BEATRIZ GALLARDO PAÚLS
Este texto nace como respuesta a una pregunta que fue planteada con aparente simplicidad: ¿qué rasgos caracterizan el “nuevo lenguaje político”? Aunque la pregunta incorporaba la presuposición de que existe tal lenguaje, quizás cabría matizar, estrictamente hablando, que la novedad no corresponde al lenguaje en sí, sino a la aparición de nuevos partidos y, con ellos, de nuevos hablantes.
El rasgo lingüístico más destacable de esos nuevos hablantes ha sido poner encima de la mesa la oralidad, la palabra hablada. En un país cuyo sistema educativo lleva décadas cercenando la competencia lingüística de los ciudadanos y cuyo máximo dirigente se expresa encadenando tautologías, de repente los medios de comunicación dieron visibilidad a bustos parlantes con aparente capacidad dialéctica. Y eso era novedoso, porque la palabra hablada exige a los políticos una mínima habilidad expresiva, la facilidad para mantener un intercambio verbal en formatos polémicos y desplegar estrategias argumentativas sin la comodidad del mónologo; saber ganar y saber perder una discusión, y manejar con la misma eficacia argumentos y falacias según exija cada fin persuasivo. Habilidades, todas ellas, ausentes por lo general en nuestra vida pública.
En segundo lugar, la oralidad da alas a un rasgo que ha caracterizado siempre al lenguaje político: la elasticidad de los significados, su valor cambiante. Sin duda la palabra más emblemática para ejemplificar esta elasticidad es “democracia”: una y otra vez, en todo el planeta, una posición política y su contraria son defendidas en su nombre. Sin embargo, el hecho de que ciertos términos (“casta”, “sobresueldo”, “la gente”) se carguen de connotaciones políticas concretas es algo temporal que muy raras veces la lengua llega a incorporar como acepción permanente en el diccionario. No cabe, pues, señalar un “nuevo lenguaje” de la política, aunque saber acuñar estos usos sesgados y, sobre todo, saber arrebatárselos al contrario, sí son signos de habilidad en lenguaje político.
En tercer lugar, la oralidad rescata la importancia de la prosodia. Su uso en la política es importantísimo, aunque como no se manifiesta en unidades discretas, fácilmente aislables, sino continuas (tono, curva melódica, intensidad de la voz, velocidad), su utilización raras veces se señala para el uso comunicativo intencional. Los analistas de la comunicación no verbal ignoran casi siempre este factor, sin duda menos aprehensible que el color de una corbata o la elección de peinado; y, sin embargo, la prosodia permite transmitir actitudes psicológicas básicas para la persuasión, como vemos en los debates electorales o en las tertulias mediáticas.
En ocasiones ciertos rasgos prosódicos son compartidos por los miembros de un mismo partido y dejan cierto efecto de lo que en análisis conversacional se llama “entonación firmada”. Por poner algunos ejemplos, algunos líderes del PSOE hablan frecuentemente como si quisieran evitar la impresión de que gritan, y dosifican la espiración sin utilizar bien las cuerdas vocales y produciendo una voz contenida, poco natural, que a veces puede resultar en un tono condescendiente negativo. Por su parte, varios dirigentes de Podemos recurren a constantes reinicios y autointerrupciones, usan grupos tonales breves y una entonación ascendente anómala que provoca un efecto de alerta o ruptura inminente. Es fácil, también, identificar a ciertos políticos que utilizan una prosodia chulesca o de reprimenda, que eclipsa por completo el significado de aquello que dicen.
Sin embargo, más allá de la dialéctica, de los usos léxicos marcados y la prosodia, el análisis del lenguaje político ha de tener en cuenta el lugar y el contexto en que esos nuevos partidos despliegan su lenguaje. Y ello obliga a pensar en términos de lenguaje-en-uso, es decir, de discurso. Un discurso que no se sustenta sólo en el habla de los políticos, sino que necesita considerar dos actores más: los medios que lo difunden y los ciudadanos que decidirán su voto según lo reciban.
La televisión y, con ella, el fenómeno de la doble pantalla (seguir los programas en las redes sociales), cobran así un protagonismo esencial. Porque mientras los primeros vídeos virales de Mònica Oltra difundían fragmentos de sus discursos en las Cortes Valencianas de 2009, en la actualidad el ciudadano accede básicamente al discurso de los políticos a través de las pantallas de televisión: en las tertulias políticas de los programas y en el eco de estos programas en la red. Se pone así en juego la dimensión dialógica, interactiva, de eso que a veces se llama “nueva política”, una interacción en la que participan políticos, medios y ciudadanos.
El análisis de esos tres actores nos lleva a proponer que el discurso político que más se difunde actualmente en la esfera pública es, en realidad, un discurso pseudopolítico, que se basa en tres procesos simultáneos: la personalización de la política, la espectacularización de la información y la desideologización de los ciudadanos. Estos tres procesos, bien descritos en la bibliografía sobre comunicación y sociología, se retroalimentan entre sí incesantemente. Así, los políticos hablan, por ejemplo, de sus relaciones y sus gustos personales, o defienden la coherencia interna de su partido en términos de afecto y besos, posiblemente porque se dirigen a un votante más sensible a ese mensaje que al debate ideológico. Los medios, por su parte, focalizan esos aspectos personalistas, por muy anecdóticos que resulten para la política, y los magnifican convirtiéndolos en tema importante, manteniendo además en sus tertulias a presuntos periodistas que rebajan semana tras semana el nivel dialéctico e intelectual de las intervenciones, así como el nivel mínimo de cortesía y educación. Por último, los ciudadanos asisten a las broncas de unos y otros entre la fascinación divertida y el estupor resignado, jaleando en las redes sociales las conductas más escandalosas y sensacionalistas, reproduciendo una y otra vez los gritos circulares de la indignación.
Creemos, en definitiva, que aunque no cabe hablar de un nuevo lenguaje político, los nuevos partidos sí han supuesto una cierta sacudida discursiva en la medida en que han recuperado la importancia del discurso oral y han enfrentado al ciudadano al valor, y al goce, de la palabra hablada y del argumento potente. Sin embargo, esta palabra hablada, cuando se difunde en el escenario de la postelevisión y las redes sociales, se convierte en un discurso pseudopolítico, centrado en aspectos secundarios a la política, alejados del debate ideológico y del rigor argumentativo. Y aunque esas sean las conductas a las que nuestra sociedad da más eco, no puede decirse que constituyan discurso político. Afortunadamente.
Beatriz Gallardo Paúls es catedrática de Lingüística en la Universitat de València. Publicó en 2014 el libro Usos políticos del lenguaje y ese año, junto con el periodista Salvador Enguix, Pseudopolítica: el discurso político en las redes sociales.
Publicado en Beerderberg
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