MATEO ECHEVERRÍA
Hannah Arendt (1906-1975) ocupa un lugar privilegiado en la historia del pensamiento filosófico y lo hace como una pensadora atípica. Tradicionalmente, los principales problemas filosóficos han sido de índole metafísico o epistemológico dejando a la política relegada como un mal necesario. Según la pensadora, la razón está en que desde Platón el filósofo es aquel que contempla las verdades eternas y teoriza sobre ellas. En cambio, el pensamiento de Arendt, especialmente a partir de la década de 1930, se vuelca en la praxis política en donde no hay más remedio que torear con verdades contingentes que conforman los asuntos humanos.
A la pregunta, ¿cuál es la razón de ser de la política? Arendt responde que:
“La libertad es, en rigor, la causa de que los hombres vivan juntos en una organización política. Sin ella, la vida política como tal no tendría sentido. De esta manera, la raison d’être de la política es la libertad, y el campo en el que se aplica es la acción”.
El concepto de libertad en Arendt difiere de la comprensión común en nuestras sociedades liberales, en donde predomina la idea del individuo como un ser autónomo y autosuficiente capaz de elegir y saber lo que más le conviene. Por su parte, Arendt, para repensar las categorías políticas, vuelve a la experiencia originaria en la polis griega de donde rescata el concepto de libertad política que se da en la esfera pública y social, y no únicamente en la privada e individual.
La pensadora alemana observa que en la antigua Grecia los hombres libres eran aquellos que se dedicaban a la vida pública, mientras que los que no lo eran estaban condenados al servicio exclusivo –en la esfera privada– de las necesidades que impone la misma condición humana. Las necesidades son las que exige el propio sustento de la vida, las actividades necesarias para continuar viviendo. Y como la libertad empieza ahí donde la necesidad acaba, ser libre era reunirse libremente entre otros hombres libres para configurar la vida en común, una vida propiamente humana.
La filósofa analiza los espacios en los que discurre la vida del hombre y analiza sus transformaciones a lo largo de la historia. Como hemos visto, para los griegos el lugar propio de la libertad era la esfera pública, donde, a través de la acción y el discurso espontáneo, convivían los hombres libremente, relegando las necesidades naturales a la esfera privada. Por el contrario, en nuestra sociedad de trabajadores, el trabajo ocupa un lugar predominante en nuestras vidas y lo hace en la esfera pública, en donde gran parte de nuestra vida pública la dedicamos a producir y consumir, sin ningún tipo de trascendencia, ni actividades más elevadas o significativas, como lo puede ser la configuración de la convivencia social.
Asimismo, los regímenes totalitarios se obsesionaron con el espacio público con la intención de eliminarlo, o por lo menos controlarlo. Por ello, durante el régimen, la única opción fueron las reuniones clandestinas. A simple vista parece un panorama muy lejano al nuestro. Sin embargo, si analizamos detenidamente, los espacios públicos actuales son lugares de encuentro donde se establecen relaciones de compraventa, relaciones que no transforman el convivir social ni humanizan. El impulso que motiva la relación no es mostrarse ante el otro desde la individualidad para deliberar sobre intereses en común, sino que más bien la intención es la de satisfacer necesidades a través de un vínculo efímero motivado por un interés individual. Por otra parte, existe un control más sutil y más próximo a la dominación que está relacionado con el big data y el consumo. Las diferencias respecto al totalitarismo son de forma porque, en el fondo, ambas atentan contra la libertad y la individualidad de las personas.
En nuestra sociedad, la individualidad –aquello que nos hace únicos– queda relegada al espacio privado frente a nuestros amigos y familiares. Es común experimentar que, dentro de nuestro rol laboral, nuestra individualidad no es completamente bienvenida y su expresión está más bien limitada, por lo que nos conformamos con reservarla a nuestra vida privada y para los que forman parte de ella. Asimismo, es frecuente encontrar a seres incapaces de entenderse fuera del trabajo, incapaces de mostrar sensibilidad por preocupaciones comunes, incapaces de dedicar su tiempo a actividades significativas o elevadas.
Esto, inevitablemente, conlleva a una transformación de los espacios y la convivencia que se da en ellos. Ahora, el espacio público es el lugar de encuentro de trabajadores y consumidores, es decir, de la necesidad, y el espacio privado es el único lugar donde nos mostramos como somos, donde empieza la libertad. Es decir, ocurre una privatización de la vida humana, porque aquello que es más propiamente humano se vive en el ámbito privado. Sin embargo, esta privatización de la vida humana en realidad nos priva “de cosas esenciales a una verdadera vida humana” ligadas al encuentro espontáneo con otros, como lo puede ser la capacidad “de realizar algo más permanente que la propia vida”.
La intensificación tan radical del espacio privado no sólo sumerge a la humanidad en una profunda soledad agudizada por la incomunicación que producen las redes sociales, sino que termina consiguiendo con éxito lo que el totalitarismo tanto ansiaba: el aislamiento. El peligro de las sociedades conformadas por individuos aislados e inconexos es la pérdida del poder que experimentan los ciudadanos porque, según la pensadora, el poder nace de la unión. Y como hemos visto antes, una sociedad preocupada exclusivamente por sus asuntos privados dejando los públicos solamente a las manos de los gobernantes termina por convertirse en una forma de tiranía, más sutil y menos violenta, pero mucho más cínica e inteligente.
Si el espacio público es donde nos mostramos ante los demás desde nuestra unicidad para configurar la vida en común, entonces es necesario aceptar el elemento plural de la realidad social. Arendt sostiene que la pluralidad es la condición de la vida política. Somos iguales en tanto que somos diferentes, y nos mostramos como tal por medio de nuestros actos y palabras, “mediante la acción y el discurso, los hombres muestran quiénes son, revelan activamente su única y personal identidad y hacen su aparición en el mundo humano”. Es a través de ambas categorías que nos insertamos en el mundo humano y lo constituimos.
Por todo lo dicho anteriormente, me parece muy importante sumarnos a todos los esfuerzos que reivindican lo diverso como la base de nuestra convivencia. Gran parte de las desigualdades se han constituido socialmente y se intentan presentar absurdamente como ‘naturales’ en los discursos conservadores. Por eso son de capital importancia los discursos feministas o los movimientos LGBTI y todo el trabajo que realizan los defensores de los inmigrantes. La pluralidad es la condición del vivir humano.
Mateo Echeverría es Graduado en Humanidades por la Universidad de Navarra, un enamorado de la filosofía y un buscador de historias para vivirlas, contarlas o ambas. (@Mateoechev)
Ver otros artículos del monográfico: “20 autores básicos de la filosofía política”
Referencias:
Hannah Arendt, La promesa de la Política, traducción de Eduardo Cañas y Fina Birulés, Espasa Libros, 2008.
Hannah Arendt, La condición humana, traducción de Ramón Gil Novales, Barcelona, Ediciones Paidós Ibérica, 2005.
Hannah Arendt, Entre el pasado y el futuro, ocho ejercicios sobre la reflexión política, traducción de Ana Poljak, Barcelona, Península, 1996.