Grigori Rasputin

SERGIO PÉREZ DIÁÑEZ

Nuestra percepción de la consultoría política está inevitablemente marcada por la figura de Rasputín, también conocido como el “monje loco”. Tal es así, que Rasputín ha pasado de ser sólo un nombre a un adjetivo calificativo para referirse a aquellos consultores de los que sabemos muy poco, pero que ejercen un enorme poder desde las sombras, siendo el ejemplo más actual el caso de Steve Bannon, exestratega jefe de la Casa Blanca con Donald Trump.

Rasputín, un campesino semianalfabeto y propenso a protagonizar todo tipo de escándalos, llegó a tener una enorme influencia sobre los zares de la Rusia imperial en los tiempos previos a la Revolución de 1917. Por ello, la prensa y los panfletos de la época le dedicaron numerosas caricaturas en las que podía observarse cómo manejaba a los zares como si fueran marionetas, lo que derivó en una grave crisis de confianza que persiguió a la familia Romanov hasta su muerte.

Estas representaciones de Rasputín manipulando los hilos de los zares de Rusia no sólo causaron una enorme conmoción social en su momento, sino que han marcado el devenir de la cultura popular a la hora de retratar la consultoría política, con una proliferación de personajes manipuladores que gobiernan desde la sombra logrando evitar el escrutinio público y el fuego de los medios.

Pero, ¿quién era realmente Grigori Rasputín? ¿Cuánto hay de cierto y cuánto hay de leyenda en la historia que conocemos?

Lamentablemente, el místico sigue envuelto en un halo de misterio, pero las últimas investigaciones de reputados historiadores han contribuido a arrojar luz sobre el personaje.

Rasputín nació en el pueblo de Pokróvskoie en 1869 y, ya desde temprana edad, comenzó a alimentar su mala fama al cometer hurtos para poder permitirse una vida licenciosa. Ver a Rasputín en estado de embriaguez era frecuente, así como sus peleas a puñetazos, que él mismo llegó a justificar con motivo de su “insatisfacción” y “no encontrar respuesta a demasiadas preguntas”. Este desasosiego comenzó a atenuarse a partir de los 28 años, cuando tuvo una conversación con un seminarista que causó una profunda transformación en su alma. A partir de entonces, inició una vida errante en busca de “alimento espiritual” y empezó a cultivar su misticismo, declarándose poseedor de visiones y conocedor de todo tipo de milagros.

No obstante, Rasputín también admitía que Satán le susurraba para tentarle de manera constante, lo que constituye una muestra significativa del por qué, para muchos, este personaje caminaba sobre una delgada línea entre el bien y el mal. En este sentido, el monje ingresó en su juventud en la secta de los jlystý, la cual surgió en el siglo XVII al comienzo de la dinastía Romanov y sostenía que para llegar a la verdadera fe hacía falta pasar por el dolor. Los miembros de la secta, siendo Rasputín uno de sus más acérrimos, practicaban una mezcla de paganismo y cristianismo, con fiestas y orgías para lograr que el Espíritu Santo “descendiera” sobre ellos.

En 1903, y tras un intenso peregrinaje por las profundidades de Rusia, Rasputín llega a San Petersburgo y hace uso de sus contactos en la Iglesia Ortodoxa para adentrarse en grupos sociales influyentes, repletos de damas de la alta sociedad que quedaban abducidas por la mirada penetrante e hipnótica del monje. Rasputín, pese a su tosco aspecto, resultaba irresistible para las mujeres (si bien algunas le recuerdan como repulsivo) y se erigía como protagonista de todas las reuniones dada su experiencia vital, su conocimiento de las sagradas escrituras y su fama de curandero. Por aquel entonces, el monje sedujo a un número abrumador de damas y entró en contacto con Militsa, una distinguida amiga de la zarina que abrió las puertas de palacio a Rasputín de la misma forma que quien llega con el mejor de los regalos.

En parte, sí que el monje era un regalo.

Alexei Romanov, el heredero al trono, padecía hemofilia, y una simple caída o golpe durante la hora de juegos se convertía en una terrible agonía que le dejaba a las puertas de la muerte con motivo del desangro. Rasputín, un hombre perseguido por los rumores pero que había dado muestra a propios y extraños de sus habilidades como curandero, debía ver al pequeño Romanov, ante la incapacidad de los médicos para tratar su desorden en la sangre. El monje desaprobaba el uso de las medicinas, pero lograba frenar los ataques mediante la oración y la hipnosis (si bien estas recuperaciones de Alexei en su presencia podían deberse a una mera coincidencia).

A partir de entonces, Rasputín se convirtió en el aliado necesario de los Romanov, ya que su permanencia en los círculos de palacio era una garantía de salud para el heredero al trono. Además, la voz del monje brindaba consuelo al alma atormentada de la zarina, muy propensa a los malos augurios y a la creencia en un destino trágico reservado para su familia. Estos factores, junto con la personalidad atrayente del místico, fueron el caldo de cultivo para que Rasputín se convirtiera en un miembro privilegiado de la corte, pasando a portar relucientes vestimentas y elevando su indiscreción en lo referente a sus encuentros sexuales y a su afición por el alcohol. Todo ello con el amparo (y el sonrojo) de los zares, que llegaron a otorgarle protección y cierto aura de impunidad pese a las críticas que arreciaban desde el mundo de la política y la alta sociedad. Rasputín se había convertido en una pieza imprescindible para el zarismo. Él lo sabía y, según muchos testimonios de la época, lo usaba a su favor de manera constante, creyéndose inmune a las posibles consecuencias de sus actos.

Los escándalos protagonizados por Rasputín continuaron y eran un secreto a voces, pero su influencia dentro de la corte no iba sino en aumento, hasta tal punto que su acceso a la intimidad de los Romanov le granjeó la posibilidad de ejercer no sólo como consejero espiritual, sino político. Durante la Primera Guerra Mundial, con Rusia preparándose para la guerra junto con Francia, y pese a encontrarse medio muerto tras ser víctima de un misterioso atentado, el monje envió un telegrama al zar para aplacar sus instintos bélicos y obtuvo cierto éxito, para el espanto del ministro de Exteriores y del jefe del Estado Mayor. Además, durante las ausencias de Nicolás II, Rasputín vetaba y proponía ministros dóciles junto con la zarina diciendo hablar en nombre de Dios. Es decir, el monje estaba contribuyendo a determinar la política interna y exterior de Rusia, a la par que se le acusaba de ser un espía alemán y amante de la zarina, debido a las cariñosas cartas que ésta le dedicaba y que habían sido filtradas por parte de los enemigos de Rasputín. La presencia de Rasputín en palacio siempre incomodó a buena parte de la corte, pero que un campesino semianalfabeto estuviera guiando los designios de la Rusia imperial con malas artes (se llegó a sospechar que suministraba a Nicolás algún tipo de brebaje para mermar sus capacidades mentales y sexuales) era una situación vergonzosa para los Romanov y para el pueblo ruso en general.

De este modo, con motivo de su excesiva influencia sobre la política zarista y del daño que había causado a la imagen de los Romanov, el príncipe Félix Yusúpov organizó una conspiración para acabar con la vida de Rasputín, quien “sobrevivió” a un envenenamiento y a disparos y hubo de ser ahogado en un río.

En conclusión, nos encontramos ante un personaje fascinante que no sólo marcó el destino de la Rusia zarista, sino que ha contribuido de manera decisiva al tratamiento del consultor político como un personaje oscuro y manipulador en la cultura popular, así como a la mala percepción que, a veces, sufre este tipo de profesional. La huella de Rasputín es imborrable, por lo que debemos recordar sus malas prácticas de cara a la mejora y profesionalización del ámbito de la consultoría política.

En primer lugar, su indiscreción, haciendo alarde de su amistad con los zares y el asesoramiento que les brindaba en los círculos más insospechados.

En segundo lugar, dar consejos sobre ámbitos que no eran de su competencia. En su caso, la política interna y exterior de Rusia y la reestructuración de los gabinetes ministeriales.

En tercer lugar, cruzar barreras personales con el asesorado, en la medida en que demos por ciertos los rumores que apuntaban a una relación sentimental con la zarina.

Y, por último, no ser “invisible” y convertirse en el blanco de las críticas de los periódicos y panfletos de la época, adquiriendo una fama impropia que contaminó la imagen de los zares para siempre.

 

Bibliografía:

Radzinsky, Edvard. 2005. “Rasputín: Los archivos secretos”, Barcelona: CRITICA.

 

Sergio Pérez Diáñez es consultor de comunicación política. Politólogo por la Universidad Pablo de Olavide (Sevilla). (@spdianez)

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