claras del estilo. A veces Kennedy no entendía una palabra o Sorensen no sabía muy bien qué había escrito Kennedy. Los dos tenían un amplio vocabulario, pero una caligrafía espantosa y poco respeto por la ortografía.
Tercero (y una de las más importantes). Has de amar el idioma y lo has de saber emplear con precisión. Sorensen y Kennedy eran lectores voraces. Kennedy amaba los discursos de Churchill sobre todas las cosas y había reconocido que Marlborough, uno de los libros escritos por el premier británico, estaba entre sus lecturas favoritas. Adoraba el estilo, la cadencia de las frases y también la austeridad en el redactado: no faltaba ni sobraba un solo adjetivo. Sorensen también defendía la economía del lenguaje y recomendaba el famoso manual de William Strunk y E. B. White, Elements of Style, donde, entre otras muchas indicaciones, destacaba ésta: “Omite todas las palabras innecesarias”.
Siguiendo este principio a rajatabla, se estableció una norma inmutable: los discursos, por muy importantes que fuesen, no podían ser excesivamente largos. Veinticinco minutos era lo máximo permitido.
Cuarto. Los discursos tienen que ser una sinfonía. Tiene que haber una lógica y un orden interno. Tiene que haber un tema central fácilmente identificable. No se admitían las palabras “pero” o “quizás”: distraían de la idea principal y hacían que los discursos perdiesen el hilo.
Quinto. Los discursos tienen que rimar. Las palabras han de resonar en la conciencia. Sorensen empleaba muchas técnicas retóricas (aliteraciones, repeticiones y ritmo interno) para introducir fluidez y solemnidad. Para practicar y entrenarse, leía poesía continuamente. Consideraba que la rima hacía que los mensajes se transmitiesen mejorar y perdurasen en la memoria.
Sexto. Los políticos pueden ser eruditos y cultos. Muchos políticos odian parecer cultivados, porque temen que les aleje del votante medio. Citar a algún filósofo del pasado se considera un pecado mortal e incluso dice la leyenda política que Lyndon Johnson, al ver en un discurso una frase de Sócrates, tachó del discurso el nombre del filósofo y lo substituyó por: “mi abuelo decía…” En realidad, la negativa de los políticos a elevar el listón intelectual responde en la mayoría de veces (por no decir en la práctica totalidad de las veces) a su propia falta de cultura.
Kennedy, sin embargo, no caía en el cliché y le gustaba mostrarse culto. No llegaba al punto resabiado y cursi de hablar en latín a la mínima oportunidad para alardear de conocimientos, pero sí consideraba que los políticos tenían que tener una gran cultura y que no debían esconderla. Él no era un intelectual académico al uso, ni mucho menos lo que hoy llamaríamos un hipster, pero sí era una persona de cultura elevada. Le encantaba la historia, leía con fruición biografías y ensayos, y disfrutaba con la épica. No le importaba (al contrario, le encantaba) introducir citas en los discursos: Aristóteles, Sócrates, Pericles, Demóstenes, Solón, Píndaro. Tantas citas de griegos antiguos llegó a haber en sus discursos, que los periodistas preguntaron si se trataba de una estrategia para captar el voto de la comunidad griega.
Relacionado con las citas filosóficas e históricas, estaba el tema del lenguaje. “Emplea un lenguaje elevado, pero no grandilocuente”, recomendaba siempre Sorensen. Un buen discurso tiene que elevar la vista y expandir el horizonte, pero sin caer en paternalismos ni en tonos condescendientes. “Dignos, pero expresados en vernáculo; nunca tan esotéricos que no los pueda entender el votante medio”.
Además: nunca caer en digresiones técnicas. Un discurso estaba para dar ideas y conceptos. No eran clases de universidad donde diseccionar cada subapartado de una ley o reglamento.
Por último: no se admitían discursos excesivamente partisanos, aunque se estuviera en una convención rodeados de acólitos entregados. El tono, siempre, sin excepción, tenía que ser optimista, positivo e inspirador. Nada de letanías interminables sobre problemas del pasado o quejas sobre el statu quo; todo tenía que ser miradas hacia el futuro.
Ana Polo es politóloga. Trabaja como Speechwriter en el Ayuntamiento de Barcelona (@nanpolo)
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