MARTÍN SZULMAN
Era 31 de octubre de 2018. Boca, que había ganado 2-0 en la ida, en su cancha, al poderoso Palmeiras de Brasil, sólo tenía que –como mínimo– aguantar el resultado para depositarse en la final de la Copa Libertadores de América 2018.
Lo esperaba River, que había logrado la hazaña un día antes, en Porto Alegre y frente al temible campeón vigente, Gremio. Perdíamos –muy injustamente– 1-0 hasta el minuto 82, cuando un cabezazo del corajudo colombiano Santos Borré puso de cabeza el empate parcial y el “Pity” Martínez, de penal –gracias a la justicia moderna y cuasi divina del VAR– nos mandó derecho a esperar la final soñada. Esa que siempre imaginamos con una mix de miedo, ansiedad, deseo e innecesarias ganas. Esa final estaba a nada de concretarse.
18 minutos bastaron para saber que lo que tanto deseábamos-temíamos se concretaría.
Ramón “Wanchope” Ábila ponía el 1-0 y la ansiedad ya se podía palpar. Palmeiras y Boca empataron 2-2 y lo que –valga la redundancia– deseábamos-temíamos sucedía.
Un detalle que, tal vez, el lector pasó por alto, o si lo vio, –quizás– le sorprendió: apenas iniciado el segundo párrafo de este artículo abandoné, por primera vez desde que escribo en Beers & Politics y contra toda regla, el impersonal; y me paré en la primera persona del plural tres veces. En las dos primeras veces me ubico en la primera persona del plural y el colectivo de, incluso, la victoria. En muchos lados eso será extraño, pero en la cultura futbolera argentina, no existe referirse al propio equipo –y a la contra– en tercera persona, de forma ajena. “Ganamos”. “Perdimos”. “Jugamos”.
Es que el fútbol en la Argentina excede todo, alcanza a propios y extraños, paraliza y modifica absolutamente todo. Propio de una pasión desbocada, de un país donde lo inexplicable debe estar escrito en algún lado de nuestra Constitución o en el ADN. Lo colectivo es colectivo en serio. En estos casos hay un “ellos” y un “nosotros”, nada más en el medio.
Tan extraña e incomprensible (e incomprendida, muchas veces) es la Argentina, que hasta alcanza el campo político: allí las categorías izquierda y derecha son obsoletas, y existe algo llamado peronismo, un fenómeno que poco entienden los extranjeros –y quizás menos los propios argentinos– que sirve para posicionarse a favor o en contra. Envuelta en esa tradición de unos u otros, la Argentina se avecinaba a vivir y transitar un fenómeno jamás antes vivido, pero que todos podíamos imaginar. Sin embargo, por su imprevisibilidad, la imaginación resulta un sinsentido.
La Argentina binaria, esa que escribió sus más de 200 años de vida de forma antagónica, en blanco o negro; unitarios o federales, liberales o conservadores, peronistas o radicales, azules o colorados, Soda o Los Redondos, El Interior o La Capital, estaba por vivir la máxima expresión de ello.
Tras confirmarse lo que desde hace más dos meses era, precisamente, una mera posibilidad, la fatalidad y la gloria se prepararon para convivir por mucho tiempo, ya no sólo en la misma ciudad, de donde son River y Boca, sino en todo el país. Porque son los dos equipos con más hinchas, y por más que uno se proclame “la mitad más uno” y el otro “el país, menos algunos”, lo cierto es que 3 de cada 4 argentinos son de uno u otro.
Dos marcos narrativos, dos relatos, en pugna
Más allá de la historia de ambos clubes, el presente, y el pasado reciente también estaba en juego.
River ponía en juego las dos eliminaciones directas por Copa Sudamericana y Copa Libertadores en 2014 y 2015 respectivamente –esta última con la famosa suspensión por la agresión de un hincha de Boca a los jugadores de River con gas pimienta cuando salían a disputar el segundo tiempo en la Bombonera que derivó en “el que no salta, abandonó”– y la final de la Supercopa (la primera final entre ambos desde 1976), en marzo, ocho meses antes.
Y Boca, con la oportunidad de tomarse revancha de esos tres duelos y con el fresco recuerdo del descenso de River a la segunda división en el 2011.
En ese sentido, ambos ponían todo ello a jugar. El relato victorioso de Napoleón, como se lo conoce al entrenador de River, Marcelo Gallardo, a partir del memorable triunfo contra el eterno rival por la Copa Sudamericana en 2014 y “el que no salta, abandonó” se enfrentaban al “el que no salta, se fue a la B” (segunda división del fútbol argentino).
La victoria de uno u otro equipo sentenciaría la derrota del marco narrativo del otro. La atiquifobia, el miedo al fracaso, protagonista como nunca.
Se juega el primero
Ese primero de noviembre la Argentina amaneció sabiendo que debía afrontar la realidad. River y Boca se enfrentarían en la final más increíble de todos los tiempos. En lo que, en la opinión de quien escribe –y que se hace totalmente cargo de lo que dirá a continuación–, sería el evento deportivo más importante en la historia del deporte mundial.
La final que dirimiría quién es el mejor equipo de la historia del fútbol argentino arrancaba a vivir su mes más largo.
Hasta entonces, la agenda pública, mediática y política tenía la mirada puesta en una sola cosa prevista para el final de mes: entre el 30 de noviembre y el primero de diciembre se desarrollaría la Cumbre del G-20 en Buenos Aires.
Sin embargo, la presencia de Donald Trump, Xi Jinping, Emmanuel Macron, Angela Merkel, Vladimir Putin y otro puñado de líderes mundiales quedó en un lejano segundo plano por la organización de la final. El gobierno de Macri venía desde hace casi tres años preparando esta cumbre, pero claro, en el país donde, como decíamos, lo imprevisible es norma escrita en algún sitio de nuestra Constitución, el River-Boca más espectacular de todos los tiempos no estaba en el menú.
La ida, en cancha de Boca, debía jugarse el miércoles 7 de noviembre; la vuelta, en cancha de River, el 28 del mismo mes. No obstante, el G-20 obligó a la primera –de muchas– modificaciones del calendario. Finalmente se sentenció: el sábado 10, en la Boca; el 24, en River.
El primer partido, en casi un augurio de lo que se vendría, debió suspenderse porque el terreno de juego de Boca no soportó las intensas lluvias que cayeron sobre Buenos Aires entre el viernes y ese sábado. Por lo tanto, el partido se pasó para el día siguiente.
Ahora sí, llegó el día.
Boca se puso arriba en la primera parte con un fortuito gol de Wanchope. Pero, tras sacar del medio, como en los potreros del Conurbano bonaerense o en las canchitas de 5 de la Capital, River se puso en ventaja tras un gol de, justo, un ex Boca: Lucas Pratto.
El reemplazo del juvenil y mundialista Pavón por el goleador de Boca, Darío Benedetto, le permitió colocarse 2-1 en el final de la primera etapa. Sin embargo, promediando la segunda parte, tras un centro del Pity Martínez y el involuntario cabezazo del central boquense Izquierdoz, River volvió a empatar el partido. Sobre el final, en lo que parecía que Benedetto le daba el triunfo seguro a Boca, apareció el siempre invencible arquero millonario Franco Armani para taparle eso que todos vimos como gol. Final. 2-2. Con sabor a poco o a amargo para los locales y con algo de dulzura para los visitantes, que tendrían que definir, con toda su gente, 13 días después en su casa.
Pasó la primera. Uf. Seguimos todos vivos.
Demasiado frenéticos
“Los argentinos somos demasiado frenéticos como para corregir errores, demasiado impacientes como para empezar de cero, demasiado egoístas como para pensar que tal vez nos convendría cumplir la ley” escribió Eduardo Sacheri, el 8 de diciembre en El País, un día antes de la final en Madrid. ¿¡En Madrid!? Sí, en Madrid…
El 24 de noviembre debía ser recordado como lo que se suponía que debía ser: el día en que se jugó la final más espectacular jamás antes vivida por dos archirrivales que conviven en una misma ciudad, en el norte y en el sur, pero que representan a la inmensa mayoría de los habitantes del territorio nacional.
Sin embargo, esa maldita obstinación argentina por que las cosas no sucedan, no sigan su curso normal, hizo que unos inadaptados conviertan lo que debió ser una fiesta en la suspensión de ella arrojando piedras al autobús que traslada a los jugadores de Boca, cuando estaban a pocas calles del estadio de River, donde se debía desarrollar la final.
A los pocos días, luego miles de interpretaciones del reglamento, rumores, y propuestas delirantes de sedes para que el evento, finalmente, se jugase, el presidente de la CONMEBOL (Confederación Sudamericana de Fútbol), Alejandro Domínguez sentenció, cinco días después: “Este partido se va a disputar en la ciudad de Madrid, en el estadio Santiago Bernabéu, el domingo 9 a las 20:30 h”.
El partido de nuestras vidas
“A los argentinos nos pasan cosas inexplicables. ¿Qué posibilidades hay de tener a los dos mejores jugadores de la historia del fútbol? Y los dos zurdos. De ver humo blanco, y que el Papa sea argentino. Inexplicable. ¿Qué posibilidades hay de tener cinco presidentes en una semana? Y sobrevivir a todo. De dar un abrazo sin brazos. Y de gritar un gol como lo gritamos. Juez, no me explique nada. Lo inexplicable somos nosotros. ¿Qué posibilidades hay de que una final continental sea un clásico de barrio? Y que nos mire el mundo, de ida y de vuelta, por última vez. A todo o nada. Sólo en Argentina. Date cuenta que es inexplicable, como nuestra pasión. ¿Y vos? ¿Qué posibilidades hay de que te pierdas esta final? Vívila, discutila, festejala, compartila. Superfinal de América. No trates de entenderla. Disfrutala”.
El guion, perteneciente a un spot de la Superfinal realizado por la Asociación del Fútbol Argentino (AFA), presagiaba casi con exactitud lo que los argentinos –y el mundo– vivirían alrededor de esta final, la Superfinal.
Durante la semana previa comenzaron a llegar miles y miles de argentinos, como podían; en vuelos directos o con combinaciones desde Latinoamérica, otros puntos de Europa o Estados Unidos. Otros desde España misma u otros sitios de Europa. Nadie se lo quería perder.
El día anterior, un clásico de la cultura futbolera argentina: los banderazos. Algún que otro madrileño o madrileña seguirá atónito o atónita con lo que se vivió en Sol aquel sábado 8.
Al día siguiente, otro banderazo. Esta vez, sobre el Paseo de la Castellana. Pareciera casi adrede, intencionalmente, o simplemente una casualidad del destino que la calle que dividiese a los hinchas de ambos clubes sea la Avenida Teniente General Juan Domingo Perón, próxima al Bernabéu. Pero, de vuelta, lo inexplicable criollo se apodera de la escena.
Ahora sí, de nuevo, volvemos a sufrir. El trofeo se posa. Salen los equipos a la cancha y, valga la redundancia, volvemos a sufrir.
En un marco increíble, no el deseado, como correspondía y se tenía que dar, la gente tiñó las tribunas con los colores de cada uno de los equipos, de cada uno de los barrios.
Boca se fue al descanso arriba en el marcador, por tercera vez en la serie, con un gol, otra vez, de su goleador, Benedetto.
Sin embargo, ya en la segunda parte, River presionó, fue intenso, e hizo gala de esa frase del Cholo Simeone: insistir, insistir e insistir. Marcó Boca, se fue al descanso arriba, pero eso no le liberó la presión ni la atiquifobia. Liberó a River, que fue por más. Y lo consiguió. Cuando promediaba el segundo tiempo, una jugada digna del Bernabéu entre Palacios y Nacho Fernández terminó con un gol, otra vez, de Lucas Pratto.
1 a 1. Final. Al alargue.
Ignacio de los Reyes, excorresponsal de la BBC en Buenos Aires, dijo muy acertadamente antes de irse tras tres años en la ciudad porteña que “En Argentina, el fin del mundo siempre parece a la vuelta de la esquina, pero rara vez suele llegar”. Yo creo que lo que vivimos esa eterna media hora del alargue, en medio de esos eternos 39 días desde que se volvió efectivo el hecho, fue lo más parecido a encontrarse en esa esquina.
El minuto 109 de la Superfinal de América quedará marcado por ese zapatazo que sólo puede resolver un genio, como el colombiano Juanfer Quintero. 2-1. Estalla la alegría en Madrid, en Buenos Aires y en todo el mundo. River lo daba vuelta y se quedaba con la final soñada. En la capital argentina, mientras tanto, se desataba una tormenta torrencial.
Pero había para lugar para algo más. En el cierre del final, en un desesperado intento por empatar el partido, el arquero de Boca, Andrada, fue a buscar el cabezazo milagroso y salvador que lo lleve a los penales. No pudo. Armani despejó. Juanfer pasó a un rival bajando la pelota con un taco y se la entregó al Pity Martínez, que, en una corrida memorable, corrió en el minuto 121 hasta el arco contrario y sentenció el partido.
C’est fini. Se terminó. River Plate se coronaba campeón de América. Se proclamaba el mejor de la historia, como dice la leyenda que eligió para festejarlo. Inexplicablemente –el gran protagonista de la historia argentina–, tras el gol del Pity cesó la lluvia, salió el sol y dos arcoíris se posaron sobre el estadio Monumental de River. Increíble, pero real.
Julio Llamazares escribía en El País, un día antes de la final: “Pero, a lo que se ve, en el fútbol todo es posible y más si los argentinos andan por el medio. Decir fútbol y Argentina es nombrar la gasolina y la pólvora como bien han sabido contarnos Osvaldo Soriano y otros escritores de aquella nación cuyos colores lleva la selección en sus camisetas. Entre los cuentos de fútbol que seleccionó Valdano [en un libro de cuentos de fútbol] recuerdo otro de Fontanarrosa en el que unos hinchas rosarinos llegaban a secuestrar a un aficionado con fama de dar buena suerte a su equipo, pero al que el médico había prohibido acudir al estadio por sus problemas con el corazón. Su equipo ganó, pero al secuestrado le dio un infarto y murió, pero eso ¿a quién le podía importar?”.
La Argentina cuenta con altos niveles de pobreza, deuda pública, desempleo y la economía decrece. Pero los hinchas venden sus autos, motos, renuncian a empleos y resignan vacaciones o incluso los regalos de navidad para sus hijos por cruzar el Atlántico –como sea– e irse a ver un partido como el que se jugó en Madrid.
Su equipo ganó, pero se quedó sin trabajo, pero eso “¿a quién le podría importar?”.
Martín Szulman es sociólogo (UBA), máster en comunicación política (ICPS-UAB) y consultor en comunicación política en Ideograma. (@Martinszulman)
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