JORDI GALÍ CABANA
Hace un tiempo tuve el placer de recuperar el libro de Moisey Ostrogorsky, La democracia y los partidos políticos, en el que el politólogo –y político– del antiguo Imperio Ruso escribe su análisis del sistema de partidos en las democracias representativas de finales del siglo XIX y principios del XX, muy trasladable al sistema y contexto actuales.
Es de aquel tipo de libros que piden una lectura calmada para entender los conceptos detrás de cada párrafo, cada línea y cada palabra. Es imposible resumir el libro en un artículo, pero sí que me parecen interesantes algunas de las reflexiones e ideas que el autor introduce para reflexionar sobre como estas pueden seguir vigentes.
Uno de los primeros conceptos que el autor desarrolla es el de los partidos políticos como empresas electorales como consecuencia de la complejidad de nuestro sistema democrático. En el proceso evolutivo de súbdito a ciudadano, el primero lucha y gana derechos fundamentales entrando y creando los primeros estados modernos, aumentando también su participación en el sistema y su conocimiento sobre qué es y cómo funciona la democracia representativa y el estado moderno, que se encuentra en estado embrionario. Todo esto, mientras el súbdito mantiene un pulso constante contra la aristocracia y los poderes absolutistas para ganar todas las libertades que ha aprendido que merece.
Hasta aquí todo bien; gracias a la revoluciones liberales la conciencia sobre los derechos y libertades crece y, con ella, también la lucha contra quien pretende impedir los mismos. El problema llega cuando el súbdito pasa a ser ciudadano, pues se da cuenta de la injusticia que pueden comportar todas las libertades sin ningún control y de la necesidad que el Estado intervenga para garantir cierta igualdad -perspectiva que se plantea desde la mayoría de las ideologías de la época-.
Este momento es problemático porque comporta una complejización del sistema público y electoral que acaba causando una desorientación en la opinión pública por imposibilidad de dedicar todo el tiempo que merece a entender y participar de la cosa pública. Es así como la enorme complejidad y la necesaria participación ciudadana que pide la democracia representativa acabó provocando que los partidos políticos intervinieran como un tercer actor, interponiéndose en la relación existente entre ciudadanía y élite política.
En el momento en que los partidos actúan de intermediarios, acaban con la responsabilidad del ciudadano de luchar por sus derechos, o como mínimo de reflexionar sobre las fallas del sistema. El responsable es el partido político, aunque el rendimiento de cuentas sea mínimo debido a que su condición de necesario y su capacidad de influencia lo hacen dominador de la opinión pública.
La paradoja, entonces, es que el sistema de democracia representativo, surgido de un claro proceso de democratización -en el que se ganan libertades y se aumenta la igualdad entre ciudadanos- acaba causando la desafección, la pérdida de interés y de implicación en la política que sufrimos hoy en día, por culpa de unas organizaciones lucrativas que ofrecen al ciudadano la posibilidad de eludir la responsabilidad política inherente y necesaria en democracia.
Jordi Galí es graduado en Ciencias Políticas por la Universidad Pompeu Fabra. Interesado en el mundo local (@jordigali9)
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