Los ciudadanos se adueñaron de la campaña permanente

MAURICIO DE VENGOECHEA

Asegurar que el mundo cambió más en los ultimos cinco años que en los veinte anteriores no sólo resulta ser una obviedad, sino que al decirlo caemos en el riesgo de que mientras lo afirmamos el cambio continúe. Es algo con lo que tendremos que vivir en lo sucesivo, ya que hoy vivimos en el mundo del update permanente.

El acontecer de un sólo evento puede traer consigo una sinergia de cambio tan grande y significativa que a partir del momento en que ocurre, todo se transforma y pasa a ser distinto a como era hasta ese momento. Y ese evento puede estar fuera del control de candidatos y gobiernos.

¿No fue esto acaso lo que aconteció con el terrible ataque terrorista que destruyó las torres gemelas de Nueva York el 11 de septiembre en 1991, que lo cambió todo para siempre?

¿No fue lo que ocurrió después de la protesta pacífica del llamado movimiento 15M, mejor conocido como los indignados, quienes en mayo de 2011 salieron a protestar pacíficamente en busca de una democracia más participativa, desencadenando una ola que todavía continúa vigente?

Lo que los indignados iniciaron entonces influyó sin que ellos mismos lo supieran y ni siquiera lo quisieran, en significativas manifestaciones similares ocurridas en el mundo entero, como fueron las que produjeron la caída del gobierno de Hosni Mubarak en Egipto después de una dictadura de cuarenta años, mejor conocida como la Primavera Árabe;  las protestas que en los Estados Unidos se desarrollaron frente a Wall Street en busca de mayor trasparencia financiera; e incluso provocó las reformas a las que se vio obligado el gobierno chileno de Michelle Bachelet, que terminó con la adopción de medidas en favor de una mejor educación pública y gratuita en todos los niveles, después de que miles y miles de manifestantes jóvenes salieran a protestar cantando y bailando en las calles de Santiago, alentados por lo que se había iniciado en la Puerta del Sol.

Lo cierto es que hoy podemos asegurar sin temor a equivocarnos que, al igual que ocurre con los teléfonos inteligentes o con las aplicaciones que utilizamos en los mismos, que nos anuncian a cada rato que debemos estar al día con sus sistemas operativos, vivimos en un mundo que se actualiza en tiempo real.

La pregunta es ¿qué fue lo que sucedió para que ya no sean los políticos, ni los medios todopoderosos de la comunicación quienes impongan el ritmo de los acontecimientos, sino que sean los ciudadanos de a pie quienes lo hagan?

Sencillo: el avance vertiginoso de la tecnología puso en manos de la gente el poder y hoy, gracias a las nuevas formas y canales de comunicación que existen, son esos mismos ciudadanos quienes exigen de sus candidatos, de los gobiernos y de las instituciones y organizaciones publicas y privadas una mayor participación en las decisiones que se toman, porque saben que éstas efectan de una u otra manera su diario vivir.

Lo cierto es que estábamos mal acostumbrados a que se nos dijeran qué hacer, cuándo y cómo. Estábamos acostumbrados a que nos guiaran… a que nos mandaran. Pero eso se acabó, forma parte del pasado.

Los candidatos, gobernantes y medios de comunicación se aprovecharon de nuestra incapacidad de responder en forma instantánea a sus decisiones y lograron aislarnos  por completo manteniéndonos en actitud pasiva. Los ciudadanos no teníamos los medios para responder a esa comunicación unidireccional donde éramos simples espectadores pasivos, mientras que ellos eran los emisores de los mensajes.

Por suerte, el avance vertiginoso de la tecnología lo cambió todo y, sin querer demeritar la importancia que aún hoy tienen los medios tradicionales de comunicación, la tecnología y las redes sociales digitales empoderaron a los ciudadanos de tal manera, que hoy exigen con propiedad estar sentados en la mesa de las decisiones.

Es por ello que al tener ciudadanos más y mejor informados, la distancia entre candidato y elector, entre gobernante y gobernado, se ha hecho mucho más corta. Algo en lo que ayudaron mucho los buscadores de Internet, que ampliaron nuestro espacio cerebral brindándonos herramientas instantáneas de acceso a la información y al conocimiento.

Hoy no hay prácticamente nada que Google o Youtube no sepan y estén dispuestos a compartir con nosotros de forma gratuita. Luego aparecieron las redes sociales digitales que ampliaron nuestro espectro de acción y permitieron interconectarnos rápidamente con otras personas que buscan lo mismo que nosotros, en todas partes del mundo.

La pregunta ahora es ¿qué tiene todo esto que ver con la idea de una campaña permanente? La verdad, mucho. Veamos:

 Hasta los setenta, una cosa era la campaña electoral y otra cosa era el gobierno. Había casi un divorcio entre una y otro, ya que los candidatos una vez en el poder cambiaban por completo esa actitud abierta que durante la campaña les sirvió para persuadir a sus electores, y pasaban a convertirse en unos personajes distantes y acartonados a los que había que rendir obediencia y hasta pleitesía.

Esto hizo de los gobernantes seres solitarios y aislados cada vez más de la realidad del día a dia de la gente. Lo que conocemos precisamente como “la soledad del poder”.

 Eran muy contados los líderes que entendían que una vez en el gobierno, debían continuar cortejando y enamorando a los ciudadanos para compartir con ellos su visión y de este modo evitar que los cambios y transiciones que debe asumir todo gobernante, impactaran de manera negativa.

A muy pocos líderes les importaba, por ejemplo, saber que muchos ciudadanos no los habían favorecido con su voto por lo que en lugar de escucharlos y buscar mecanismos para entender el disenso, que es en lo que verdaderamente consiste la democracia, los dejaron de lado para favorecer sólo a aquellos que los habían votado.

El divorcio entre campaña y gobierno era más que evidente y fueron pocos los que entendieron que debían mantener viva la llama de la esperanza para poder sostener los porcentajes de apoyo ciudadano que se necesitan para gobernar, incluso cuando las medidas que se deben tomar son difíciles de entender.

Todo esto, sin embargo, viene sufriendo transformaciones importantes desde hace ya varias décadas y no termina de organizarse por completo.

Como nos recordó recientemente Antoni Gutiérrez-Rubí en uno de sus artículos: “A mediados de la década de los setenta, Patrick Caddell trataba de explicar al presidente Jimmy Carter la importancia de que un gobierno estuviera en campaña contínua si quería conservar el apoyo popular. Algunos años después, Sidney Blumenthal redefinía la idea y lanzaba The Permanent Campaign. En ese libro se describía la campaña permanente como ‘el fenómeno en el que gobernar se vuelve una campaña perpetua’”.

 Infortunadamente, muchos de quienes lo escucharon nunca comenzaron a gobernar, sino que se creyeron que continuaban siendo candidatos, cuando en realidad habían pasado a la categoría de gobernantes, algo que se debe asumir con total compromiso y responsabilidad.

El problema consiste, sin embargo, en que todos quieren lo primero. Esto es candidatear. Pero pocos están preparados para lo segundo, que es mucho más complejo: gobernar.

Y es que gobernar no es, como se creen muchos, administrar bien lo público, esto es, hacerlo con destreza y pulcritud. Eso es obvio. Es algo que cae de la mata. Gobernar es mucho más que eso.

Gobernar es soñar y hacer soñar a los ciudadanos con una mejor sociedad y luego, con el apoyo de la gente, tener la capacidad de transformar la sociedad existente en esa que juntos soñaron.

Suena fácil, pero en realidad es muy difícil lograrlo. Y quizás por ello, son contados con los dedos de una sola mano aquellos que después de los años consiguen ser  reconicidos como líderes, como visionarios o como verdaderos estadistas.

Los demás –ciertamente, la gran mayoría–, son simples políticos que sustentaron el poder, que estuvieron allí, pero nadie sabe con exactitud qué hicieron ni cuando, porque no fueron capaces de dejar una huella que nos permitiera recordarlos. Es decir, pasaron sin pena ni gloria.

El secreto, sin lugar a dudas, tiene dos vertientes que hay que saber conjugar casi a la perfección. Por una lado, está la necesidad de tener una buena estrategia para ganar, pero más importante aún que ganar es que quien busca el poder entienda que debe tener un plan para gobernar. Y no hablamos necesariamente de un programa de gobierno, sino de una visión clara de transformación de la sociedad que desea conducir.

Es por ello que antes de entrar a planificar una campaña o desarrollar una estrategia, la primera pregunta que siempre hago a mis clientes es la siguiente: “Supongamos por un instante que ya me contrató como su consultor, que se desarrolló una buena campaña, que ganó las elecciones, que gobernó y que hoy, es el último día de su gobierno. ¿Cómo le gustaría que lo recordaran, por haber hecho qué cosa?”.

Esta pregunta me ayuda como consultor a entender si tengo enfrente a un cliente más o a un líder transformador en potencia, capaz de producir una impronta en la sociedad que quiere gobernar.

Infortunadamente, son pocas las veces en que la respuesta que me han dado, en los ya más de treinta y cinco años asesorando campañas, haya sido muy distinta a algo como: “Quisiera que digan que lo hice bien, con honestidad, con seriedad, con comprimiso, que luego me permita caminar tranquilo por las calles de mi ciudad y la gente me salude con amabilidad y afecto”. Basura. Para eso mejor se hubieran quedado caminando.

Y en segundo lugar y no menos importante, la campaña permanente exige del líder una extraordinaria capacidad y habilidad de comunicación.

Un gobernante jamás debería permitir que la llama que encendió a la hora de persuadir a sus votantes, languidezca o, peor aún, se apague entre sus gobernados. Por el contrario, sus mejores esfuerzos para mantener la llama siempre viva incluyen entender muy bien la lógica de la comunicación y saber a ciencia cierta que ésta no es más la comunicación unilateral en la que el control lo tenía el emisor, sino una mucho más desorganizada y compleja, en la que todos somos actores.

Hoy la gente influye a la gente. Ya no es más la publicidad ni los medios quienes lo hacen.  Si entendemos este simple principio y comenzamos a escuchar la conversación de los ciudadanos y somos capaces de que nuestros mensajes permeen con facilidad en dicha conversación, entonces mantendremos una relación fluida con quienes van a avalar lo que como gobernantes estemos haciendo, sin necesidad de que tengamos que imponerlo o pautarlo, y mucho menos controlarlo, porque eso ya no es posible. Los ciudadanos se adueñaron de la campaña permanente.

Mauricio de Vengoechea es consultor en comunicación política desde 1982, conferencista internacional y articulista político. Cofundador del grupo Newlink. (@devengo)

Publicado en Beerderberg

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