JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA
No imaginará el señor Gil Robles, cuando me levanto a hablar, además, en ocasión tan desfavorable, que lo hago a impulsos de un espíritu de partido, porque cabalmente lo que voy a reprochar al Gobierno es que haya dejado intacta para mi partido, o para quienes me siguen y me acompañan, una bandera que tuvo ocasión magnífica de recoger. El Gobierno que preside don Alejandro Lerroux se encontró en una de esas encrucijadas históricas desde donde arrancan para una patria el camino de la grandeza y el camino de la vulgaridad. Hubo una ocasión decisiva en aquella mañana del 7 de octubre en que todos confiamos, en que todos apoyamos, en que todos exaltamos al Gobierno que preside don Alejandro Lerroux para que lanzase a España por el camino de la grandeza, y éste es el momento en que tememos que el Gobierno que preside don Alejandro Lerroux está desperdiciando esa magnífica ocasión histórica. La está desperdiciando, a mi modo de ver –y conste que tengo que empalmar para esto, más que con el debate brillantísimo desarrollado aquí en la tarde de ayer y en la de hoy, con las palabras del señor presidente del Consejo de Ministros–, la está desperdiciando, porque en este fenómeno histórico, inmenso, ingente, de la revolución que se acaba de vencer, parece como si el Gobierno no hubiera querido ver más que lo superficial, los brotes más externos de todo lo que constituye la revolución; se dijera que lo más señero, lo más significativo, fue el caso de tal pistolero que disparó contra tal autoridad, o de tal minero que encendió la mecha de tal bomba. Eso no es más que el brote superficial. Parece como si de ahí no pudiera pasarse sino a la influencia política que tuvieran tales o cuales sindicatos. Eso no es más que el tronco del problema; pero la raíz jugosa y profunda de la revolución está en otra cosa; está en que los revolucionarios han tenido un sentido místico; si se quiere, satánico, pero un sentido místico de su revolución, y frente a ese sentido místico de la revolución no ha podido oponer la sociedad, no ha podido oponer el Gobierno, el sentido místico de un deber permanente y valedero para todas las circunstancias.
Se decía aquí por varios oradores: pero ¿cómo los mineros de Asturias, que ganan dieciocho pesetas y trabajan siete horas, han podido hacer una revolución socialista? Yo quisiera contestar: pero ¿es que también vamos a profesar nosotros la interpretación materialista de la Historia? ¿Es que no se hacen revoluciones más que para ganar dos pesetas más o trabajar una hora menos? Os diría que lo que ocurre es todo lo contrario. Nadie se juega nunca la vida por un bien material. Los bienes materiales, comparados unos con otros, se posponen siempre al bien superior de la vida. Cuando se arriesga una vida cómoda, cuando se arriesgan una ventajas económicas es cuando se siente uno lleno de un fervor místico por una religión, por una patria, por una honra o por un sentido nuevo de la sociedad en que se vive. Por eso los mineros de Asturias han sido fuertes y peligrosos. En primer lugar, porque tenía una mística revolucionaria; en segundo término, porque estaban endurecidos en una vida difícil y peligrosa, en una vida habituada a la inminencia del riesgo y al manejo diario de la dinamita. Por eso, con esa educación de tipo duro y peligroso, y con ese impulso místico, satánico si queréis, han llegado a las ferocidades que lamentamos todos.
Pero frente al estallido de una revolución llena de ímpetu místico y de instrumentos guerreros, ¿qué podía ofrecer la sociedad española; qué podía ofrecer el Estado español? ¡El Estado español … ! Pero ¿es que el Estado español cree en algo? El señor presidente del Consejo de Ministros nos decía ayer, como expresión perfecta de lo que debe ser un jefe de Gobierno, que él se coloca equidistante entre las izquierdas y las derechas, sin tolerar la extralimitación de ninguna. Es decir, que en el concepto político del señor presidente del Consejo de Ministros, las izquierdas y las derechas deben existir, pero 61 no es ni de las izquierdas ni de las derechas. El defiende un Estado que no cree en una postura ni en otra, aunque reconoce que ambas posturas existen y son lícitas. Pero ¡qué, si tenemos la prueba viviente en estos días de que el Estado español no cree en sus propias bases! No tenéis más que ver que estamos, por ejemplo, discutiendo la revolución bajo la censura de Prensa. Nosotros formamos parte de este Cuerpo legislador; discutimos en este edificio, en el que parece que está volatilizado, entre las horribles pinturas del techo y el horrible terciopelo de los bancos, eso que se llama la soberanía nacional; pues bien: nosotros, depositarios de la soberanía nacional, tenemos que recibir cada noche una especie de espaldarazo de buenos chicos que nos discierne algún funcionario subalterno del Gobierno Civil.
El Estado no cree en nada; el Estado no cree en la libertad, ni cree en la soberanía del pueblo, porque la suspende cada vez que hace falta. El Estado no se cree siquiera depositario ni cumplidor de un fin supremo, y prueba patente de esta verdad dura y triste la tuvimos en una famosa arenga que hubimos de oír por la radio la noche siguiente de vencerse la sublevación en la Generalidad. Un hombre que había tenido la suerte inmensa, providencial, de ser quien devolvió a España su unidad en peligro, pronunció la noche siguiente estas palabras, que oímos todos por la radio, repito, para nuestra vergüenza: «Respetables son éstos –los ideales–, sean cuales fueren; son execrables cuando se salen del terreno legal y se apela a la violencia para establecerlos.» De modo que un hombre que acaba de hacer cara nada menos que a un intento separatista, declaraba que ese sentimiento separatista no es execrable como contenido separatista, sino porque se ha producido sin cumplir el artículo cual o el artículo tal de ciertas normas reglamentarias.
¿Y la sociedad española? Decidme si la sociedad española tenía el sentido de estar al servicio de unas normas de validez permanente que la justificaran en una actitud enérgica de defensa. El señor Gil Robles, en uno de sus elocuentísimos discursos, en uno de sus extraordinarios discursos, en uno de sus milagrosos discursos –y digo milagrosos en el sentido exacto de esta palabra–, nos dijo ayer que nadie va más lejos que él en las reformas sociales, que nadie está mejor dispuesto que él para las reformas sociales. Y yo digo: una sociedad que sabe que tiene que reformarse es que tiene la noción de su propia injusticia; y una sociedad que se cree injusta no es capaz de defenderse con brío.
Ni el Estado español ni la sociedad española se hubieran defendido con brío frente a la revolución si no hubiera entrado en juego el factor, que siempre nos parece imprevisto, pero que no falta nunca a la cita en las ocasiones históricas, de ese genio subterráneo de España, de ese genio heroico y militar de España, de esa vena perenne de España que, ahora como siempre, albergada en uniformes militares, en uniformes de soldaditos duros, de oficiales magníficos, de veteranos firmes y de voluntarios prontos, una vez más, ahora como siempre, ha devuelto a España su unidad y su tranquilidad. (Muy bien.)
Esto me parece que es axiomáticamente así, y, sin embargo, temo que el Gobierno que preside don Alejandro Lerroux no haya sacado las consecuencias exactas de ello. Sus medidas, las medidas que hemos empezado a conocer, son puramente policíacas, son puramente de detalle, no penetran en la entraña del acontecimiento. La primera medida necesaria era haber dado al vencimiento de la intentona revolucionaria toda la altura histórica que merecía. Era la ocasión de decir: «Pues sí, esta vena heroica y militar –la de siempre– nos ha salvado; esta vena heroica y militar tiene que adquirir otra vez su condición preeminente.» Hubiera sido muy bueno que el señor presidente del Consejo de Ministros, capaz de retorcer tantas veces sus creencias cuando así servía a la verdad o a la Patria, nos hubiese
dicho: «Es cierto; no hay más que dos maneras serias de vivir: la manera religiosa y la manera militar –o, si queréis, una sola, porque no hay religión que no sea una milicia ni milicia que no esté caldeada por un sentimiento religioso–; y es la hora ya de que comprendamos que con ese sentido religioso y militar de la vida tiene que restaurarse España.» Esta sí que habría sido la verdadera retribución para el esfuerzo y para el heroísmo de quienes nos han devuelto la tranquilidad; porque estoy seguro de que cada uno de los que han muerto por España y cada uno de los que sobreviven no quiso la retribución en unas monedas o ventajas; lo que hubieran querido sería que les devolviéramos el orgullo de tener una Patria grande. Y la ocasión de emprender el camino de esa Patria grande era la gozosa y única tal vez, en sabe Dios cuántos años, de aquella madrugada del 6 al 7 de octubre de 1934.
No es esto lo que ha deducido el Gobierno como consecuencia. Por de pronto, parece como si hubiera la consigna de desviar la atención de las gentes del lado antinacional de la revolución para concentrarla exclusivamente en el lado social. Estamos dedicando cada vez menos palabras a lo que ha ocurrido en Cataluña para dedicar más a escalofriarnos con los horrores de Asturias, horrores que ya no tienen más que un valor anecdótico y que, con ser muchos o ser pocos, no hacen variar nada la calidad histórica del intento.
Lo de Cataluña, el intento separatista de Cataluña, lo estamos desviando por instantes, y así ha ocurrido la cosa enorme, señor presidente del Consejo de Ministros, de que cuando hemos conocido esta mañana la lista de las condenas y de los indultos hayamos visto, como en su elocuencia ha afirmado S.S., que un pistolero demostró enorme perversidad porque se defendió cuando huía y cometió un homicidio, en tanto que un oficial del Ejército español que al frente de sus tropas –por primera vez en más de un siglo–, que si acaso tendría parangón en los últimos días de la caída de nuestro imperio continental, en los albores tristes del siglo XIX, un oficial se alzó contra la unidad de España y mandó disparar a sus tropas y mató a otro oficial del Ejército español y a varios soldados, merecía el indulto. La cosa es tan enorme, señor presidente del Consejo de Ministros que aquí han tenido que moverse dos sospechas para admitir que esto Pudiera acontecer. Yo aseguro al señor presidente del Consejo de Ministros que, sin que me comprenda una sola brizna de responsabilidad gubernamental, no he podido pegar los ojos anoche pensando en ese horror del fusilamiento de dos desgraciados, de dos más o menos monstruosos desgraciados, que delinquieron, que cometieron un delito común y que no habrían sido pasados por las armas si el mismo delito lo hubiera realizado seis días antes mientras se indulta a un oficial español que ha cometido el peor delito de traición contra la Patria y contra el Ejército. (Muy bien.) A mí ya no me interesa, pues porque yo diga estas cosas no se va a fusilar al señor Pérez Farrás; pero no hay más explicación admisible para el indulto de este oficial que una presión demasiado alta, que el Gobierno no debió tolerar, o una presión demasiado misteriosa, que ni el Gobierno debió aceptar ni nosotros podemos sufrir sin afrenta: la presión, simplemente, de la masonería. (MUY bien. Rumores.) El señor Pérez Farrás es masón y por eso se ha salvado. Es muy lógico, si queréis, aunque nos ofenda, que quienes tienen tradición masónica cedan a su impulso; pero vosotros (dirigiéndose al señor Gil Robles), que representáis, si representáis algo hondo y espiritual, todo lo contrario de la masonería, veremos cómo explicáis en las próximas propagandas electorales vuestra complicidad con este crimen. (Rumores. El señor Gil Robles: «Era eso todo lo que necesitaba decir S.S. para hacernos ese ensayo literario? Siga S.S.» Muy bien. Rumores en algunos escaños.)
Y después, es bien triste que no os hayáis dado cuenta de esto. Cuando quiebra todo un orden social, como ha quebrado durante la pasada revolución, como ha estado a punto de quebrar sin remedio sin los auxilios heroicos que surgieron a última hora, hay que pensar, no sólo en que urge desmontar ciertos sindicatos, no sólo en que hay que tomar ciertas medidas policíacas; hay que pensar en que algo anda mal en lo profundo. El señor Gil Robles –yo le aludiré siempre con mucha más cortesía y con mucha más tranquilidad de las que él ha manifestado en este instante– propone una serie de medidas; dice que nadie le irá al alcance en los avances sociales. Yo me permito decirle al señor Gil Robles que si hace eso no logrará más que desorganizar toda una economía capitalista sin haber implantado un régimen más justo. El que con la economía capitalista, tal como está montada, nos dediquemos a disminuir las horas de trabajo, a aumentar los salarios, a recargar los seguros sociales, vale tanto como querer conservar una máquina y distraerse echándole arena en los cojinetes. Así se arruinarán las industrias y así quedarán sin pan los obreros.
En cambio, con lo que queremos nosotros, que es mucho más profundo, en que el obrero va a participar mucho más, en que el Sindicato obrero va a tener una participación directa en las funciones del Estado, no vamos a hacer avances sociales uno a uno, como quien entrega concesiones en un regaeto, sino que estructuraremos la economía de arriba abajo de otra manera distinta, sobre otras bases, y entonces sucederá, señor Gil Robles, que se logrará un orden social mucho más justo. (Rumores. El señor Barros de Lis: «Y a vivir todos felices con esa estructuración nueva.») ¿Su señoría ha dedicado dos minutos de meditación a leer algún folleto de propaganda de las ideas que yo preconizo ahora? (El señor Barros de Lis: «Sí, he leído bastantes.») Pues que sea enhorabuena. (El señor Barros de Lis: «No; enhorabuena a S.S., por haberlos leído yo.» El señor presidente reclama orden.)
Es decir, que dentro de muy poco, dentro de quince días, dentro de un mes, estará todo, si el señor presidente del Consejo de Ministros no rectifica, poco más o menos como estaba; habremos dado por finida una revolución; tal vez la Policía esté un poco más diligente; tal vez haya menos armas en las Casas del Pueblo; pero la estructura social y política que ha quebrado seguirá en pie y no se habrá logrado nada, y la vena heroica y militar que nos ha salvado esta vez volverá a enterrarse y volverá a estar ahí en reserva por si otra vez tiene que salvamos de milagro. Señor presidente del Consejo de Ministros; si yo hablase por un interés de partido, nada podría parecerme mejor. Precisamente las ocasiones desperdiciadas han sido las que abrieron siempre camino a las revoluciones nacionales: porque se desperdició Vittorio Veneto vino la marcha sobre Roma; porque se ha desperdiciado el 7 de octubre es muy posible que venga la revolución nacional, en cuyas filas me alistó. (Rumores.) Eso, para nosotros, sería mucho mejor. Para el Gobierno hubiera sido mucho mejor ser él quien enarbolase esa bandera. Pero si es mejor para mí y para mi partido, en cambio reconocerán el Gobierno y la Cámara que no es para que otorguemos un voto de confianza esta tarde. (Rumores.)
Enviado por Enrique Ibañes