Los hombres enfadados cantan juntos: música y extrema derecha

EDUARD GÜELL

Hace poco supimos que la sonda Voyager 2, lanzada en 1977, se encuentra a 18.000 millones de kilómetros de la Tierra y ha llegado al espacio interestelar. La Voyager 2 es especial. Transporta, como la primera Voyager, dos discos fonográficos para “comunicar nuestra historia” –así lo expresó la NASA– al lejano lejano espacio. Con este propósito, los discos contienen, entre otros elementos, una selección de música popular elegida por un comité presidido por Carl Sagan. Se incluyen temas como “El cascabel”, interpretado por Lorenzo Barcelata y sus mariachis; “Johnny B. Goode”, de Chuck Berry; o la Quinta Sinfonía de Beethoven. Queremos causar buena impresión y que la primera imagen que se formen los extraterrestres de nosotros sea la de unos seres melómanos. Pero seguramente lo más interesante de lo que está ocurriendo a miles de millones de kilómetros no es el envío de la sonda sino, precisamente, el mismo ejercicio de conceptualizar qué somos y de seleccionar aquello que nos puede llegar a representar. Es decir, que el mismo hecho de seleccionar qué nos caracteriza nos está diciendo más a nosotros de nosotros mismos que a los extraterrestres; enviar la sonda al espacio interestelar es sólo la excusa. Y sí, nos gusta que la música nos defina.

La música ha jugado históricamente un papel clave en la representación simbólica de los grupos humanos. Su recorrido histórico y su relevancia han sido bastamente abordados, y la musicología y la etnomusicología –o antropología de la música– han dotado de método al estudio de la relación entre la música y lo humano. Tenemos, por tanto, un amplio conocimiento de los usos y costumbres de la música en su práctica social, esto es, en su práctica política. Una práctica acelerada desde que se produjo la primera grabación –que no llegó hasta que Walt Whitman registrara su voz recitando el poema America en 1890, como bien recuerda Agustín Fernández Mallo en su monumental obra Teoría general de la basura– y, ahora, universalmente llevada a otra dimensión gracias a las plataformas de streaming y a los dispositivos móviles conectados permanentemente a la red. Todos podemos ser un altavoz. “Oigo música en todas partes”, que diría la banda murciana M-Clan.

No es extraño que cualquier movimiento político actual pretenda buscar formas de emplear la música para galvanizar a una ciudadanía cada vez más aturdida por el alud de estímulos que recibe. Justamente por este motivo, cada vez es más difícil encontrar la fórmula adecuada y seleccionar canciones (la playlist) que consigan exaltar y al mismo tiempo dar fuerza y catapultar los mensajes políticos que se quieran transmitir. Mientras que los viejos partidos cuentan con sus propias melodías, himnos reconocibles, canciones tradicionalmente asociadas a su marca y arrastran esta path dependence musical, los nuevos partidos se pueden permitir el lujo de la experimentación. Y en España hay un caso que ha llamado particularmente la atención.

El uso que está haciendo Vox de la música en sus actos públicos es una constante sorpresa. No sigue un patrón, no existe aparentemente una lógica detrás y admite lecturas diferentes. Suena “El novio de la muerte” y a continuación un éxito pop. Pero esta supuesta casualidad atiende a una estrategia bien ejecutada. El éxito de Vox es apropiarse de canciones que intuitivamente no se asociarían al partido, y utilizarlas para el disfrute de sus seguidores. Existe, también en la música que eligen, una reacción ante lo mainstream, una voluntad de domesticar lo establecido y de tomar el control cantando y adulterando canciones populares –muchas de ellas con mensajes contradictorios con lo que están defendiendo en el mismo acto en el que las cantan–.

Sin embargo, la explicación del porqué de esta estrategia debe ser más simple. Desde Ockham sabemos que suele ser así. Lo que estaría buscando Vox sería crear una sensación de comunidad con un objetivo sencillo: que la gente cante. Que los que asistan a los actos se sepan las letras de las canciones y las canten y las bailen. Y el contraste con el tono grave y la liturgia a la antigua de sus actos es fascinante.

Esto se puede ver de un modo muy claro en el caso del cambio de letra del éxito de Pet Shop Boys “Go West” por el “En pie si eres español” que sonó en el mitin de Vistalegre del pasado octubre. Una melodía muy reconocible, un estribillo pegadizo y adaptado al castellano que además concuerda con el mensaje que quieren transmitir.

Vox es un caso peculiar entre los partidos que le son afines a nivel europeo e internacional. La música que caracteriza a los partidos de extrema derecha en otros países europeos suele ser folklórica (como en Polonia) y los seguidores gustan de escuchar compases más mecánicos y repetitivos mezclados con sonidos electrónicos, como el estilo synthwave. De hecho Richard Spencer, uno de los padres de la alt-right americana, expresó que Depeche Mode son “la banda sonora oficial de la alt-right”.

Vox tiene poco que ver con nada, a nivel musical. Basta recordar su gusto por poner éxitos de Café Quijano, Nino Bravo, Manolo Escobar, o el “No puedo vivir sin ti” de Los Ronaldos que provocó la respuesta viral de Coque Malla en Facebook. También se han atrevido con la canción principal del musical Los Miserables, momento en el que la gente de París se alza contra el rey Luis Felipe de Orléans. Precisamente se utilizó para presentar a Javier Ortega-Smith en el acto de Vistalegre; sólo pusieron unos acordes pero en ella se dice un sugerente “Do you hear the people sing? Singing the songs of angry men?” Después de los acordes se escuchó un “Viva el Rey” que no pareció fuera de lugar. También, como no, han utilizado frecuentemente en mítines de campaña el éxito de Rosalía “Malamente”. Da igual que sea un himno para la comunidad LGTBI, da igual si la canción denuncia el machismo o si el artista rechaza públicamente que su música se use en sus actos: la gente ha venido a cantar.

Si Vox mandara una sonda con música al espacio interestelar, seguramente los extraterrestres andarían casi igual de despistados que nosotros con nosotros mismos.

 

Eduard Güell es Politólogo. Trabajando en el Instituto de Salud Carlos III (@eduardguell)

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