ALBERTO ASTORGA
En el debate político se contrastan las opiniones y se fijan las posturas que defiende cada grupo político o cada persona. Luego, la aritmética parlamentaria resuelve. Pero todo debate democrático y transparente requiere argumentos, que son la justificación, la razón y la emoción que sustentan una determinada opinión.
El argumento político se fundamenta en el uso del silogismo que no es más que una serie de proposiciones congruentes de las que se deriva una conclusión y, en consecuencia, una decisión. Sin embargo, algo que parece tan sencillo, se ve salpicado habitualmente por el uso que hacen los interlocutores de aparentes argumentaciones con el fin de justificar su opinión. Estos argumentos no aportan razonamiento ni conclusión y pueden utilizarse por pura ignorancia, engaño, falta de capacidad, maldad o pobreza intelectual. Son las falacias argumentativas.
El argumento sirve para sostener una conclusión, pero si está mal formulado o contiene falacias, su finalidad no se alcanza de forma plena. La falacia es un engaño y todo argumento que se deriva del engaño se convierte en sofisma, en un argumento engañoso. El debate político cae, en más ocasiones de las aceptables, en el uso y abuso de las falacias argumentativas, lo que lo empobrece y muchas veces lleva a la decepción y a la frustración por parte de los ciudadanos. Este uso se recrudece exponencialmente en épocas de campaña electoral o en el ardor por la defensa en posiciones abiertamente encontradas.
Sería conveniente conocer los tipos de falacias argumentativas, así como su uso en nuestra política y por nuestros políticos. Estas figuras retóricas son de muchas clases y matices y han estado y están siempre presentes en nuestras conversaciones y diálogos, incluso sin ser conscientes de ello.
La falacia argumentativa más conocida y usada es la denominada argumentum ad hominem, es decir, el argumento contra el hombre. Los ataques personales como argumento de debate ocultan siempre una argumentación falsa, pues lo que pretenden, en definitiva, es desviar la atención del asunto que se está tratando para poner el foco en lo personal, descalificando al adversario y sus circunstancias y desacreditar, con ello, lo que argumenta. Se trate de algo cierto, algo falso o una sola sospecha o rumor, cuestiona; no en vano, la persuasión se fundamenta en la confianza que inspira la persona. Destruyendo la confianza, la persuasión no es posible.
Y destruir la confianza no es difícil. Hoy en día vivimos momentos en que al político, a la persona que se dedica a la política, con más o menos motivos o indicios, se la difama y se la lincha públicamente. No sólo sus detractores. Se hacen eco los medios de comunicación; cobra inusitada relevancia y se amplifica por la existencia de las redes sociales; se perpetúa en el universo internet con la dificultad de ejercer el derecho al olvido y los propios compañeros callan, desaparecen o apartan, que es otra forma de dolorosa complicidad. La persona es; el personaje político hace. Se ataca al ser por lo que el personaje hace, pero los duros golpes van a sus emociones, a su familia, a sus amigos y a su vida. Se abusa del ataque “al ser” con absoluto desprecio a la persona que “es”. Se trata, permítanme, de un homicidio emocional. Y el uso de este ardid argumental es el colofón de ese descrédito.
El argumento ad hominem se presenta en dos versiones diferenciadas. El ataque directo consiste en desacreditar a la persona que defiende una postura. Va a la persona, a su carácter, sus vivencias, su inteligencia, su físico. El ataque indirecto evita personalizar, pero se orienta hacia las circunstancias en que la persona se desenvuelve. Su grupo político, su pertenencia a una fe, sus relaciones personales o profesionales, sus intereses, el sistema al que pertenece o está vinculado. En ambos casos, el propósito de ese ataque pretende inducir la falsedad de su argumento, restarle mérito y, por tanto, que se infiera la veracidad del argumento propio.
Obviamente, el hecho de desacreditar al orador, no supone prueba alguna de que lo que diga es falso y, mucho menos, que lo que diga el adversario sea cierto, pero desvía la atención de forma inconsciente y el oyente construye conclusiones erróneas considerando como cierto, algo que no se ha argumentado con congruencia.
Pese a su absoluta falta de sutileza, es una poderosa técnica retórica con una fuerte carga emocional, pues quiebra emocionalmente al adversario y convence fácilmente a quienes se mueven más por los sentimientos y a los que ya están predispuestos a ello sin necesidad de razonamiento lógico alguno.
Efectivamente, es habitual que sin un análisis detallado y atento de los argumentos, el auditorio se incline siempre a observar el debate, no como un intercambio de ideas y conceptos, sino como una competición en la que lo importante no es quién tiene razón, sino quién gana, quién “queda encima”, quien es más ecuánime atizando al adversario.
Decía Erbert Hubbard hace más de cien años que “si no puedes responder al argumento de tu adversario, no está todo perdido: puedes insultarle”. Y así es y así sucede habitualmente en nuestro debate político. Es más común de lo que pudiera esperarse, y se observa en cualquier debate que se presencia, incluso en nuestras conversaciones diarias.
Pero no sólo el hecho de insultar constituye necesariamente una falacia ad hominem. Un insulto es un insulto. Se necesita además, como condición indispensable, que el propósito del ataque sea el descrédito de la persona para así, y como consecuencia, rebatir su afirmación.
Y el argumento, por muy torticero que sea, va de vuelta, pasa al interpelado, lo cita para que responda. Pero, junto al inesperado ataque, el inmediato quiebre emocional que produce y los reflejos condicionan la respuesta. Y la contestación es clave en el resultado, pues según cómo se proceda, se puede salir exitoso o sucumbir en el trance, con el seguro escarnio y reiteración del argumento en momentos futuros.
Ricardo García Damborenea, en su Uso de Razón, indica como posibilidad una defensa al estilo clásico, verbera sed audi (pega pero escucha), del tipo “Si ha terminado usted sus insultos, nos gustaría escuchar sus razonamientos”.
En esta línea, en el artículo titulado “Arte de injuriar” de su libro Historia de la eternidad, Jorge Luis Borges refiere una anécdota ya contada por el romántico escritor inglés Thomas De Quincey, en la que a cierto caballero, durante una discusión, le arrojaron a la cara un vaso de vino. El agredido no se inmutó y dijo al ofensor: “Esto, señor, es una digresión; espero su argumento” .
En estas circunstancias y aceptando el estilo propuesto, conviene gestionar también las emociones y no caer en la trampa de contestar en términos similares. Replicar del mismo modo sería lo fácil y lo que más apetecería, pero, al mismo tiempo, toda nuestra argumentación anterior desaparecería. No lo haga. Refleje la salida de tono del adversario y pídale nuevamente una argumentación congruente.
Esta actitud serena se puede mal entender como una posición tancredista o indolente, pues siempre hay quien pueda pensar que “a ese ʻzascaʼ no ha tenido argumentos de respuesta”. Pero utilizar falacias similares para ganar el debate a cualquier precio se cae en lo que se quiere contrarrestar: carencia de razones y fundamentaciones.
Responder con otra falacia argumental, en este caso de tu quoque, tú también, convertiría el debate en una espiral de descalificaciones, una pelea callejera o una carrera por decir la última palabra.
Ante un buen argumento o ante una buena idea, da igual quién lo aporte o los motivos que tenga para ello. Para Oscar Wilde, “el valor de una idea nada tiene que ver con la sinceridad del hombre que la expresa”.
Es difícil substraerse de valorar a la persona que habla, pues lo estamos viendo ante nuestros ojos, dirigirse a nosotros, agredirnos, y nuestras emociones aparecen, nos acompañan, duelen. Pero evitar este tipo de herramientas en la retórica al uso aliviaría no poco las tensiones y el descrédito de los políticos.
A modo de final, les sugiero una respuesta que serviría de modelo para situaciones similares. Si el argumento contra este artículo fuera, “¿Pero qué va a decir este tío, si no tiene credibilidad alguna?” simplemente respondería: “Si no fuera yo, ni mis circunstancias quien han elaborado este artículo, ¿cómo lo valoraría?”
Alberto Astorga es coach y trainer político en www.visioncoach.es (@CoachBadajoz)
Publicado en Beerderberg
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