España y la barbarie

JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA

Mañana hará un año, en este mismo teatro, que la Falange Española de las J. 0. N. S. se presentaba ante España. En aquellas fechas se había realizado la fusión de los núcleos integrados por J.0.N.S. y Falange Española, que desde entonces forma irrevocablemente la Falange Española de las J.0.N.S. Aquel acto fue el primero de su propaganda, y con el brío de todas las cosas pujantes, concluyó a tiros. Casi siempre, el empezar a tiros es la mejor manera de llegar a entenderse. En este año hemos andado mucho, y debemos aspirar a presentarnos con cierto grado de madurez que acaso fuera insospechable en 1934; al cabo de un año, nuestro movimiento tiene que haber encontrado sus perfiles intelectuales.

Hubo quienes, pensando en nosotros, creyeron ver en la calle la fuerza de choque de algo que después correría a cargo de las personas sensatas; ahora ya no lo piensan, y por nuestra parte, de una manera expresa, nos sentimos, no la vanguardia, sino el ejército entero de un orden nuevo que hay que implantar en España; que hay que implantar en España, digo, y ambiciosamente, porque España es así, añado; de un orden nuevo que España ha de comunicar a Europa y al mundo.

Las edades pueden dividirse en clásicas y medias; éstas se caracterizan porque van en busca de la unidad; aquéllas son las que han encontrado esa unidad. Las edades clásicas, completas, únicamente terminan por consunción, por catástrofe, por invasión de los bárbaros. Roma nos presenta este proceso. Su edad media, de crecimiento, va desde Cannas a Accio; su edad clásica, de Accio a la muerte de Marco Aurelio; su decadencia, desde Cómodo a la invasión de los bárbaros. Cuando empiezan a operar en Roma los dos disolventes que habían de terminar en su destrucción, Roma estaba completa, Roma era la unidad del orbe; no le quedaba nada por hacer. Todo lo extremo estaba realizado, y Roma no tenía vida interior; su religión se limitaba a regular ceremonias; su moral era una moral de pueblo sobre las armas, militar, cívica; magníficos resortes para cuando se edificaba; inútiles, una vez concluida la construcción. Por eso el cansancio de Roma hubo de refugiarse en dos movimientos de vuelta hacia la vida interna: primero, el estoicismo de nuestro Séneca, que es todavía una actitud intelectual, sin efusión; luego, el cristianismo, que era la negación de los principios romanos; la religión de los humildes y de los perseguidos, capaz de negar al César su divinidad y aun su dignidad sacerdotal. El cristianismo reinó los cimientos de la Roma agitada; pero falta todavía, para que Roma acabe de desaparecer, la catástrofe, la invasión de los bárbaros.

Estamos ahora, cabalmente al fin de una edad que siguió tras la Edad Media, a la edad clásica de Roma. Destruida Roma empieza como un barbecho histórico. Luego empiezan a germinar nuevos brotes de cultura. Las raíces de la unidad van prendiendo por Europa. Y llega el siglo XIII, el siglo de Santo Tomás. En esta época la idea de todos es la «unidad» metafísica, la unidad en Dios; cuando se tienen estas verdades absolutas todo se explica, y el mundo entero, que en este caso es Europa, funciona según la más perfecta economía de los siglos. Las Universidades de París y de Salamanca razonan sobre los mismos temas en el mismo latín. El mundo se ha encontrado a sí mismo. Pronto se realizará el Imperio español, que es la unidad histórica, física, espiritual y teológico.

Hacia la tercera década del siglo XVIII empiezan las congojas, las inquietudes; la sociedad ya no cree en sí misma, ya no cree tampoco, con el vigor de antes, en ningún principio superior. Esta falta de fe, en contraste con la pesadumbre de una sociedad otra vez perfecta, impulsa a los espíritus débiles a la fuga, a la vuelta a la Naturaleza.

Juan Jacobo Rousseau representa esta negación, y porque pierde la fe de que haya verdades absolutas crea su Contrato social, donde teoriza que las cosas deben moverse, no por normas de razón, sino de voluntad. Surgen los economistas y empiezan a interpretar la historia por referencia a las nociones de mercancía, valor y cambio. Surge la gran industria, y con ella la transformación del artesonado en proletariado. Surge el demagogo, que encuentra dispuesta una masa proletaria reducida a la desesperación, y lo que se creyó progreso indefinido estalla en la guerra de 1914, que es la tentativa de suicidio de Europa.

La Europa de Santo Tomás era una Europa explicada por un mismo pensamiento. La Europa de 1914 trae la afirmación de que no quiere ser una. Producto de la guerra europea es la creación de legiones de hombres sin ocupación, después de aquella catástrofe se desmovilizan las fábricas y se convierten en enormes masas de hombres parados; la industria se encuentra desquiciada, aparece la competencia de las fábricas y se levantan las barreras aduaneras. En esta situación, perdida, además, toda fe en los principios eternos, ¿qué se avecina para Europa? Se avecina, sin duda, una nueva invasión de los bárbaros.

Pero hay dos tesis: la catastrófica, que ve la invasión como inevitable y da por perdido y caduco lo bueno, la que sólo confía en que tras la catástrofe empiece a germinar una nueva Edad Media, y la tesis nuestra, que aspira a tender un puente sobre la invasión de los bárbaros: a asumir, sin catástrofe intermedia, cuanto la nueva edad hubiera de tener de fecundo, y a salvar, de la edad en que vivimos, todos los valores espirituales de la civilización.

Tal es nuestra nueva tarea ante el comunismo ruso, que es nuestra amenazadora invasión bárbara. En el comunismo hay algo que puede ser recogido: su abnegación, su sentido de solidaridad. Ahora bien, el comunismo ruso, como invasión bárbara que es, es excesivo y prescinde de todo lo que pueda significar un valor histórico y espiritual; es la antipatria, carece de fe en Dios; de aquí nuestro esfuerzo por salvar las verdades absolutas, los valores históricos, para que no perezcan.

¿Cómo podrá hacerse eso? Esta es una pregunta que empieza a tener respuesta aquí, en Castilla y en España.

Una de las pretendidas soluciones es la socialdemocracia. La socialdemocracia conserva esencialmente el capitalismo; pero se dedica a echarle arena en los cojinetes. Esto es un puro desatino.

Otra pretendida solución son los Estados totalitarios. Pero los Estados totalitarios no existen. Hay naciones que han encontrado dictadores geniales, que han servido para sustituir al Estado; pero esto es inimitable y en España, hoy por hoy, tendremos que esperar a que surja ese genio. Ejemplo de los que se llama Estado totalitario son Alemania e Italia, y notad que no sólo no son similares, sino que son opuestos radicalmente entre sí; arrancan de puntos opuestos. El de Alemania arranca de la capacidad de fe de un pueblo en su instinto racial. El pueblo alemán está en el paroxismo de sí mismo; Alemania vive una superdemocracia. Roma, en cambio, pasa por la experiencia de poseer un genio de mente clásica, que quiere configurar un pueblo desde arriba. El movimiento alemán es de tipo romántico; su rumbo, el de siempre; de allí partió la Reforma e incluso la Revolución francesa, pues la declaración de los derechos del hombre es copia calcada de las Constituciones norteamericanas, hijas del pensamiento protestante alemán.

Ni la socialdemocracia, ni el intento de montar, sin un genio, un Estado totalitario, bastarían para evitar la catástrofe. Hay otro género de ungüentos, de los que en España somos pródigos: me refiero a las confederaciones, bloques y alianzas. Todos ellos parten del supuesto de que la unión de varios enanos es capaz de formar un gigante. Frente a este género de remedios hay que tomar precauciones. Y no debemos dejamos sorprender por su palabrería. Así, hay movimientos de esos que, como primer puntual de sus programas, ostentan la religión, pero que sólo toman posiciones en lo que significa ventaja material; que a cambio de una moderación en la Reforma Agraria o un pellizco en los haberes del Clero, renuncian al crucifijo en las escuelas o a la abolición del divorcio.

Otros bloques de ésos se declaran, por ejemplo, corporativistas. Ello no es más que una frase; preguntemos, si no, al primero que nos hable sobre esto: ¿Qué entiende usted por corporativismo? ¿Cómo funciona? ¿Qué solución dar, por ejemplo, a los problemas internacionales? Hasta ahora, el mejor ensayo se ha hecho en Italia, y allí no es más que una pieza adjunta a una perfecta maquinaria política. Existe, para procurar la armonía entre patronos y obreros, algo así como nuestros Jurados Mixtos, agigantados: una Confederación de patronos y otra de obreros, y encima una pieza de enlace. Hoy día el Estado corporativo ni existe ni se sabe si es bueno. La Ley de Corporaciones en Italia, según ha dicho el propio Mussolini, es un punto de partida y no de llegada, como pretenden nuestros políticos que sea el corporativismo.

Cuando el mundo se desquicia no se puede remediar con parches técnicos; necesita todo un nuevo orden. Y este orden ha de arrancar otra vez del individuo. Óiganlo los que nos acusan de profesar el panteísmo estatal: nosotros consideramos al individuo como unidad fundamental, porque éste es el sentido de España, que siempre ha considerado al hombre como portador de valores eternos. El hombre tiene que ser libre, pero no existe la libertad sino dentro de un orden.

El liberalismo dijo al hombre que podía hacer lo que quisiera, pero no le aseguró un orden económico que fuese garantía de esa libertad. Es, pues, necesaria una garantía económica organizada; pero dado el caos económico actual, no puede haber economía organizada sin un Estado fuerte, y sólo puede ser fuerte sin ser tiránico, el Estado que sirva a una unidad de destino. He ahí cómo el Estado fuerte, servidor de la conciencia de la unidad, es la verdadera garantía de la libertad del individuo. En cambio, el Estado que no se siente servidor de una unidad suprema teme constantemente pasar por tiránico. Este es el caso de nuestro Estado español: lo que detiene su brazo para hacer justicia tras una revolución cruenta es la conciencia de su falta de justificación interior, de la falta de una misión que cumplir.

España puede tener un Estado fuerte porque es, en sí misma, una unidad de destino en lo universal. Y el Estado español puede ceñirse al cumplimiento de las funciones esenciales del Poder descargando no ya el arbitraje, sino la regulación completa, en muchos aspectos económicos, a entidades de gran abolengo tradicional: a los Sindicatos, que no serán ya arquitecturas parasitarias, según el actual planteamiento de la relación de trabajo, sino integridades verticales de cuantos cooperan a realizar cada rama de producción.

El Estado nuevo tendrá que reorganizar, con criterio de unidad, el campo español. No toda España es habitable; hay que devolver al desierto, y sobre todo al bosque, muchas tierras que sólo sirven para perpetuar la miseria de quienes las labran. Masas enteras habrán de ser trasladadas a las tierras cultivables, que habrán de ser objeto de una profunda reforma económica y una profunda reforma social de la agricultura: enriquecimiento y racionalización de los cultivos, riego, enseñanza agropecuaria, precios remuneradores, protección arancelaria a la agricultura, crédito barato; y de otra parte, patrimonios familiares y cultivos sindicales.

Esta será la verdadera vuelta a la Naturaleza, no en el sentido de la égloga, que es el de Rosseau, sino en el de la geórgica, que es la manera profunda, severa y ritual de entender la tierra.

Con el mismo criterio de unidad con que se reorganice el campo hay que reorganizar toda la economía. ¿Qué es esto de armonizar el capital y el trabajo? El trabajo es una función humana, como es un atributo humano la propiedad. Pero la propiedad no es el capital: el capital es un instrumento económico, y como instrumento, debe ponerse al servicio de la totalidad económica, no del bienestar personal de nadie. Los embalses de capital han de ser como los embalses de agua; no se hicieron para que unos cuantos organicen regatas en la superficie, sino para regularizar el curso de los ríos y mover las turbinas en los saltos de agua.

Para implantar todas estas cosas hay que vencer, desde luego, incontables resistencias. Se opondrán todos los egoísmos; pero nuestra consigna tiene siempre que ser ésta: no se trata de salvar lo material; la propiedad, tal como la concebíamos hasta ahora, toca a su fin; van a acabar con ella, por las buenas o por las malas, unas masas que, en gran parte, tienen razón y que, además, tienen la fuerza. No hay quien salve lo material; lo importante es que la catástrofe de lo material no arruine también valores esenciales del espíritu. Y esto es lo que queremos salvar nosotros, cueste lo que cueste, aun a trueque del sacrificio de todas las ventajas económicas. Bien valen éstas la gloria de que España, la nuestra, detenga la definitiva invasión de los bárbaros.