MICHELE DI SALVO
Un fantasma recorre Europa. Así empezaba el manifiesto del Partido Comunista firmado por Karl Marx y Friedrich Engels. Fue publicado en Londres en 1848, en medio de ese período que en Italia se conocía bajo el nombre de Risorgimento italiano, y que se extendió por el resto del mundo en formas diversas y particulares. Esta fase, que duró unos veinte años, fue visto como un «movimiento de masas»: era el fin de los imperios, el surgimiento de los estados nacionales y, sustancialmente, la creación de un mapa geográfico y político (no solo) europeo muy similar al actual.
De hecho, el impulso era mucho más profundo: aquellos viejos imperios ya no respondían a las necesidades de gobierno de unos estados más complejos, con economías industriales, pero, al mismo tiempo no estaban listos para dejar el modelo monárquico y aventurarse en nuevas formas de gestión política que en esa época eran desconocidas e ignotas, con riesgos excesivos de inestabilidad, y sin ninguna garantía de éxito.
Se necesitará un siglo, dos guerras mundiales, setenta millones de muertos, el nacimiento de los medios de información de masas y la difusión del teléfono, así como diversas dictaduras nacionales, para que se llegue al sufragio universal, al voto de las mujeres, y al surgimiento de las democracias tal como las conocemos hoy en día.
Un proceso tan largo y con tanto sufrimiento costó millones de vidas. Pero esos años del Risorgimento fueron la base sin la cual los estados nacionales modernos ni siquiera se hubieran concebido, exactamente como aquel paso necesario para la transformación de un imperio a una monarquía nacional, cuando fueron redefinidas sus funciones, espacios y poderes, de forma más adecuada a las necesidades de la época.
¿Qué tiene que ver todo esto con la actualidad?
La respuesta es muy simple. Ahora, como entonces, «un fantasma recorre Europa» (y en todo Occidente). Y ahora, como entonces, no es «un gran movimiento de masas” preparado para restituir el poder al pueblo. Y ahora, como entonces, las masas (esta vez no van armadas con horcas, sino con el derecho a voto) son los instrumentos para lograr algo más profundo que un voto de protesta contra «los viejos partidos y la vieja política».
Lo que hoy está en cuestión es el sistema de gobierno en su conjunto y la gestión de la «cosa pública» a la que estamos acostumbrados desde el final de las dictaduras nacionales y el surgimiento de las democracias occidentales. Un sistema que básicamente ha dirigido –mayoritariamente en paz- durante cincuenta años el futuro y la reconstrucción de Occidente después de las grandes guerras mundiales, que ha acompañado a las naciones a la revolución tecnológica y de la información, y «gestionado» un mundo que ha pasado rápidamente y, a menudo inconscientemente, de una división en bloques en la guerra fría a una globalización sin reglas. Es este sistema el que ahora está siendo cuestionado, por las clases dominantes (como entonces), y por las masas, el instrumento de esta «revolución» (ahora como entonces).
En varios países europeos la sacudida se produjo a principios de los noventa, con la caída del muro de Berlín, el fin de la guerra fría, la reunificación alemana y el colapso de los países de Europa del Este. Pero este proceso histórico también ha generado la menor necesidad -dictada por la real politik– de «evitar escándalos políticos.»
En Italia fue la época de Tangentópolis, pero las investigaciones sobre corrupción política han tocado a todos los países europeos, cada uno con sus declinaciones. Esas investigaciones han dado nuevo vigor a las transformaciones de los partidos, pero incluso también la desaparición de muchos de ellos. En Alemania se ha pasado de un solo color político a la bipolaridad, en Francia se cuestionó la intocabilidad de la Presidencia, en España los escándalos han barrido lo que antes era inimaginable. En este momento de crisis políticas, las clases dominantes de los distintos países han reaccionado de manera diferente.
En Italia, por ejemplo, se ha tratado de dar respuestas con sólo cambiar la ley electoral, llegando a hacerlos seis veces en quince años.
Esta larga introducción es necesaria para entender cuál es el origen profundo de la fase que todos estamos atravesando, el grado de interconexión del movimiento populista europeo, y cómo esta necesidad de cambio es mucho más profundo de un «movimiento de protesta popular». Sí, un fantasma recorre Europa, y es el fantasma del populismo, una herramienta de recolección de consenso para utilizar el voto popular para una transformación radical de las democracias que conocemos hoy en día.
Si nos fijamos en los procesos que tienen lugar en el conjunto de las democracias occidentales podemos ver claramente muchas características comunes:
- Son procesos que aparecen como » movimientos de protesta recientes», pero en realidad se originan por lo menos hace veinte años.
- Todos son los movimientos que se definen como post-ideológicos y en contra de los partidos tradicionales.
- En casi todas partes, estos movimientos surgen de las luchas contra las instituciones supranacionales (en EE.UU. contra el gobierno federal, en Europa contra la Comisión y el Parlamento Europeo) y, en general, en contra de las políticas económicas y fiscales.
- En casi todas partes, la “sangre” de estos movimientos proviene de las clases sociales generalmente representadas por la izquierda, que son quienes más han pagado las crisis que han tenido lugar durante los últimos veinticinco años.
- Este movimiento de protesta se caracteriza por sentimientos y voluntad de aislacionismo, que en cada país tiene sus formas específicas: en los Estados Unidos contra la inmigración mexicana y la deslocalización de empresas; en Europa contra el este, China y contra los diversos fenómenos de inmigración (sin ninguna distinción entre migrantes económicos, solicitantes de asilo o refugiados de guerra).
- Esta quinta característica nos trae otra: el fortalecimiento de las posiciones típicas de la «derecha radical», también con distintas y, a menudo, nuevas formas de declinación.
Se va desde Alba Dorada en Grecia, con posiciones abiertamente neofascistas, a los principales partidos de las neo democracias de Europa del Este, que también asimilan posiciones indiscriminadamente pro-nazis. En medio, las posiciones francesas e italianas representadas por el Frente Nacional de Le Pen y por la Lega de Salvini, respectivamente, que encarnan a la perfección los seis elementos de los que hemos hablado.
Por último los Estados Unidos, donde la elección de Trump viene determinada por el descenso electoral de los electores demócratas, desilusionados por la política, y el cambio de gran parte de la clase media que si bien no está en una pobreza real, sí ha visto una fuerte reducción de su bienestar y de su poder adquisitivo y percibe su futuro como precario e inestable.
En medio de todo esto existen algunas posiciones que podríamos considerar atípicas, pero que en una inspección más cercana veríamos que entran dentro del marco general que hemos descrito.
En un primer caso, tenemos el UKIP Inglés, artífice de lo que podríamos llamar la primera «victoria de campo» de este movimiento global, a saber, el Brexit, Gran Bretaña fuera de la Unión Europea. Un referéndum nacido por un punto populista de Nigel Farage (según la cual salir de la Unión conseguiría volver «a las glorias del pasado») y de una respuesta aún más populista y lejos de la real politik del primer ministro David Cameron, que por razones de propaganda electoral prometió el referéndum.
En España, sea por el papel de la monarquía (que no ha estado exenta de haber sido afectada por las investigaciones sobre la corrupción), sea por los partidos independentistas (en diversas declinaciones), sea también por la única dictadura de derecha de inspiración fascista no terminada con el final de la segunda Guerra Mundial, el resultado ha sido único en su género: de un lado el estancamiento político de los partidos tradicionales; de otro, el nacimiento de dos partidos clara y abiertamente populistas -a saber, Ciudadanos y Podemos- que desde la derecha y la izquierda compiten por el liderazgo nacional y popular.
Por último, Grecia, donde los partidos históricos fueron literalmente barridos para dar paso a una sustancial monocoloridad de Syriza, el partido de «izquierda radical» del primer ministro Tsipras, crecido también enormemente como respuesta al crecimiento (y el riesgo) de Alba Dorada. A estos países se añade Italia, con el caso del Movimiento 5 Estrellas, fundada por el cómico Beppe Grillo. Y este caso es emblemático de muchos de los paradigmas que he descrito anteriormente.
En el momento de mayor ímpetu, el M5S tenía manifestaciones en las calles denominadas «Vday» o momentos en los que fueron ridiculizados y perseguidos los más famosos políticos italianos. Las posiciones políticas del movimiento son lo más genéricas posible, capaces de «agregar», literalmente, a cualquier persona. Va desde batallas ecológicas y ambientales hasta promesas electorales declaradamente surrealistas como «ingreso mínimo para todos» junto a la abolición de la agencia para la recaudación de impuestos. El movimiento tiene una base electoral en su mayor parte procedentes de los ex votantes de los partidos de izquierda, desilusionados y decepcionados política, pero también social y económicamente. En una combinación que sólo se puede igualar con los orígenes del fascismo (recordemos que Mussolini nació y se formó el Partido Socialista, socialista era su retórica y socialista-sindicalista el programa original del fascismo) el núcleo duro y más activo de la M5S es declaradamente de derechas.
No es casualidad que en el Parlamento Europeo, los representantes del M5S estén en el mismo grupo parlamentario de los nazis de Suecia, del UKIP de Farage, y de los movimientos de derecha de los países de Europa del Este. Pertenecen –y a menudo votan conjuntamente lo mismo- al mayor grupo de la extrema derecha que está encabezada por Salvini-Le Pen, con el que convergen sobre temas tales como la salida del euro y la lucha contra la inmigración.
Mientras que en un sistema bipolar blindado, como el americano, la única posibilidad para el populismo es «subirse» a uno de los dos grandes partidos que ganan las primarias -exactamente como hizo Trump- el camino es más difícil en Europa, porque normalmente los sistemas son «bipolares abiertos», es decir, se prevén y necesitan más partidos, organizados en coalición, o con la capacidad de crear coaliciones después de las elecciones, para crear y sostener un gobierno. Esta opción, que al parecer no garantiza la estabilidad del gobierno ni la certeza de los resultados electorales, es actualmente el único obstáculo en las democracias occidentales para que no se triunfe el populismo. Lo vimos en España, lo vimos en Italia, y lo veremos probablemente en Francia.
Sin embargo, se abren al menos dos preguntas que quienes hacen política y quienes participan en su comunicación tienen el deber de saber:
La primera pregunta se refiere al «hacia dónde se dirigen» los diferentes políticos elegidos en estos partidos extemporáneos y cuál será su futuro político sin una estructura, y si las reglas actuales de estos partidos sobrevivirán mañana. A esta pregunta se puede responder con el caso italiano del M5S, en el que se ha pasado de «la honestidad y la transparencia»: reducción salarial, la devolución del dinero no gastado, el streaming de todo; a un directorio elegido por nadie, a recibos no publicados durante meses, y a reembolsos con costos estratosféricos. A estos hechos se añade mucha de esa «mala política» contra quienes estos políticos hace unos años se lanzaron y por lo que se hicieron candidatos. Entre ellas, falsas firmas para los candidatos, nombres «viejos» reciclados en encargos colaterales, guerra entre corrientes y facciones, y recurriendo cada vez menos a las antes tan declamadas consultas en línea. Parece que asistamos a aquella evolución que Orwell explicaba en Rebelión en la granja como el fin natural de la revolución. Las reglas del M5s indican que sus miembros electos no pueden tener cargos más de dos períodos. Esto significa que los ahora alcaldes de Roma y Turín, que ya han sido concejales, no tendrán un segundo periodo en el poder. Y que la próxima legislatura será la última para todos los actuales parlamentarios.
Lo que parece, finalmente, es que todos estos movimientos se traducirán ni más ni menos en una oportunidad para algunos de «salir adelante» en la política, mediante el uso de la fuerza propulsora del descontento general, de los que se destacan como paladines y abanderados de ese descontento. Salvo que después recorren exactamente aquellas viejas lógicas y vuelven a entrar en el sistema.
La segunda pregunta es más grave y profunda y abarca el «hacia dónde van las democracias occidentales». Es decir, cuál es la dirección final de este movimiento de transformación de la propia democracia tal como la conocemos.
Al igual que en la segunda mitad del siglo XIX los imperios no fueron un sistema adecuado en ese momento, y tal y cómo las monarquías no lo fueron en la primera mitad del siglo XX, las formas actuales de la democracia no son adecuadas para gobernar un mundo globalizado e interconectado. Las formas modernas de comunicación y la nueva velocidad que han obtenido los medios de comunicación no se prestan a las formas tradicionales de gobierno parlamentario del siglo pasado. Es probable que la dirección que van a tomar las formas de Estado y de gobierno serán cada vez más similares a la americana, con sistemas bipolares cerrados, con partidos ligados a los ciclos electorales, y más y más escalables.
Vamos hacia un mundo en el que se perderán la mayor parte de las especificidades típicas políticas, hijas de la historia de los Estados nacionales individuales, y hacia un modelo en el que los gobiernos, elegidos todos casi por igual, con sistemas políticos -sino idénticos, al menos similares- que otorgarán más poder de toma de decisiones y cuyos representantes hablarán con sus compañeros y homólogos entre sí cada vez más a menudo en estructuras e instituciones supranacionales.
De alguna manera vamos hacia la globalización de la política, de los sistemas de gobierno y de representación. Nos guste o no, sin duda sería el sistema más adecuado para gobernar los países participantes en un mundo globalizado, e incluso también para representar fuertes intereses en conflicto, y mostrar a los protagonistas de la vida política.
En este proceso -sin duda más lento porque no es el resultado de una guerra mundial- los movimientos populistas tienen un papel importante en la desintegración del viejo sistema. Al mismo tiempo que están destinados, por razones fisiológicas, a no ser los protagonistas de lo que vendrá. O se reciclan, reconvirtiéndose con estructuras de partidos, o serán «una pieza de transición» de esta deconstrucción.
Dejarán, sin embargo, huellas profundas en la política y la comunicación, que no pueden dejarse ya de lado, como el lenguaje, los tempos y la sintaxis de esta nueva agregación de consenso, realizado a través de la web, viralidad, eslóganes…
Un ejemplo concreto de nuevo podría ser Donald Trump, que después de usar la sintaxis completa de la temática y todo el léxico del populismo para escalar en el Partido Republicano, lo usó para alcanzar el poder. Y una vez llegado a la presidencia, ha debido mediar con el fin de poder gobernar, de hecho escogiendo a históricos lobbistas, dirigentes y líderes del partido para puestos en el nuevo Gobierno. Exactamente en contra de esa idea por él vendida de que él mismo es alguien ajeno a los partidos, que proponía una revolución y la demolición de las viejas lógicas y nomenclaturas.
Michele Di Salvo es CEO de Crossmedia Ltd. Especializado en relaciones públicas y comunicación. Escribe en micheledisalvo.com, colabora con numerosos medios de comunicación y es especialista en estrategia de campañas (@micheledisalvo)
Publicado en Beerderberg
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