Siglo XXI

GABRIEL COLOMÉ

Los tres primeros lustros del siglo XXI han sido testigos del cambio profundo que han experimentado la política y la profesión política.

Los partidos, tal y como fueron creados a finales del siglo XIX y su posterior evolución tras la II Guerra Mundial, han sido sustituidos por los medios de comunicación, sobre todo, la televisión. Y, en parte, por las redes sociales.

Los partidos cumplían unas funciones importantes de intermediarios entre los valores, las ideas, los programas y la sociedad.

Pero la irrupción de la televisión como un medio diferente, distinto, más directo que la prensa y de igual nivel que la radio, pero con el impacto de las imágenes, ha transformado la política. Y ha convertido a los políticos en parte esencial del espectáculo audiovisual.

¿Qué papel deben tener los partidos en un contexto tan diferente? Adaptarse a las exigencias de la sociedad sin renunciar a sus valores fundacionales, pero el líder político ya no necesita al intermediario-partido para comunicarse con los ciudadanos, con sus futuros electores.

Las ruedas de prensa, las entrevistas, las noticias que genera lo convierten en parte del espacio comunicativo e informativo.

Decía Walter Lippmann que si no estás presente en los medios, no existes. La pregunta es ¿a qué precio debe estarse presente?

La simplificación del mensaje, la sencillez del lema, buscar de manera constante el titular, crear la noticia, convierte la complejidad de la política en una “comida rápida” para alimentarse, pero no para comer. Es el mundo 2.0.

No es un argumento válido que la gente lo pide, lo reclama, cuanto más sencillo mejor, cuanto más fácil mejor. No se puede confundir la sencillez con la simplicidad.

Estamos acostumbrados y nos están acostumbrando a ser simples, no a que se entienda nuestra proposición. Los políticos, por la presión de los medios, están convirtiendo la política en un intercambio de lemas para que un titular periodístico contrarreste a otro.

Las cosas de la polis, de la civitas, son algo más que algún titular acertado.

Se dice que la campaña electoral comienza el día siguiente de haberse celebrado las elecciones. En este sentido, las campañas electorales no duran quince días o los meses previos al día de las votaciones, sino que duran cuatro años, tanto para el gobierno como para la oposición.

Esta afirmación es seguramente más un deseo de los propios equipos de campaña que no un análisis de la realidad. Las campañas electorales se pautan en función del tipo de político, de partido y de los equipos de apoyo que se tengan.

Es cierto que no es lo mismo hacer campaña desde el gobierno o desde la oposición. En el primer supuesto, gobernar en sí mismo es un acto de campaña electoral y la pauta planificada de los cuatro años de mandato son la misma campaña, cuyo resultado final es el día de las elecciones. La mejor campaña, en este caso, es un buen trabajo de gobierno.

El político que defiende una posición desde el gobierno tiene un plus de conocimiento y de gestión que le reporta unos beneficios electorales de los que no gozan sus adversarios.

En cambio, la perspectiva desde la oposición es muy diferente. Se ha afirmado, y no sin razón, que para ser alternativa antes debes ser oposición. Tienes que ser visto como posible alternativa, si no el camino a recorrer es más largo y más difícil y los resultados finales inciertos.

En todo caso, hay que distinguir los políticos con sus equipos y partidos que planifican con tiempo la campaña electoral. Analizan, preparan el discurso, reflexionan y buscan los argumentos para estar preparados para el Día D y sobre todo han ido preparando el terreno para que no haya sorpresas. Y los políticos que entran en campaña sin este bagaje previo. Los resultados finales son esperables en cada caso. Cuanto más profesional, menos sorpresas.

¿Hasta qué punto el político en campaña es libre de sus actos?

Un candidato que no siga las pautas fijadas por su equipo electoral tiene bastantes probabilidades de fracasar. Encuestas, análisis electorales, discursos, programas, actos de campaña, entrevistas, ruedas de prensa, imagen y medios de comunicación, todo debe de estar preparado; se vende al candidato como si fuera un producto comercial, pero cuando no existía toda esta tecnología al servicio del candidato, el político debía emerger en sus aptitudes, mostrar sus cualidades o ser un demagogo. Esta última clase de político siempre, aunque triunfara en algún momento, acabó fracasando.

Ahora el político con el perfil propio no puede mostrarse tal como es ya que la “americanización” de las campañas conlleva la simplificación del mensaje. Frases cortas pensadas para ser un titular. “No más de veinte segundos”, es el recordatorio que se le hace al político cuando aparece ante las cámaras de televisión. Para convertir lo complejo, no en sencillo, sino en simple.

¿Se está convirtiendo el candidato en una máquina al servicio de los medios? Sí y no. El político en campaña debe defender y explicar sus ideas y sus proyectos. Hacerlos creíbles y convincentes. Si no son ni lo uno, ni lo otro, el fracaso está a la vuelta de la esquina.

¿Nuevo político para un tiempo mediático? No, el político es el mismo, en todo caso, el estilo es el que se ha adaptado a las nuevas exigencias del guión, mediático por supuesto.

La función del político durante mucho tiempo ha sido transmitir las ideas de su partido, su grupo o su movimiento para conseguir el mayor número posible de electores que le votaran.

La legitimidad de las urnas permite gobernar, si se tienen los suficientes apoyos, y si no, influir en las decisiones.

De esta manera, el político se convertía en el faro de los ideales que encarnaba. Sus discursos eran una guía para sus seguidores para ser retransmitida hacia sus electores.

Educar a los ciudadanos era el objetivo. Viejos métodos para viejos tiempos. La irrupción de la modernidad rompe la vieja política del político mitinero, de los afiliados y de los militantes en campaña, de la movilización del voto por y para una causa.

La modernización de la política mantiene los viejos esquemas, más como un efecto de auto movilización, más como un efecto de inyectar optimismo en las propias filas, que un real impacto electoral. La modernización de la política ha convertido el político en un político con arrastre audiovisual.

Ya no es un político-educador, ahora debe ser un político-seductor, en el sentido mediático del término. Un político de plató de televisión.

Los elementos de seducción vienen marcados, casi impuestos, por los medios de comunicación. En cierta forma, el papel del partido y de los afiliados ha sido sobrepasado, al entrar en la nueva era de la comunicación.

El político conecta directamente con los electores, sin intermediarios de partido. A partir de ese momento se convierte en un líder electoral, no en un líder de partido. Pero los partidos siguen manteniendo unas funciones básicas de reclutamiento de los cuadros intermedios como en el siglo XX. Es la lucha entre lo clásico y lo nuevo.

Aquí nace la contradicción entre el político-seductor convertido en líder electoral y unos partidos no adaptados a las nuevas exigencias de la realidad comunicativa. La política 2.0 marca el ritmo del futuro.

El Príncipe moderno es un Príncipe mediático seductor, con liderazgo electoral ejercido a través de los medios de comunicación y las redes sociales.

Gabriel Colomé es Profesor de ciencia política en la UAB y Director del Master de Marketing Político del ICPS (@gcg55).

Publicado en Beerderberg

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