Fast voters, fast politics: individualismo, inmediatez y yogures

ORIOL BARTOMEUS

Cuando nos levantamos cada día en nuestra vida adulta nos enfrentamos a diversas elecciones. Elegimos la ropa que nos pondremos, elegimos lo que desayunamos, incluso podemos elegir cómo iremos al trabajo, a la universidad, e incluso algunos pueden elegir si van o no.

Desde primera hora de la mañana nos enfrentamos a toda una serie de elecciones, la mayoría banales. Y precisamente porque son banales no hacemos mención. Nuestro cerebro está acostumbrado, educado a elegir, a seleccionar, a discernir.
Pero no siempre ha sido así. Nuestros abuelos, cuando se levantaban por las mañanas, no elegían la ropa que se ponían ni lo que iban a desayunar. Tenían la ropa de diario y la de mudar, la de los domingos. Y desayunaban lo que tocaba, que posiblemente era siempre lo mismo.

La elección, a pesar de que posiblemente es consustancial al género humano, nunca ha sido igual. Nunca antes en la historia humana habíamos tenido un abanico tan amplio de cosas y de acciones para elegir. Hasta el punto que, en el mundo de hoy, la elección es lo que nos define, lo que nos distingue de los otros, lo que creemos que nos hace únicos. Somos nuestras elecciones, las decenas de elecciones que hacemos cada día, pequeñas o grandes, y que nos van conformando como sujetos individuales.

  1. Individualismo

Nuestra sociedad actual nace del triunvirato que conforman Juan Pablo II, Margaret Thatcher y Ronald Reagan, que suben al poder entre 1978 y 1981, perfilando las ideas fundamentales que definirán el mundo desde entonces.

Nuestra realidad se basa en dos fundamentos: el de la sociedad de clases y su correlato político, el Estado del bienestar, y el de las grandes verdades inamovibles que comporta la posmodernidad.

El mundo de antes del nuestro es el de la estandarización, el de la producción en cadena y el consumo masivo. Es el mundo de la televisión, que homogeneiza las costumbres y da forma a la clase media, a las familias con lavadora, vacaciones y coche. Todos iguales, todos felices, viendo la misma televisión. Un mundo ordenado de sueños delimitados.

Esta sociedad antigua se regía por un único patrón dominante que definía y limitaba las vidas de sus miembros. Obviamente, había desviaciones del patrón dominante, pero se entendían como esto, como desviaciones de la vida pautada: niñez, formación, trabajo, matrimonio (heterosexual), descendencia, madurez y muerte. Etapas vitales definidas en algunos casos por ritos de paso muy establecidos y visibles por parte de toda la comunidad (con la comunión, los niños pasaban de los pantalones cortos a los largos, con la viudez las mujeres se vestían de negro). Un mundo ordenado.
Este único patrón se resquebraja en 1968 y lo resquebraja la generación nacida después de la guerra mundial, que llega entera a la edad adulta, cosa que no habían hecho sus padres ni sus abuelos. En Europa, de hecho, la del babyboom posterior a 1945 es la primera generación (masculina) que no es diezmada en un conflicto armado en más de un siglo.

Nuestra sociedad actual, hija del individualismo y la posmodernidad, es una sociedad sin patrón dominante y aparentemente sin límites a las aspiraciones vitales de sus miembros. La nuestra es la sociedad de la elección prácticamente infinita. Se puede escoger casi todo: la orientación sexual, los gustos, el itinerario vital (casarse o no, tener hijos o no)…

En esta sociedad sin patrón todo es legítimo, todo es válido, no hay pauta general.

  1. Inmediatez

En general, los cambios tecnológicos a lo largo de los siglos han servido para ahorrar tiempo en las tareas más variadas, de forma que podríamos hacer más trabajo en un tiempo menor, o con un esfuerzo menor. La imprenta de Gutenberg ahorraba miles de horas de copia de biblias, y lo mismo se puede decir de los tractores respecto de la manera de sembrar y recolectar que sustituyó.

El progreso tecnológico entendido así es una lucha de la ciencia contra el tiempo. En el último siglo hemos conseguido acortarlo todo: los trayectos, las horas de trabajo, las comunicaciones.

El último cambio tecnológico nos ha acercado al límite, que no es otro que la inmediatez, la capacidad de pulsar un botón y que aquello que queremos se haga. El tiempo muerto, la espera, se ha acortado hasta prácticamente desaparecer en muchos ámbitos de la vida profesional o cotidiana.

Esta mutación afecta a los individuos de forma evidente. Nos convierte en seres impacientes, nos educa en la impaciencia al mismo tiempo que nuestro ritmo vital se ha acelerado en muchos aspectos. Toleramos mal las esperas, los procesos lentos. Mandamos un mensaje y queremos una respuesta casi instantánea. Nos inquieta el vacío de la espera, el nada entre un estímulo y otro. Llenamos nuestros tiempos muertos de actividades. Consultamos el móvil mientras esperamos que el semáforo se ponga verde, a la cola del pescado, mientras esperamos el autobús, mientras viajamos con el metro… Podríamos encontrar miles de momentos en que llenamos el vacío mirando pantallas.

  1. Yogures

Todos hemos ido alguna vez al supermercado a comprar y allí nos hemos acercado a la nevera de los productos lácteos. Acostumbra a ser una nevera enorme, que va de pared a pared. Allí podemos encontrar todo tipo de productos derivados de la leche, lo que comúnmente denominamos yogures. Hay de todas las variedades y sabores posibles. Azucarados o no azucarados, de frutas o naturales, con bífidus, griegos, más grandes o más pequeños.

Esta exuberancia en la cantidad de yogures diferentes es nueva. No ha sido siempre así, ni mucho menos. La variedad de los yogures ha ido aumentando de manera exponencial en las últimas cuatro décadas. En los años cincuenta sólo había una clase de yogur, el que ahora llamamos clásico o de vidrio. En los sesenta y setenta se incorporaron las variedades de fruta, de fresa y de limón. A partir de los ochenta la gama de yogures creció con la incorporación de más frutas, de los azucarados y los yogures desnatados. A partir de los noventa se añaden los yogures con bífidus, los griegos, los que luchan contra el colesterol, hasta provocar lo que tenemos hoy en los supermercados: unas inmensas neveras llenas de los productos más variados.

La evolución de los yogures se puede tomar como ejemplo de la evolución de nuestra sociedad de consumo. Ha habido un crecimiento exponencial de las posibilidades de compra, de los productos a disposición del consumidor. Y esto nos ha educado, nos ha hecho ser lo que somos.

Es posible trazar la evolución del comportamiento humano a través de la ampliación continuada del abanico de productos a su disposición. Así, los individuos socializados en un mundo donde este abanico era más reducido habrían desarrollado un patrón de consumo de tipo fiel, más estable, de ritmo lento. En cambio, los individuos crecidos en nuestra sociedad de hoy mostrarían unas pautas de consumo más volátiles, de ritmos más rápidos, casi trepidantes, sin mostrar preferencias estables por un producto determinado, sino más bien mostrando una gran capacidad de cambio entre diferentes productos.

4. Fast voters

Partimos de la idea que el comportamiento electoral no es un comportamiento extraño en los individuos. Forma parte del repertorio, como cualquiera de sus comportamientos. Y como estos, es fruto de la educación de los individuos, de su socialización. Es decir, es fruto del momento histórico en el que cada individuo ha nacido y se ha formado.

De este modo, y recordando los yogures y su impacto en sus consumidores, el comportamiento electoral ha cambiado a caballo de los cambios sociales, y entre estos y muy especialmente, de los cambios en el patrón de consumo de las diferentes generaciones, es decir de los grupos de individuos definidos por haber nacido en un momento histórico concreto.

El comportamiento electoral ha cambiado al ritmo que cambiaba el mundo que nos rodea, de forma que hemos pasado de unos electores fieles de cadencia lenta, a unos volátiles y acelerados. Son la expresión de dos mundos, de dos tiempos. O de un tiempo que ha ido cambiando en los últimos cien años.

En el electorado actual es posible ver una evolución en el comportamiento en función de la pertenencia generacional de los electores. Desde los votantes “antiguos”, que mantienen un voto fiel a un partido y les cuesta mucho modificarlo, a las nuevas generaciones, que deciden su voto de forma errática entre muchas opciones y al último minuto. Exactamente como consumen, unos y otros.

Estos dos tipos ideales de electores conviven en el censo, pero sus magnitudes cambian de manera continuada. Mientras el elector “antiguo”, fiel y lento, va desapareciendo, el “nuevo” cada vez es más numeroso. De tal manera que, cada vez más, nuestros censos van mostrando la manera de votar de los “nuevos”. Es decir, cada vez más el electorado se muestra volátil, infiel, errático y acelerado.

El nuevo elector, acelerado y volátil, haciendo honor a estos adjetivos, se muestra como un individuo profundamente contradictorio:

– ¿Es un individuo realmente emancipado de los constreñimientos que le impone la sociedad (emancipado de las clases sociales) o sólo se lo cree?

– Es individualista, pero al mismo tiempo muestra una gran necesidad de pertenecer, de sentirse parte de algo.

– Es escéptico, como marcan los cánones de la posmodernidad, pero a la vez se muestra fanático.

– Es un descreído, pero confía ciegamente en lo que se dice en las redes sociales y tiende a creer en teorías de la conspiración.

– Es indeciso, pero a la vez es un comprador compulsivo.

– Se tiene por auténtico, pero sigue los dictados de las modas.

– Tiene un nivel académico alto, pero es muy influenciable.

  1. Fast politics

Este nuevo elector impacta de lleno en la manera cómo se comunica la política, que tiene que atender a este consumidor nuevo, descreído y creyente, acelerado y volátil, que se cree empoderado, pero que es voluble, que hoy te ama y mañana te odia, sin término medio.

Para entender la importancia de este nuevo elector, en las elecciones al Parlament de Catalunya de diciembre de 2017, el 33% de los nacidos después de 1975 afirman que decidieron su voto el día antes o el mismo día de la elección. Representan unos 450.000 votos, el diez por ciento de todo el voto. Y la tendencia es creciente, de forma que en cada convocatoria habrá más votantes decididos en el último momento.

Este nuevo votante es el votante de hoy y será todavía más el de mañana. Un votante que cambia su voto con extraordinaria facilidad; que conecta y desconecta con la misma facilidad; que se decide en el último momento y en base a criterios inmediatos y coyunturales; y además, que se desdice de su voto a la misma velocidad que lo ha decidido, es decir, el lunes después de las elecciones.

Esto implica que la comunicación política tiene que ser permanente; llamativa, para llamar la atención de este votante permanentemente bombardeado con estímulos de todo tipo; personalizada, de tal manera que deje que sea el votante quien crea que elige; y que no dé ningún voto por ganado, ni siquiera cuando lo ha obtenido.
Una comunicación política para una política evanescente, de elecciones declarativas, emotivas y polarizadas, de mayorías que sólo duran un día y de gobiernos débiles, continuamente en la cuerda floja.

 

Oriol Bartomeus es Doctor en ciencia política. Profesor de la Universitat Autònoma de Barcelona (@obartomeus)

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