Antonio García Maldonado es consultor político, ensayista y profesor de asuntos públicos. Ha sido asesor y speechwriter del presidente del Gobierno de España (2018-2019), del presidente del Senado (2019-2020) y de la ministra de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación de España. Colaborador en diversos medios de referencia. También es crítico literario. (@MaldonadoAg)
Entrevistado por Carlos Magariño
¿La era de los grandes discursos acabó hace décadas o todavía existe espacio para la grandilocuencia útil de los líderes políticos?
Hay menos espacio para la épica y la grandilocuencia porque ha ocurrido algo similar a lo que ha sucedido con los actores y las actrices con la llegada del cine. Antes se gesticulaba mucho porque el actor estaba lejos del público, pero eso se acaba con los primeros planos y el refinamiento general del cine. Con las redes y la sobreexposición mediática ha pasado lo mismo con los actores políticos. También somos una sociedad más escéptica, en la que no se mantiene casi ninguno de los grandes relatos políticos de la modernidad. De ese modo, la grandilocuencia o las grandes metáforas suenan algo viejas, cuando no ridículas. Pero todo depende del contexto. Por ejemplo, en los mítines, que son un tipo de discurso muy específico, o en los discursos orgánicos, todavía hay espacio para cierta grandilocuencia, especialmente en momentos de crisis o solemnes. Ahora se trata de medir mejor, porque la línea entre cierta épica y la vergüenza ajena es bien estrecha.
¿En una sociedad con tan altos índices de polarización como la actual, impactar con la oratoria en la parte de la población que no te apoya es aún posible?
Es muy difícil, sin duda. De hecho, se suele poner más énfasis en no despertar al electorado contrario que en seducirlo. Pero hay que diferenciar un discurso de partido de otro institucional. Yo sí creo que los discursos institucionales deben aspirar a dirigirse al conjunto de la ciudadanía, y de hecho suelen ser así, también en España. Es verdad que con la polarización que vivimos raramente se consigue si miramos las redes, pero creo que sí hay un ciudadano medio al que le interesa lo que le cuente su jefe de Estado o de Gobierno, más allá de su voto. En los mejores tiempos de Felipe González, era habitual escuchar a personas que no le habían votado que cuando el presidente salía apagaban la tele, pero no por rechazo, sino por temor a que le convenciera. Ahora está más difícil, sin duda, pero hay siempre una bolsa de votantes medios a las que se puede aspirar a convencer. No hay que dejar de intentarlo.
¿Cómo se armoniza en la labor del speechwriter saber que la mayoría de sus escritos van a pasar de manera súbita por los oídos de los oyentes para después perderse en la eternidad? ¿Crees que se peca en demasía en la ambición de trascender en cada discurso?
Mi buen amigo Ignacio Peyró, gran discursista, siempre comenta eso entre risas, que hay que quitarle solemnidad a la cosa porque la mayoría de los discursos son para temas importantes pero no muy trascendentales mediáticamente, y que eso de ponerte épico para cortar la cinta de una carretera comarcal tiene algo de comedia de situación. Lo que ocurre es que hoy nunca sabes por dónde te vienen los tiros, porque todo se graba y se emite, y da igual dónde y sobre qué estés hablando, así que, como dice el lema de los médicos, «primun non nocere», lo primero es no hacer daño, no meter la pata. Y, lo segundo, si puedes hacer algo bueno que luego puedas cortar y distribuir en redes, mejor que mejor. Por eso yo suelo negar algo que a veces dicen algunos discursistas, que hablan de la máquina de hacer salchichas para discursos facilones y de compromiso. Si los hubo, ya no los hay. En el mejor de los casos, desaprovechas una bala en tu favor, y en el peor, cometes un fallo y te das un tiro en el pie.
¿Actualmente existen líderes mundiales que reúnan las condiciones para ser buenos oradores y realmente percutir en sus oyentes? ¿Cuáles son estos elementos y qué gobernante los posee?
Los hay, y es más fácil identificarlos en sistemas presidenciales, donde todo el boato gira en torno a jefes de Estado que tratan de estar por encima de la melé. Macron es un caso claro, por ejemplo, u Obama en Estados Unidos, claro. Después hay gobernantes que no son grandes oradores pero que tienen una auctoritas enorme, caso de Draghi, que necesitan muy pocas palabras para transmitir mucho. O Merkel, que es de una sencillez y claridad expositiva desarmante. En España hay buenos oradores, y por ni citar a nadie con quien haya trabajado, diría que el ministro Iceta, que hizo un discurso de toma de posesión de Cultura y Deportes, Pablo Casado o Aitor Esteban, son oradores muy reseñables. Y después hay oradores eficaces, que es otra forma de ser bueno, como Íñigo Errejón, que sabe meter muy bien sus temas y generar debates a su alrededor, pese a que son muy pocos diputados, o Ana Oramas, aunque últimamente parecía excederse en las formas. Y me gusta especialmente cómo se aprende los datos y los introduce en las réplicas Yolanda Díaz sin que parezca que se los ha estudiado.
Nos encontramos en un mundo cambiante donde todo varia y se transforma de manera repentina. ¿En estas condiciones, cómo se puede lograr que un discurso quede para la eternidad, que sea recordado por las generaciones posteriores y rememorado pasado el tiempo?
Diría que, en primer lugar, hay que quitarse de la cabeza ese objetivo, el de trascender. Un discurso tiene un objetivo coyuntural y temporal definido, y se trata de cumplirlo. Los discursos que han pasado a la posterioridad lo hicieron porque se les juzgó a posteriori, pero que fueron escritos para un momento muy concreto. Cuando Kennedy hablaba de ir a la Luna y citaba al alpinista Mallory, cuando utilizaba toda aquella épica, no pensaba tanto en trascender como en que los estadounidenses comprendieran que era necesario embarcarse en la carrera espacial para que los soviéticos no les tomaran la delantera. Lo mismo el rey de Inglaterra Jorge VI cuando se dirigió al pueblo británico en 1939 para decirles que, lamentablemente, y por segunda vez en una generación, el país estaba en guerra. O De Gaulle cuando hizo el llamamiento a la resistencia contra los nazis. Así que, no sé si un discurso puede perdurar en el tiempo, aunque me inclino por el sí, pero desde luego hay que quitarse esa obsesión.
En la crisis de la COVID-19, la gran mayoría de los líderes políticos han tenido que salir a la palestra mediática para realizar diversas funciones: tranquilizar a la población, darles fuerza en los momentos complicados o aplicar las medidas más complicadas. ¿Ha habido carencias comunicativas? ¿Los discursos escritos han tenido el impacto deseado en la población?
Fue una situación excepcional en la que hubo de improvisarse mucho, y todos íbamos aprendiendo sobre la marcha. Desde un punto de vista comunicativo, habrá a quien le guste la metáfora de las guerras para hablar de la lucha contra el virus y a quienes no, y habrá a quienes guste una puesta en escena con militares y oficiales de policía y a quienes no. Tiendo a ser bastante comprensivo con distintas posiciones, y lo que sí tengo claro es que a mí sí me gustó y tranquilizó ver esa representación del despliegue del Estado para proteger al país y a sus ciudadanos. Desde el punto de vista de los discursos, lo mismo: unos los prefieren más cortos y espaciados, mientras que otros apuestan por una comunicación permanente con discursos muy técnicos y con muchos datos y detalles, y otros más simples. A este respecto, me impresionó hace poco un discurso de Franklin Roosevelt que leí, pronunciado en plena crisis de los años 30 del pasado siglo, cuando el presidente dijo: «No voy a aburriros con datos y cifras». ¡En un discurso económico en plena Gran Depresión! Y le funcionaba.
Entrevista realizada por Carlos Magariño, estudiante de Ciencias Políticas en la Universidad Pompeu Fabra. Miembro del espacio La Cúpula (@cmagfer)