A la búsqueda de la narrativa perdida

ANA POLO

La imagen mediática del fin de la Segunda Guerra Mundial es estadounidense, no europea. Es la imagen de soldados besando a enfermeras en Times Square. Es la imagen del triunfo y la euforia. Pero en el corazón de Europa la imagen no era tan rimbombante y feliz, sino todo lo contrario.

Es difícil menospreciar el dolor que siguió a la guerra. El historiador Heith Lowe hace un trabajo magnífico en Savage Continent para describir la Europa de aquellos días. Como pequeño ejemplo:

“Imaginad un mundo sin instituciones. Sin gobiernos. Sin escuelas ni universidades. Sin acceso a la información. Sin bancos. El dinero ha perdido todo valor. No hay tiendas, porque no hay nada que vender. La ley y el orden son virtualmente inexistentes porque no hay policía ni poder judicial. Personas armadas deambulan a sus anchas por las calles cogiendo lo que quieren. Mujeres de toda clase social y edad se prostituyen a cambio de comida y protección”.

En resumen: un auténtico calvario. Ciudades destruidas, hambrunas, rencillas y vendettas. Eso era Europa en cuanto acabó la guerra. 

Frente a aquel paraje desolado, surgió la gran narrativa europea. Era la narrativa del “nunca más”: después de la Segunda Guerra Mundial, en medio de un continente hundido y en ruinas, la unión milagrosamente surgió. Las heridas sanaron y la camaradería reinó; las disputas se dejaron a un lado y los enemigos volvieron a darse la mano. La historia de Europa, después de tanta sangre, sudor y lágrimas, era la historia de un éxito. De un auténtico milagro.

Había que maravillarse perpetuamente por aquel ejercicio magistral de diplomacia y de voluntad de concordia. Hacía pocos años, Europa era pasto del desastre. “Nunca había habido un territorio menos fértil para la reconstrucción”, reconoció el historiador alemán Hajo Holborn en su libro The Political Collapse of Europe. En poco tiempo, sin embargo, Europa resurgía de sus cenizas demostrando que las aves fénix existían. Al menos, institucionalmente hablando.

La solución era la paz y para la paz se necesitaba unidad. Y, por tanto, se pensó que el deseo por evitar una nueva tragedia llevaría a defender una progresiva unidad de los pueblos europeos. Sin crítica alguna. Sin ningún atisbo de oposición. Y para siempre.

El problema fue que Europa cayó en un discurso que, de tanto repetirse, acabó por no evocar sentimiento alguno.

En los últimos años se había instalado cierta sensación de que la Unión Europea era ya un proyecto irreversible y que nos acompañaría de por vida. El Brexit y el auge de la extrema derecha, sin embargo, nos devolvió a una amarga realidad: que el proyecto europeo era más vulnerable de lo que queríamos reconocer.

Desde el Brexit, es cierto, el apoyo a Europa ha resurgido. Según la encuesta Global Attitudes Survey del Pew Research Institute (primavera de 2017), la visión favorable de la Unión Europea ha recuperado enteros: en Alemania, las personas favorables han pasado del 50 % al 68 %, en España ha llegado al 62 % y en Francia se ha pasado de menos del 40 % de apoyo al 56 %. Incluso en el Reino Unido ha pasado de un suspenso a un apoyo del 54 %.

¿El hecho de saber que podemos perder la UE nos ha hecho quererla de golpe? ¿Es una cuestión de nostalgia adelantada? Un análisis pormenorizado de los datos nos dice que el apoyo todavía es muy frágil y que hay discrepancias en los ámbitos en donde ha de haber más cooperación.

Una de las cuestiones más relevantes que conocemos es que el eslogan del “nunca más”, aunque todavía válido, ha perdido relevancia como nexo aglutinador del sentimiento europeo. Europa, por tanto, necesita un nuevo eslogan. Ahora, después del Brexit y con el auge de la extrema derecha, es más urgente que nunca. Pero no es nada fácil conseguirlo.

 

El fénix que resurge

Lo más fácil sería apostar por la narrativa del “fénix que siempre resurge”. Pruebas, desde luego, no faltan.

En 1982, el semanario británico The Economist publica en portada una tumba. Ofrece dos datos: “Nacida el 25 de marzo de 1957. Moribunda el 25 de marzo de 1982”. Y añade un epitafio, extraído del historiador romano Tácito: “Capax imperii nisi imperasset” (“Parecía capaz de ser un poder, hasta que intentó serlo”). La esquela se refería a la Comunidad Económica Europea, precursora de la Unión Europea, y ya hacía presagiar el tratamiento que la prensa británica iba a ofrecer sistemáticamente a cualquier tema comunitario. The Economist hablaba ya de que el proyecto europeo se encontraba en sus últimas, que los ciudadanos no se identificaban con él (y mucho menos con la ampliación comunitaria) y avisaba de (o, más bien, presagiaba) un Brexit.

Sin embargo, poco después de tan pésimos agüeros, Jacques Delors se hacía cargo de la Comisión Europea y se inyectaba una nueva vitalidad en el proyecto comunitario. Se pone sobre la mesa el proyecto de mercado único, que luego dará pie al Tratado de Maastricht en 1992 (que establece la Unión Europea tal como la conocemos hoy). Gracias a los cambios, y a la nueva savia, a principios de los noventa se consigue que el 70 % de los europeos reconozcan estar de acuerdo con el proyecto europeo.

Sin embargo, la bonanza no duró tanto como se deseaba. El siglo XXI trae una visión ciudadana crítica con la UE. A principios de 2010 no se podían intuir todos los retos a los que nos enfrentamos hoy, pero sí se estaba ya inmerso en la crisis del euro y sí se sabía ya que los ciudadanos y las ciudadanas estaban descontentos con Europa. Demasiado tecnócrata, demasiado burocrática, demasiado opaca, demasiado remota. Demasiado poco humana, añadían los países a los que se les estaba aplicando unas medidas de austeridad draconianas.

Fue entonces cuando Durao Barroso, entonces presidente de la Comisión, propone recuperar la épica. O, al menos, intentarlo. “Necesitamos”, dijo, “para la nueva generación que ya no se identifica con la narrativa tradicional de Europa, que continuemos explicando la narración de Europa. Como si Europa fuese un libro: no nos podemos quedar en las primeras páginas, aunque sean extremadamente bellas. Necesitamos continuar escribiendo el libro de Europa. Necesitamos una nueva narrativa para Europa”.

La idea era interesante pero la implementación fue poco grandilocuente. Por no decir que quedó en papel mojado. Se contó con artistas y escritores, se hicieron debates, se organizaron seminarios en varias ciudades, se creó una página web y hasta se escribió un libro titulado The Mind and Body of Europe: A New Narrative. Pocas personas se acuerdan del libro, por no decir prácticamente nadie. Lo que demuestra que tuvo un impacto prácticamente nulo.

Ahora, después del Brexit, podría caerse en la tentación de renovar el mensaje del ave fénix. Los datos, al menos a simple vista, parecen avalarlo. El porcentaje de apoyo ha pasado del 32 % en 2015, al 36 % en otoño de 2016 y al 42 % en verano de 2017, según los Eurobarómetros. Ahora bien, los datos no son, ni de lejos, para tirar cohetes y, aunque la tendencia es alcista, tan sólo el 40 % de los europeos tiene ahora una visión positiva de la UE.

Y es, entre otras muchas (muchísimas) cuestiones, porque los problemas de comunicación siguen ahí. El principal: Bruselas no sabe llegar más allá de los acólitos. Los mensajes incluyen tanta jerga que son incomprensibles para personas no duchas en derecho comunitario. Europa está tan plagada de siglas, que cualquiera se pierde en tan complicado laberinto. No hay un portavoz: hay miles, cada uno con una agenda comunicativa propia. No hay cohesión ni estrategia conjunta, ni una voz de referencia. Tampoco hay líderes claros, ni carisma por ningún lado.

Conclusión: Europa, para muchos, se resume en los burócratas de Bruselas y en un lenguaje ininteligible, y a veces, de tan técnico y opaco, absolutamente arrogante.

 

¿Apelar a la identidad europea?

Para revertir esta tendencia, o al menos para compensarla, se podría poner sobre la mesa la apelación al sentimiento europeo, a la identidad europea. El gran problema, sin embargo, es que esta identidad es difusa y menos compartida de lo que nos gusta reconocer. Para los europeístas convencidos (me considero una), es doloroso verlo, pero hay que asumirlo.

El Eurobarómetro de agosto de 2017 revelaba que el 68 % de los europeos se sienten ciudadanos de la UE, el mayor porcentaje que se ha registrado desde que hay encuestas. ¿Pero qué quiere decir esto exactamente? ¿Qué nos hace exactamente diferentes a los estadounidenses, por ejemplo?

Una de las definiciones más bonitas sobre la identidad europea la ofreció Víctor Hugo ya en el siglo XIX: “Ser europeo significa ser un patriota por la humanidad”. En 1869, con Napoleón III en el poder, Hugo se dirigió a un congreso pacifista en Lausana con las siguientes palabras: “Queridos ciudadanos de los Estados Unidos de Europa, permitidme que os dé este nombre. Como vosotros existís, Europa existe. Sois el principio de un gran futuro”. En aquel discurso ya atacaba la idea de nación como entidad monolítica y apelaba a la unidad bajo el imperio de la paz.

Más recientemente, en junio de 2016, Wolfang Munchau, periodista del Financial Times, ofrecía una explicación más prosaica. “La pertenencia a la Unión Europea no es sobre la economía; es sobre nuestro estilo de vida”, decía. Y elaboraba:

“¿Cuáles son los valores [europeos]? Es difícil superar el lema de la Revolución Francesa: libertad, igualdad, fraternidad. Cada cual tendrá diferentes atributos y preferencias, y les otorgará una preeminencia distinta. Yo los transcribiría de la siguiente manera: libertad acompañada de apertura y tolerancia, igualdad de oportunidades, y una fuerte defensa del bien común. Éste último podría incluir cuestiones como la distribución de renta y la protección social. Los países tienen preferencias distintas. Pero todos los países de la Unión Europea tienen en común una idea muy fuerte de la esfera pública”.

Definiciones así podríamos encontrar a mansalva. Seguramente, nunca nos pondremos de acuerdo en una lista cerrada, un numerus clausus de los atributos europeos. Y es bueno que así sea, puesto que las identidades no tienen que ser rígidas ni homogéneas. Lo que sí se tiene que defender son reglas de juego comunes: un marco de referencia compartido y no cuestionado. Podemos dejarlo en lo esencial –democracia, libertad, justicia, derechos humanos– o podemos elaborarlo más.

Pero lo importante, lo realmente importante, es que Europa tiene que estar a la altura de ese marco de referencia. Y Europa, para mucha gente, no lo está y lleva muchos años sin estarlo. Y esto genera desconfianza y, sobre todo, frustración.

Tomemos el caso de los derechos humanos. En el 2012, una encuesta del Eurostat revelaba que el respeto por los derechos humanos era el valor más compartido por todos los europeos. ¿Cómo casa con la negación sistemática de acogida de refugiados? ¿Cómo casa con la negación de la solidaridad con países que están hundidos económicamente?

Hablemos también de democracia. Seguramente, nadie duda (o, mejor dicho, nadie habría de dudar) de que la democracia es un valor fundamental de Europa. ¿Cómo puede ser, entonces, que el primer ministro de Hungría haya dicho que quiere transformar a su país en “iliberal” (tradúzcase por ultraderechista y contrario a los derechos humanos básicos)? ¿Por qué se tolera tal aberración?

Apelar a la identidad europea tendría mucho sentido (y sería muy necesario) si Europa estuviera a la altura de las promesas que genera. Y ahora mismo no siempre lo está. Europa tiene que dejar de hacer promesas al vacío y cerciorarse de que los principios básicos que la definen son continuamente defendidos.  

 

¿Hacia dónde vamos?

Ligada con la apelación a la identidad europea, está también una cuestión más filosófica: ¿qué es exactamente lo que es la Unión Europea y qué es exactamente lo que quiere ser? ¿Cuáles son los objetivos a cinco años vista? Dicho de otro modo: ¿somos un continente, una idea política o, simplemente, un bloque económico? ¿Cuáles son exactamente nuestras fronteras? ¿Cuál es nuestra ideología?

Para los más eurófilos seguramente somos el embrión de los futuros “Estados Unidos de Europa” que defendió Winston Churchill.  Para los más euroescépticos, en cambio, no somos más que una unión económica, bastante disfuncional y que sólo genera problemas. Como en todo, la solución habrá que encontrarla en un punto intermedio, aunque, siendo como soy una europeísta convencida, me gustaría que se acercase más a fórmulas de mayor integración que de desintegración.

En el fondo, el debate todavía lo arrastramos desde el principio de la construcción comunitaria: ¿es cooperación o integración? ¿Cuáles son los límites? ¿Cuál es la velocidad?

Europa tiene que ponerse de acuerdo en las cuestiones filosóficas, en el qué somos y hacia dónde vamos. Y esas respuestas (que aún no existen) son las que de verdad han de servir de narrativa. De momento, la narrativa es parcial y aunque algunas iniciativas europeas son fabulosas (y aquí podemos hablar desde el programa Erasmus hasta lo del roaming), no podemos ofrecer una comunicación parcial. Utilizando un lenguaje rebuscado que tanto nos gusta a los especialistas en comunicación política: necesitamos un gran “frame”.

 

Necesitamos volver a explicar a Europa

Europa es, ciertamente, un fénix que se recupera cuando más moribundo está. Lo ha demostrado en el pasado y ahora no tiene porqué ser una excepción. Pero no nos podemos quedar simplemente en lo resiliente que es la idea comunitaria y, para conseguir una política comunicativa eficaz, necesitamos volver a explicar a Europa. Más allá del “nunca más”, tenemos que saber explicar normas comunes y también explicar qué es la Unión Europea y qué quiere la Unión Europea, no sólo qué hace.

 

Ana Polo es politóloga. Trabaja como Speechwriter en el Ayuntamiento de Barcelona. (@nanpolo)

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