GABRIEL FLORES
En Ecuador, hablar de Rafael Correa sigue siendo un asunto sensible. Para sus seguidores más fervientes, se trata del mejor presidente de la historia reciente. Para sus detractores, la encarnación del autoritarismo disfrazado de justicia social. Pero más allá de estas polarizaciones, hay una cuestión de fondo que gana cada vez más relevancia: ¿puede el correísmo sobrevivir sin Correa?
El título de este artículo puede sonar provocador, pero busca abrir un debate necesario. No se trata de atacar al exmandatario, sino de advertir sobre un fenómeno común en la política latinoamericana: la idealización del líder por encima del proyecto. Cuando un movimiento se vuelve incapaz de generar nuevos liderazgos, corre el riesgo de desaparecer con su fundador.
En más de una ocasión, el mismo Rafael Correa ha obstaculizado, sin aparente intención, las aspiraciones de sus propios candidatos. En 2021, durante la campaña de Andrés Arauz, sus constantes intervenciones desde el extranjero sirvieron a la oposición para reforzar la idea de que Arauz no era más que un delegado del expresidente. El resultado fue una campaña debilitada, sin identidad propia.
Lo mismo ocurrió en 2023 con Luisa González. A pesar de su disciplina política y su discurso alineado, nunca logró despegar completamente del manto correísta. La falta de autonomía percibida por los votantes terminó jugando en contra de su candidatura. En ambos casos, la figura de Correa funcionó como paraguas… y también como techo.
Este fenómeno no es exclusivo del correísmo. Ocurre en múltiples espacios ideológicos cuando se confunde liderazgo con caudillismo. El problema radica en que, si todo gira en torno a una sola persona, se anula la posibilidad de renovación. Un verdadero proyecto político necesita formar nuevos cuadros, preparar relevos y permitir que surjan voces diversas.
La experiencia de José Mujica en Uruguay es un contraste ilustrativo. A pesar de su popularidad, Mujica nunca pretendió eternizarse en el poder. Supo dar paso a nuevas figuras, como Tabaré Vázquez o Daniel Martínez, y permaneció como un referente moral, no como un dirigente omnipresente. Su legado se consolidó por su capacidad de formar y soltar.
En Ecuador, en cambio, los conflictos internos del correísmo suelen estallar precisamente cuando alguien intenta ejercer liderazgo propio. Las críticas no tardan en llegar, y muchas veces provienen del núcleo más duro del movimiento, que ve con recelo cualquier intento de autonomía. Esta dinámica se refuerza en redes sociales, donde los ataques hacia quien piensa distinto –incluso dentro del mismo movimiento– son frecuentes.
Un fenómeno particularmente preocupante es el tono con el que muchos simpatizantes del correísmo enfrentan a sus críticos. En lugar de argumentos, se recurre a insultos. A quienes votan por opciones distintas se les llama “vendepatrias”, “ignorantes” o “cómplices de la derecha”. Pero esta estrategia, más que sumar, ahuyenta. Nadie se siente persuadido cuando lo primero que escucha es un ataque.
Este tipo de confrontación ciega quedó en evidencia en las elecciones seccionales de 2019, cuando se prefirió no apoyar a candidatos afines ideológicamente por no contar con el respaldo directo de Correa. Esa miopía política fragmentó el voto progresista y terminó beneficiando a candidatos conservadores en varias alcaldías clave.
Más allá de la figura del líder, el correísmo como estructura política enfrenta un desafío institucional: la incapacidad de profesionalizar su militancia. En Ecuador, el Código de la Democracia permite que cualquier ciudadano pueda ser candidato si cumple con los requisitos constitucionales. Pero no exige preparación, ni experiencia, ni compromiso previo con el partido que lo postula.
Se debe solicitar la reforma del Artículo 330 #2 del Código de la Democracia en Ecuador que dice textualmente:
Art. 330.- Se garantiza a las organizaciones políticas registradas en el Consejo Nacional Electoral el derecho a:
#2. Presentar ante la ciudadanía a cualquier persona, que cumpla con los requisitos constitucionales y legales, como candidata a cargos de elección popular
Una reforma electoral que exija al menos dos años de militancia activa, formación política certificada y participación en un pensum académico aprobado por el Consejo Nacional Electoral podría elevar la calidad de las candidaturas. Esto implicaría dividir el fondo partidario entre universidades públicas (para la formación técnica en gestión pública) y los partidos (para la formación ideológica),
Así, se evitarían candidaturas improvisadas, matrimonios electorales por conveniencia y el fenómeno de los “asambleístas independientes” que renuncian a su bancada pocos días después de ser electos. Más importante aún, se incentivaría la formación de líderes con ideas propias, capaces de representar a la ciudadanía y no solo a una figura tutelar.
El correísmo tiene dos caminos: seguir siendo una prolongación de Rafael Correa o convertirse en un movimiento maduro, con institucionalidad y liderazgo colectivo. Reconocer a Correa como su fundador no significa aferrarse a él para siempre. Al contrario, quizás el mayor acto de liderazgo del exmandatario sería dar un paso al costado y permitir que su legado evolucione sin depender de su presencia constante.
La historia suele premiar a los líderes que saben retirarse a tiempo, formar a otros y dejar huella más allá de su figura. Esa es la diferencia entre los movimientos históricos… y los personalismos pasajeros.
Gabriel Flores Avilés es consultor Político de Campañas Electorales (@GabrielFlores_a)