Política en tiempos de ‘Fariña’

ÓSCAR BERNÁRDEZ PÉREZ

«El interfecto baja de casa y entra en la cafetería del hotel Araguaney, donde se reúne con Senén Bernárdez, de Coalición Galega. Sale de la cafetería y se encuentra en la acera con Xosé Manuel Beiras, del BNG. Entra en la cafetería y se reúne con Ceferino Díaz, del PSOE. Sale de la cafetería y se tropieza en la acera con Rodríguez Peña, del PNG-PG. Entra en la cafetería y se reúne con Camilo Nogueira, del PSG-EG. Sale de la cafetería y saluda a Cuiña, de los nuestros. Entra en la cafetería y se reúne con Victorino Núñez, de los nuestros, pero menos».

Este pasaje del periodista y escritor coruñés Manuel Rivas era en origen parte de un folletín de ficción, el único soporte capaz de devolver algo de sentido a la agitada crónica política que recorre las décadas de los setenta y los ochenta. En España la democracia estaba a estrenar y en Galicia nadie confiaba, algo a lo que los gallegos estaban más que acostumbrados. De hecho, no es que los gallegos sean conservadores, es que son desconfiados. Así que no confiar era lo habitual, como es normal en la tierra del minifundio. Lo positivo de que en Galicia nadie confiara era que la clase política autóctona, libre de colonización ideológica, era fiel representación del votante.

Había poca confianza entre los políticos galaicos, pero si de alguien desconfiaban era del Estado. A mediados de los setenta, mientras fraguaba aquello de la reforma política, el baremo de lo admisible en Galicia lo marcaba una sociedad en la que, de todas formas, nadie confiaba. Así medró la industria del contrabando, sustento desde la posguerra de las comarcas regadas por el río Miño. Por la fragosa y húmeda frontera con Portugal se camuflaba café africano, medicinas e incluso vehículos por piezas, elementos transportados a pie, en bateles o en tren.

Jugarse el tipo por mover aquellos productos –de otra forma inaccesibles– generaba orgullo entre los paisanos, y todos se ofrecían para vigilar y avisar de la llegada de los afortunados carabineros y guardinhas allí destinados. Era una labor con respaldo social y redes logísticas que crecían en complejidad y longitud. Con márgenes cada vez más amplios en el tabaco, surgieron los primeros mayoristas del contrabando, un admirado grupo de intocables que compartía círculos con banqueros y alcaldes.

La influencia de los jefes del contrabando era tan notable como la que ejercían los cargos de diputaciones provinciales, cajas rurales y cooperativas, instrumentos de control social en una Galicia dependiente en exceso del aparato estatal. De estas mismas estructuras salieron los candidatos de Unión de Centro Democrático (UCD) y de Alianza Popular para los primeros comicios generales de 1977, los primeros tras la dictadura. Arrasó la reforma, mas el oficialismo trazó un diagnóstico errado sobre aquellos resultados.

Con una mezcla de ignorancia y triunfalismo, los mariscales del Centro colocaron a Galicia entre los territorios leales y descartaron las promesas realizadas sobre el idioma y la autonomía; promesas que cohesionaban sus cuadros autóctonos y que habían calado en un país que veía en la descentralización la solución al atraso económico e institucional. Obviaron la penalización que suponía para la izquierda y el nacionalismo la sopa de siglas, e infravaloraron el impacto de los aparatos mediático –que Adolfo Suárez conocía y explotaba sin pudor– y clientelar.

En respuesta al agravio, medio millón de gallegos reclamaron el estatus autónomo en las marchas del 4 de diciembre, jornada que no obstante pasaría a la historia por la reivindicación del autogobierno para Andalucía. La protesta obligó a adelantar la preautonomía, mas no cambió la estrategia del gobierno: encaminados los estatutos de Euskadi y Catalunya, tocaba ‘racionalizar’ el proceso autonómico y Galicia sería ejemplo para las demás.

Lo que siguió fue un anticipo del destino de UCD y de lo que sería la política galaica en la década de los ochenta. Desde Madrid se dio orden de ralentizar las negociaciones para finalmente recortar el proyecto del Estatuto de Galicia ya en la Comisión Constitucional, un ardid que doblegó cruelmente al sector galleguista dentro del reformismo. Cuando hubo de explicar su voto Antonio Rosón, presidente preautonómico por el Centro y pionero de la causa del autogobierno, comentó resignado:

– Sí, pero no.

La maniobra asimismo costó el apoyo de teóricos aliados, por considerar que la redacción final dejaba al estatuto sin mecanismos para solicitar competencias y por tanto era discriminatoria. «Si en Galicia hubiese metralletas, no pasaría esto», exclamó Manuel Fraga, líder de Alianza Popular y ministro durante el aperturismo y la reforma del régimen. La reacción social, guiada por la intelectualidad y organizada a través de las alcaldías, tomó por nombre el «aldraxe». Una nueva concentración popular –otro 4 de diciembre, pero de 1979– dejó claro que un plebiscito en esas circunstancias agotaría el crédito del partido en el gobierno.

Desde el Centro se intentó todo lo imaginable para conseguir respaldo a la eventual consulta, siguiendo el mismo cauce torticero. Ni amedrentaron a los socialistas ni consiguieron atraer al Partido Galeguista. Al final, la disensión interna obligó a Suárez a levantar las medidas restrictivas en el Pacto do Hostal, el acuerdo de mínimos entre gobierno y oposición que desbloqueó el proceso estatutario. Ya era tarde para UCD: luego de un plebiscito marcado por la abstención, las primeras elecciones autonómicas en Galicia (octubre de 1981) adelantaron el desplome del reformismo y el auge de Alianza Popular.

Para entonces, los capos del contrabando aportaban más que votos. Negociaban directamente con las tabaqueras norteamericanas, en un negocio equivalente en valor al diez por ciento de todo el comercio legal en España. El tabaco salía de Rotterdam o Amberes con destino a algún puerto africano; frente a las enrevesadas costas de las Rías Baixas, lanchas fueraborda (planeadoras) se encargaban de la descarga. De ahí el tabaco pasaba a los intermediarios encargados de la distribución clandestina. El contrabando únicamente comportaba faltas administrativas.

Aparejada a esta riqueza, los señores del contrabando iban consolidando contactos en la representación legal y la administración. Cambiaron las prioridades, dejaron de sostener al poder para transformarse en parte del poder. Era cuestión de viejas amistades, de recomendaciones, de apoyar al alcalde de turno o financiar a la organización que pudiera desbancarlo. A comienzos de los ochenta, era una hazaña erigirse en servidor público en la Ría de Arousa sin tratar con alguno de estos notables.

Esta interdependencia arrojó episodios comprometedores incluso en las más altas instancias. En 1984, el presidente de la Xunta de Galicia –el gobierno autonómico– coincidió en un hotel de Viana do Castelo (Portugal) con los jefes del contrabando, huidos durante la primera redada en virtud de la nueva Ley de Contrabando, que introducía penas de prisión. Gerardo Fernández Albor les sugirió que se entregaran, como a la postre harían. Quienes habían impulsado la operación, el juez de instrucción de Cambados y el gobernador de Pontevedra, fueron trasladados fuera de Galicia.

Los esfuerzos del ejecutivo central socialista contra el contrabando reforzaban en votos a otras formaciones más flexibles. Ello se traducía en alcaldías y, más importante, en el control de la Diputación de Pontevedra y de la estratégica Cámara de Comercio de Vilagarcía de Arousa. Desde esta corporación logró Pablo Vioque tejer una red que desbancó a Mariano Rajoy de la presidencia de la Diputación.

Vioque fue el más notorio de los abogados del contrabando que consiguieron dar el salto a la política. Estos letrados sabían de las negociaciones y de los viajes a Suiza y Panamá, con lo que se desenvolvían con solvencia en el entramado clientelar. Concejales y empleados municipales discurrían por caminos semejantes. Y no era raro ver a algún alcalde ocupándose en persona de las descargas y el posterior transporte.

Paralelamente, ya finalizada la primera legislatura autonómica, se alcanzó la etapa cumbre de la política gallega. Las urnas de 1985 dejaron la llave de la gobernación en manos de Coalición Galega, entente surgida de los restos del Centro en unión con sectores del Partido Galeguista. De atraer al máximo responsable de Coalición se encargó el vicepresidente de la Xunta y antiguo director de campaña de los aliancistas, Xosé Luís Barreiro (sucesor en el cargo de Romay Beccaría, padrino político de Mariano Rajoy y Alberto Núñez Feijóo).

Barreiro consiguió la aritmética necesaria para investir de nuevo a Albor, bajo cuya figura había conseguido más poder que el del propio presidente. En 1986, Barreiro y otros cinco conselleiros dimitieron para intentar forzar la caída de Albor. Después de fracasar, dejó la militancia de AP y rompió lazos con Fraga. Don Manuel llamó entonces a Mariano Rajoy, otrora rival de Barreiro en Pontevedra, para ocupar la vicepresidencia y atajar la crisis de gobierno.

A finales de 1987 llegó el golpe de gracia al ejecutivo. En un giro para la eternidad, Barreiro se erigió en líder de Coalición Galega, organizó una moción de censura y reconquistó la vicepresidencia, en esta ocasión con el socialista González Laxe al frente del gobierno. Convertido en protagonista absoluto de la vida política del momento, el tránsfuga reconstruiría la estratagema en Ciencia política y ética del poder (prologado por Xosé Manuel Beiras). Con todo, el enunciado que quedó para la posteridad salió del aliancista Manuel Iglesias:

– Aquí pasó lo que pasó.

Este esplendor coincidió con el cénit de la generación más joven de traficantes, los que abandonaron el tabaco por la cocaína y los proyectos urbanísticos. Aun con los crecientes problemas sociales que acarreaba el consumo de drogas, la visita de líderes y sicarios de los cárteles, y la consiguiente vigilancia policial, reconocidos cargos políticos seguían mostrándose en público junto a los clanes de la fariña. Y continuaron haciéndolo incluso a partir de 1990, fecha clave para el narcotráfico.

El comienzo de la década quedó marcado por la primera mayoría absoluta de Manuel Fraga y las consecuencias de la Operación Nécora, instruida por el juez Baltasar Garzón. La caída en desgracia de cargos políticos clave y los procesamientos judiciales terminaron, ya en el cambio de milenio, con una época en la que el poder pasaba por las amistades de la Ría de Arousa.

Resulta imposible determinar en qué medida afectó el declive de estas redes a los poderes internos del recién refundado Partido Popular, espejo político de una sociedad desconfiada y con un singular código ético. El caso es que coincidió con el fin de una estirpe política, los de la boina, de signo galleguista y decisivos en la puesta en marcha de la autonomía. Fueron arrinconados progresivamente por los del birrete, los de Romay Beccaría.

Y aunque las amistades del pasado volvieran de cuando en vez para recordar los orígenes del poder, la etapa de los pactos antinatura y el transfuguismo quedó clausurada.

 

Óscar Bernárdez Pérez es periodista (USC) y analista político (UAB), es consultor de comunicación

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