Reseña: «El gran escape» de Angus Deaton

DAVID REDOLÍ

Que un premio Nobel de Economía escriba un best seller no es nada fácil, dada la aridez de la disciplina. Ya lo hizo en 2011 Daniel Kahneman, con su famoso Pensar rápido, pensar despacio. Y ahora el escocés Angus Deaton lo ha vuelto a hacer.

Galardonado en 2015 por la Real Academia de las Ciencias de Suecia por su análisis sobre el consumo, la pobreza y el bienestar, Deaton ha conseguido que Bloomberg/Businessweek, la revista Forbes y The Financial Times declaren su libro El gran escape: salud, riqueza y los orígenes de la desigualdad como uno de los mejores de economía e historia económica escritos hasta la fecha.

Deaton es un portento intelectual. Matemático y catedrático de la Universidad de Princeton (Estados Unidos), es conocido por su capacidad para relacionar dos mundos complementarios: el de la microeconomía y el de la macroeconomía. Abiertamente heterodoxo y autoproclamado keynesiano, Deaton pertenece al grupo de economistas que más duramente han cargado contra las políticas de austeridad, al considerar que “reducen ingresos, recortan beneficios y destruyen empleos”. En los últimos años, su titánica labor se ha centrado en una de sus temáticas estrella: la desigualdad.

Y de eso va, precisamente, El gran escape, de las terribles consecuencias políticas y sociales que genera la desigualdad.

En Occidente ya hablamos con añoranza de mediados y finales del siglo XX, cuando la clase media crecía y la movilidad ascendente era posible con buena formación, con esfuerzo laboral y con claras reglas de juego. Hoy ya no es así. Algo se rompió. Añoramos un mundo que parecía bastante benigno.

Angus Deaton pone en perspectiva esta melancolía: según las variables más significativas –cuánto tiempo vivimos, en qué medida estamos sanos y somos felices, qué sabemos– la vida nunca ha sido mejor que ahora. Y sigue mejorando. La esperanza de vida se ha prolongado un 50% desde 1900 y sigue aumentando; la calidad media de vida se ha disparado; la proporción de personas que viven con menos de un dólar al día (en términos ajustados a la inflación) ha descendido al 14% desde el 42% de 1981. Incluso aunque la desigualdad se ha desbocado en muchos países, a escala mundial se ha reducido, gracias al ascenso de Asia.

La revolución digital permite acceder a información instantánea inimaginable hace tan solo un par de décadas. Y la revolución tecnológica hoy posibilita estar en contacto con amigos y familiares de los que, en otra época, nos habríamos distanciado. La medicina ha avanzado exponencialmente. Y los derechos de las minorías tienen voz propia. La democracia es la forma de gobierno que más avanza y que más consolidada está. Y viajar en coche, en ferrocarril, en barco o en avión para visitar cualquier lugar del mundo está al alcance de muchos.

Pero Deaton nos advierte: el progreso no está siempre garantizado. La humanidad ha pasado la mayor parte de su historia sin hacer ningún avance, sin que la vida se prolongase, ni que los ingresos aumentasen, ni que las minorías se respetasen, ni que los avances médicos o tecnológicos se universalizaran. La incertidumbre, la pobreza y la extrema desigualdad eran la norma.

El gran escape se refiere al proceso que comenzó con la Ilustración y que hizo del progreso la brújula a adoptar. Los dogmas y las creencias de las religiones quedaron relegados y la razón y la ciencia emergieron con fuerza. Un punto de inflexión histórico que trajo consigo la urbanización, la planificación, la industrialización, la educación, la sanidad… con vocación universal.

Con prosa magistral y con sencillez encomiable, Deaton reconoce que hemos llegado a cotas de desarrollo impresionantes (viajando hasta la luna y volviendo tras alunizar ella), pero con externalidades negativas muy peligrosas. Y, entre ellas, dos que pueden ser letales para nuestra civilización: la destrucción masiva de nuestros ecosistemas (la única fuente de vida y la base de nuestra economía) y el aumento de la desigualdad en la mayoría de los países ricos, impactando sobremanera en las clases medias y en los pobres.

Sólo hay una manera de corregir ambos problemas: mediante decisiones políticas considerando un mundo muy globalizado. Si no se abordan pronto ambas cuestiones, para corregirlas, el cambio climático acabará afectando de manera dramática a nuestras vidas y la desigualdad social rampante acabará provocando niveles de frustración, de resentimiento y de odio en capas cada vez más amplias de la población, que acabarán propiciando el ascenso al poder de populismos ingobernables o violentas revueltas de impredecible intensidad y ubicación.

Dado que el progreso nunca está garantizado (se genera a través del trabajo, del esfuerzo y de decisiones políticas, nunca a través del dogma), Deaton nos recomienda reconocer y mantener los imponentes niveles de progreso, pero dotando de una perspectiva global a la economía, para evitar un mundo crecientemente inequitativo y sostenible en su desarrollo futuro. Es eso. O no habrá salida pacífica a la situación actual, en la que cada vez se deja a más y más gente atrás o en la cuneta. Nos conviene a todos, por lo tanto, pavimentar la carretera en esa dirección: la recuperación del crecimiento con equidad (pensando en la provisión de bienes públicos) y reconocer que no hay economías sin ecología. Advertidos estamos.

David Redolí Morchón es expresidente de la Asociación de Comunicación Política (ACOP). (@dredoli)

Publicado en Beerderberg

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