TEÓFILO BEATO
Históricamente, cualquiera sea el sistema de gobierno e independientemente de la línea ideológica de quienes ocupan los sitiales de poder, el espectro político mundial ha estado comandado por un amplio abanico de personalidades. Con matices, diferentes formas de desenvolverse, o disímiles estrategias para la toma de decisiones, la gran mayoría de los líderes políticos alrededor del globo podrían ser identificados y agrupados por una serie de puntos de contacto que los vinculan con unos y los distancian de otros.
El propósito de estas líneas es identificar diferentes categorías de liderazgo vigentes en el escenario geopolítico mundial, e intentar reflexionar sobre cómo impactarán sobre las mismas los coletazos de la COVID-19, en función del actuar de distintos mandatarios ante la pandemia, todo lo cual podría dar inicio a una nueva tendencia en conducción y gobernanza.
1. El Superman
Para comenzar, me centraré en la categoría que podría considerarse “de moda” actualmente en el mundo occidental, en virtud de los resonantes resultados electorales que muchos de sus integrantes han obtenido en el último tiempo. En este grupo se ubican los líderes con aires de macho alfa, aquellos que todo lo saben y todo lo pueden, sin perjuicio de que estos atributos terminen siendo muchas veces, por la fuerza misma de los hechos, una mera ilusión, o peor aún, su kryptonita. Y es en situaciones límite como la que nos atraviesa, las que con mayor probabilidad nos permiten ver las costuras de sus capas.
Hoy podemos apreciar con nitidez que un excesivo personalismo, sazonado con una determinación impostada y una confianza (falta de fundamentos) a prueba de balas, en realidad son la costra que esconde narcisismo y soberbia en altas dosis. Veamos el caso de Brasil, en donde Jair Bolsonaro, históricamente un actor de reparto en la política brasileña, que se las ingenió para gravitar como diputado durante casi tres décadas, hoy se enfrenta al mayor desafío de su carrera política, en el marco de una presidencia que nunca terminó de arrancar, y que de momento no hay indicios de que el panorama cambie. Cerca de las 25 mil víctimas fatales y segunda nación con mayor cantidad de infectados desde el comienzo de la pandemia (más de 370 mil), resulta difícil de creer que el mandatario siga considerando que la COVID-19 no amerita medidas excepcionales ya que se trata de una mera “gripecita” (sic), fustigando con dureza a los gobernadores de estados que sí han dimensionado la gravedad de la situación, y que buscan un equilibrio viable entre la actividad económica y la salud de la población. La postura de Bolsonaro, que ya motivó el alejamiento de su anterior Ministro de Salud Luiz Henrique Mandetta, le estaría pasando factura entre la población, dado que según una encuesta del Instituto MDA para la Comisión Nacional del Transporte, la desaprobación del presidente llega al 55,4%, mientras que la gestión de su gobierno es considerada mala o muy mala por un 43,3% de los brasileños.
Cruzando el Atlántico, en las islas británicas el panorama dista de ser mejor, con un Boris Johnson que registra bajo su guardia más de 37 mil fallecidos, récord europeo y sólo por detrás de Estados Unidos a nivel global, y en donde la pandemia azota con una letalidad cercana al 14%. El sucesor de Theresa May y firme impulsor del Brexit, famoso por sus exabruptos y su excentricismo, está siendo objeto de críticas desde todos los frentes, fruto de su costosísima subestimación de la pandemia, su reacción tardía para mitigar sus efectos, y la falta de una estrategia definida, todo lo cual sigue provocando desconcierto e incertidumbre entre los británicos.
El anuncio llevado a cabo el 10 de mayo, en el que reemplazó la consigna stay at home por la insípida stay alert, no ha hecho más que aumentar los cuestionamientos hacia su gestión, ya que no dio detalles concretos sobre cómo planeaba reactivar la economía de las islas, ni cómo pretendía que los trabajadores autorizados para volver a sus puestos de trabajo, lo hagan sin utilizar medios de transporte públicos.
Finalmente, como último ejemplo y máximo exponente de esta categoría, el caso más paradigmático de todos, Donald J. Trump. Previamente al estallido de la pandemia, el hombre que quemó todos los manuales de comunicación política y obligó a recalibrar la estrategia de asesores y consultores a lo largo y ancho del planeta, veía como la economía de la primera potencia mundial marchaba sobre rieles. El desempleo en mínimos históricos, el mercado de capitales creciendo ininterrumpidamente luego de la crisis de 2008, un principio de acuerdo con China para poner paños fríos a su guerra comercial y demostrar quién es el que manda. Si a ello se le suma el fracaso demócrata en el impeachment, todo parecía indicar que el magnate inmobiliario se dirigiría sin problemas hacia su relección.
Sin embargo, es su misma personalidad avasallante, soberbia y narcisista la que ahora le trae más pena que gloria, poniendo en riesgo no sólo su segundo mandato, sino la economía y el empleo de millones de estadounidenses, que ya han visto como más de 100 mil ciudadanos han perdido la vida por la COVID-19, de más un millón setecientos mil que padecieron la enfermedad.
En un primer momento, Trump minimizó la gravedad de la pandemia comparándola con la gripe común, y luego afirmó que con la llegada del verano el virus moriría, entre otras declaraciones desafortunadas. Pero difícilmente se pueda superar aquel episodio en el que sugirió inyectarse desinfectante para matar al virus, ante la atónita e indescriptible mirada de una de sus especialistas, que se encontraba presente.
Podrían seguir relatándose otros casos igual de desafortunados, como el de Putin o Maduro, pero la intención con lo antes comentado es dejar en claro que no por gritar más fuerte se tendrá necesariamente mayor resonancia, y ni por posar desafiante se inspirará confianza. Lo relevante es el contenido, qué se dice y en qué momento, sin perjuicio de que es innegable que para generar un determinado efecto en la audiencia, cuestiones tales como el tono y los gestos cumplen un rol fundamental, pero no suficiente.
2. El insípido
En esta segunda clase de líderes me ubicaré en las antípodas de la anterior, con personalidades de corte más tecnocrático, conductores de escaso carisma, insípidos, que se sienten más cómodos detrás de un escritorio que frente a una cámara. En ocasiones, pueden ser muy eficientes en su gestión y alcanzar resultados satisfactorios, fruto de su capacidad y dedicación, pero es en momentos críticos y de extrema sensibilidad como el actual, en los que la población requiere de su presencia y autoridad, es donde queda expuesta su falta de empatía y su dificultad para mostrarse cercanos a sus gobernados.
Tomemos como primer ejemplo de este tipo el caso de Sebastián Piñera, quien se encuentra atravesando su segundo mandato como presidente de Chile. Exitoso empresario y reconocido administrador, bajo su conducción la COVID-19 registra apenas un 1% de mortalidad entre la población chilena, con poco más de 800 fallecidos sobre casi 80 mil infectados registrados. Desde un principio, con cuarentenas selectivas o el lanzamiento de paquetes económicos tendientes a mitigar el impacto en la actividad, y avanzando con un confinamiento total en Santiago, el gobierno chileno ha ido analizando la situación día por día y actuando de manera gradual, sin desestimar los riesgos ni exagerando reacciones. Todo esto de momento le ha dado buenos resultados estadísticamente hablando, máxime teniendo en cuenta la grave convulsión social que significó la “Revolución de los 30 pesos” que explotó en octubre de 2019, y en la que con declaración de estado de emergencia y toque de queda de por medio, Chile observaba como su gobierno tambaleaba.
En este marco de aciertos, no se explica cómo Piñera se autoinflige errores totalmente evitables que no hacen más que ensombrecer sus logros, en un país con buena parte de su población irritada y en pie de movilización desde octubre del pasado año. Su visita a una plaza situada en un barrio en cuarentena (con sesión fotográfica incluida), o las declaraciones controversiales de su Ministro de Salud, Jaime Mañalich, quien ha llegado a afirmar que los muertos por coronavirus contabilizaban como recuperados, ya que éstos no contagian, o sus repetidas confrontaciones con la prensa, son lujos que no está en condiciones de darse. Piñera no cuenta ni con el carisma, ni con la cintura política necesaria para minimizar tales deslices, por lo que debería concentrar menos la atención en su figura, y dejar en manos de expertos todo lo relacionado a declaraciones y actividades de comunicación, más todavía en estos días en los que la cantidad de contagios se ha acelerado considerablemente.
Otro caso con varios puntos en común es el de Horacio Rodríguez Larreta, Jefe de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires, el principal foco de la COVID-19 en Argentina, junto con su área metropolitana. La histórica mano derecha de Mauricio Macri en la ciudad de Buenos Aires, y miembro de la mesa chica de la -ahora- principal oposición al oficialismo de Alberto Fernández, siempre fue ponderado por su capacidad de trabajo y de negociación, más que por su capacidad de “llegar” al ciudadano.
Larreta, señalado por propios y ajenos como el sustituto natural de Macri en el liderazgo del PRO y de la coalición Cambiemos, y a quien aparentemente ganas no le faltan para ocupar ese lugar, tiene el cuero curtido luego de décadas en la arena política de primer orden. Sin embargo, siempre existió cierto murmullo general respecto a que su falta de charme podría ser el principal obstáculo de cara a una hipotética carrera presidencial.
Y a esa falta de carisma, ahora se le podrían sumar las consecuencias asociadas a la pandemia, que precisamente donde más fuerte impacta es en su distrito, con más del 46.5% de los infectados en todo el país y el 34.4% de fallecidos (5875 y 162 casos, respectivamente, al 26/5).
Larreta hoy es criticado dentro de su partido por su colaboración con el gobierno nacional del peronista Fernández en el combate de la pandemia, lo que implicó el parate total de la actividad económica, y a la vez es acusado por la oposición de no dar prioridad en la distribución de recursos a los asentamientos marginales de la ciudad, donde el hacinamiento, la falta de agua y de insumos médicos estarían causando estragos entre sus habitantes.
En función de lo anterior, existe la posibilidad que la complejidad de la faena desborde a su figura, no bastando con estar abierto al diálogo y ser un buen administrador, ya que si la población de la ciudad -que representa el principal bastión de su partido a nivel nacional- echa en falta la presencia de un líder capaz de comunicarse de manera clara y empática, sus chances presidenciales podrían quedar truncas.
3. El maquiavélico
En esta tercera categoría me referiré a aquellos líderes que representan aquello que el imaginario popular concibe negativamente como el estereotipo del político. El personaje frío, distante, hábil tras las bambalinas del poder, cuyo único credo es el pragmatismo y el gatopardismo. Para ejemplificar sobre este tipo de dirigente, me centraré en la figura de Pedro Sánchez, presidente del Gobierno de España.
Sánchez, presidente del gobierno desde 2018, fruto del éxito de la moción de censura dirigida contra Mariano Rajoy, ha dado no pocas muestras de su cintura política y de la flexibilidad de sus ideales, cargando a cuestas investiduras fallidas y haciendo y deshaciendo pactos con un amplio abanico de fuerzas políticas (radicales de izquierda, independentistas catalanes, vascos o gallegos), pero sobre todo comunicando e interpretando la realidad a discreción, sin mayor objetivo que el de mantenerse en el poder.
En el marco de la COVID-19, donde España está próxima a la cifra de 30 mil fallecidos (sólo superado por EE.UU, U.K, Italia y Francia), aunque ajustando repetidas veces el método de contabilización, su gobierno ha optado por minimizar la crisis todo lo posible, hablando más sobre incumplimientos al confinamiento que sobre la catástrofe sanitaria o posibles negociados en la compra de insumos médicos, e insistiendo incansablemente en una prolongación del estado de alarma que ya se percibe despótica. De esta manera, Sánchez busca dar una imagen de un estado presente e intolerante frente al quiebre de las normas, más que sobre uno sobrepasado, ineficaz, y sin reacción.
Sus comparecencias públicas también han dejado mucho que desear, al estar marcadas por una asombrosa falta de claridad en los conceptos (¿la estrategia del calamar?), un tono monocorde soporífero, y una cantidad de rectificaciones que no hacen más que sospechar sobre la inexistencia de una hoja de ruta. Por supuesto que hasta el momento nunca ha habido atisbo alguno de autocrítica ni de reconocimiento de errores, tal vez por considerar aquello un signo de debilidad, o lo que es peor, no dilucidar ningún tipo de equivocación propia, prefiriendo repartir culpas y exigir responsabilidad a sus rivales.
Todo parecería indicar que a Sánchez el panorama se le comienza a ensombrecer. Con una economía pronta a ingresar en terapia intensiva, una enfermedad que se está cobrando demasiadas víctimas y aliados políticos hartos de ser usados y luego desechados, deberá jugar muy bien sus cartas, ya que ha quedado claro que su sola figura de poco sirve para vencer la pandemia y evitar una debacle.
4. El humano
Para concluir con esta categorización, es momento de abordar la cuarta y última clase de dirigente. Aquí intentaré graficar al líder terrenal, aquel que transmite cercanía y empatiza con su audiencia, por muy malo que sea el contenido de sus palabras, su figura se percibe “humana”. He dejado para el final este perfil de liderazgo debido a que en situaciones apremiantes como la que nos atraviesa, su consideración y atractivo parecería revalorizarse, siempre claro que su actuar sea acompañado por coherencia y decisiones acertadas, más allá de que frente a una crisis como la actual, ningún mandatario escapa a sus consecuencias.
Me gustaría resaltar primero el vertiginoso ascenso de la figura de Andrew Cuomo, gobernador del Estado de Nueva York desde hace casi 10 años, pero desconocido para el común de las personas hasta la irrupción de este nuevo coronavirus.
Gobernador del estado más afectado por la pandemia, con más de 23 mil fallecidos (casi el 25% de las víctimas fatales de todo Estados Unidos) y un sistema de salud colapsado, Cuomo no se ha dejado llevar por las emociones, aunque no ha dudado en manifestarlas, pero sin dejar de comunicar con rigurosidad, de manera sencilla y utilizando ejemplos prácticos y fáciles de asimilar. Tampoco ha dudado en manifestar cómo sobrelleva la situación dentro de su familia, pero sin buscar con ello rédito político, sino dejándose ver cercano y vulnerable, al igual que las personas a las que se dirige. Su discurso logra equilibrar de gran manera lo que dicta su cabeza y lo que siente su corazón, y eso no se actúa.
Hábil lanzador de titulares y con activa presencia en redes sociales, busca mantener la iniciativa y controlar el mensaje, ya que entiende que el impacto es fundamental para captar la atención de su audiencia.
No obstante, vale resaltar que aún con su franqueza y empatía, no deja de mostrar fortaleza y templanza, lo que se percibe tanto en su lenguaje verbal como no verbal, con variedad de tonos y gestos coordinados, todo lo cual lo convierte en un referente de carne y hueso.
Ahora llega el turno de Jacinda Ardern, Primer Ministro de Nueva Zelanda desde 2017. Si su país apenas supera la veintena de fallecidos sobre menos de 1.500 infectados, buena parte del crédito debe otorgársele a la mandataria. Con el objetivo de atacar la pandemia desde un principio, tomó con rapidez y determinación medidas duras en cuanto a movilidad y actividad económica, aún con sólo un puñado de casos confirmados. Luego el tiempo le daría la razón.
Con actitud decidida, pero tranquila y suave en sus formas, Ardern se dirige a la población de manera clara y directa, apelando a una mentalidad comunitaria y sintetizando su mensaje con un “Be strong and be kind”, que no termina siendo un mero titular vacío de contenido, sino la punta de lanza que anima a sus gobernados en tiempos de zozobra. Ello quedó demostrado a mediados de abril, cuando una encuesta realizada por Kantar entre la población neozelandesa registró un apoyo del 88% a las medidas de Ejecutivo.
En misma sintonía con los antes mencionados podría ubicarse al presidente de la República Oriental del Uruguay, Luis Lacalle Pou. Recién asumido, le ha tocado lidiar con la COIVD-19 desde el primer momento, y hasta ahora parecería estar a la altura de las circunstancias.
Dirigiéndose a los uruguayos con un tono sereno y franco, pero sin dejar de transmitir firmeza y determinación, Lacalle Pou ha remarcado reiteradas veces que, si bien la opinión de sus asesores científicos es fundamental y necesaria, la responsabilidad de la decisión recae exclusivamente sobre su gobierno, mostrando de tal manera una actitud de apertura sin desatender su liderazgo.
Asimismo, ha tomado una serie de medidas para hacer frente a la pandemia desde el conocimiento de los primeros casos positivos, a mediados del mes de marzo, que han sido mayoritariamente aceptadas por la población de su país, y entre las cuales no se incluyó una cuarentana obligatoria a sus habitantes. De ello da cuenta un estudio reciente de Factum, según el cual un 55% de los encuestados considera a la gestión del gobierno frente a la pandemia como buena o muy buena, destacándose además índices de aceptación superiores al 90% respecto a medidas tales como la suspensión de clases o la rebaja de un 20% en los salarios de su equipo de gobierno.
Con un índice de letalidad inferior al 3% (22 fallecidos sobre 787 infectados al 26/5), el mandatario ya ha confirmado la apertura paulatina de las escuelas y la reactivación de sectores como el de la construcción, por lo que de momento la gestión de Lacalle Pou frente al virus estaría dando sus frutos.
Como referente final de esta categoría, en mi opinión no puede dejar de mencionarse a la canciller alemana Angela Merkel, una de las personalidades más renombradas del planeta y quien hace casi 15 años comanda los destinos de la primera economía europea.
Con un impacto de la pandemia considerablemente menor que en muchos de sus vecinos (menos de 9 mil decesos sobre poco más de 180 mil contagiados), desde principios de mayo Alemania se encuentra reactivando escalonadamente su economía, cuyo acontecimiento más resonante por estos días es la vuelta del fútbol (a puertas cerradas y con limitaciones varias, claro).
En medio de toda esta tormenta que representa la COVID-19, su tranquilidad y claridad para exponer conceptos, junto con la confianza y cercanía que transmite, son atributos que le permiten dirigirse a su audiencia de manera directa y sin sembrar pánico, como sucedió al momento de declarar que era esperable que entre el 60 y 70% de los alemanes se infectarían el virus.
De esta manera, Merkel ha revalidado sus credenciales de estadista y no son pocos los que creen que el camino hacia un nuevo mandato se iría allanando, luego de públicos desencuentros dentro de la coalición gobernante (algunos estudios indican índices de aprobación superiores al 80% en su lucha contra el virus), aunque llegado el momento, será ella quien tendrá la última palabra.
Concluyendo con esta exposición, me gustaría destacar a una figura que no ha sido mencionada, y me refiero al mandatario argentino Alberto Fernández, elogiado internacionalmente por su manejo de la crisis. Esta omisión se debe a que, a mi entender, Fernández tiene un poco de todas las categorías, lo cual, como dice el genial Alejandro Borensztein, depende de qué día de la semana se trate. En ocasiones, se dirige a la población como un profesor paciente y didáctico, valiéndose de presentaciones claras y concisas. Pero otras veces, compara el caso argentino con el de otras naciones con evidentes y burdos sesgos, o se dirige a referentes políticos o del empresariado de forma agresiva y amenazante, todo lo cual lo vuelve un tanto impredecible en lo que al ejercicio de su autoridad respecta, máxime considerando la diversidad de personalidades que componen el espacio que lo llevó al poder, compuesto principalmente por peronistas tradicionales y sectores como La Cámpora, recostados sobre la izquierda.
Creo oportuno aclarar también que la intención de la clasificación desarrollada no es más que orientativa, buscando graficar de manera clara y concisa diferencias tangibles que existen entre distintos líderes políticos en lo que a comunicación respecta, con sus luces y sombras. Ello, sin perjuicio de que infinidad de otros ejemplos podrían ser agregados, y que muchas figuras puedan ser incluidas en más de una categoría.
Finalmente, a mi entender lo más interesante de todas estas líneas, no es qué figura es la más exitosa, la más querida, o por el contrario la más temida, sino que el desafío es tratar de vislumbrar qué tipo de liderazgo será el exigido por los habitantes de las distintas naciones una vez superada esta pesadilla, habida cuenta de que estamos frente a uno de los mayores desafíos de la historia reciente de la humanidad, y que no será el último.
Teófilo Beato Vassolo es Abogado por la Universidad Torcuato Di Tella (Argentina) y Máster en Comunicación Política y Corporativa por la Universidad de Navarra (@TeofiloBeato)