IVANA TORRICO
Fútbol es pasión y cuando pensamos en fútbol, siempre lo asociamos con algo positivo: competencia, deporte, medir quién es el mejor cada cuatro años.
Este evento deportivo se realiza cada cuatro años desde 1930, con la excepción de los años 1942 y 1946, en los que se suspendió debido a la Segunda Guerra Mundial. Cuenta con dos etapas principales: un proceso clasificatorio en el que participan en la actualidad cerca de 200 selecciones nacionales y una fase final realizada cada cuatro años en una sede definida con anticipación en la que participan 32 equipos durante un periodo cercano a un mes.
Aunque el legendario exfutbolista portugués Nuno Gomes recientemente afirmó que el fútbol no tiene nada que ver con la política, esto lamentablemente no es cierto.
Hablando específicamente de Brasil 2014 y toda la organización a cargo de la administración de Dilma Rousseff, esto parecía ser simple. Pero no fue así. Claro, organizar el mundial de fútbol, ganarlo por sexta vez y subirse a una ola de euforia para mantenerse otros cuatro años en el poder, parecía tentador. Sin embargo, la presidenta brasileña Rousseff se dio cuenta de que esto no era tan sencillo.
La ola de protestas en la calle convocada en las redes sociales sorprendió a muchos. ¿Por qué un país que ama el fútbol como lo hace el pueblo brasileño, hasta parecía oponerse a ser anfitrión? De hecho, lo que se suponía que fuese un momento de orgullo nacional, se convirtió en un campo minado para una presidenta cuya popularidad se había debilitado.
La gente protestaba por los altos costos del Mundial 2014 y por las pocas mejoras en salud y educación, protestas con miles de personas movilizadas, policías, gases, balas de goma y todo esto a metros del estadio de Maracaná.
No hay hospitales, ni escuelas y los sistemas de transporte son pésimos y en lugar de solucionar estos servicios para la gente, el gobierno decidió hacerse cargo de costosos estadios, que algunas ciudades ni siquiera necesitaban.
“La presidenta Rousseff debe estar deseando que Brasil no hubiese sido anfitrión de la Copa del Mundo en un año de elecciones”, dijo esa vez Thiago de Aragão, socio de la consultora Arko Advice en Brasilia.
Quizá, sólo si Brasil se coronaba campeón, podrían mejorar los resultados de las encuestas para Rousseff. Pero esto probablemente se desvanecería en pocas semanas, dejando más de dos meses para que el electorado tome en cuenta la realidad antes de las elecciones del 5 de octubre de 2014.
En el peor escenario, el desastre de una eliminación temprana del torneo podría contribuir a la frustración por cómo ha gestionado Brasil los preparativos del torneo y alentar el deseo de un cambio.
Frente a la humillación de perder por 7 a 1 ante la selección alemana, la sensación de fracaso fue muy profunda. El pueblo brasileño respira fútbol y este resultado, más todo el entorno del mundial Brasil 2014, muestran las debilidades de un país que poco antes era considerado uno de los más fuertes y la séptima economía del mundo.
Y sí, Dilma ganó las elecciones, pero lo hizo con un ajustadísimo margen. Con el 100% de los votos escrutados, Rousseff obtuvo el 51,64% contra el 48,36% sumado por su oponente, el liberal Aécio Neves, del Partido de la Socialdemocracia Brasileña (PSDB).
Más tarde, un proceso de impeachment termina con el mandato de la primera presidenta mujer de Brasil y con 13 años de gobierno de su partido, para dar paso a Michel Temer, que asume la presidencia.
El fútbol es pasión y usar esa estrategia de identidad con el deporte es legítimo. Sin embargo, muchas veces esto se desvanece cuando los problemas de fondo del pueblo no se solucionan y cuando los escándalos de corrupción relacionados con el enorme caso de sobornos de la petrolera Petrobras, conocido en todo el mundo como Operación Lava Jato, son evidentes.
Se jugó con ese sentimiento, pero se volvió más en un riesgo que en una oportunidad política
Ivanna Torrico es licenciada en Comunicación Social y magíster en Marketing Político 2.0 (@IvannaTorrico)
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