El auge del nacionalismo sueco: Gustav y Björn beben cerveza a orillas del lago Mälaren

ÀLEX LLONCH

Gustav y Björn están tomando unas cervezas a orillas del lago Mälaren, a escasos kilómetros de su ciudad natal. Gustav, lánguido y lechoso, escucha a su mejor amigo mientras suena de fondo Yellow and Blue, la canción del célebre grupo de Oi! sueco, Perkele.  

—¿Lo hueles, Gustav? 

—¿El qué?

—El Mälaren. 

Retumba el estribillo de la canción “My heart beats for you, the yellow and the blue’’. 

—¿Sabes que tildaron de nazis a Perkele por hacer esta canción?— sigue Björn. 

—Pero si es un grupo antirracista, ¿no? 

—Claro, es ridículo. No se puede ser patriota en este país. Penoso.— concluye dando un trago largo.

 Björn siempre ha sabido más de todo. Cuando eran más pequeños le explicó que Finlandia no formaba parte de Escandinavia, que los escandinavos eran ellos, los noruegos, los daneses, los feroeses y los islandeses. Pero si Finlandia está pegada a Suecia, como no van a ser escandinavos, titubeaba Gustav. Finlandia forma parte del Norge, que es lo mismo, pero incluyendo Finlandia, son dos regiones distintas. Entonces Gustav callaba y asentía. 

—¿Bueno, hueles el lago Mälaren o no? 

—Joder, Björn, no sé. ¿Te refieres a la brisa? 

—No, idiota, la historia. Tienes que oler la historia. ¿Sabes que este es el sitio más importante de nuestro país?— otro sorbo —Las primeras runas vikingas se hallaron aquí, los primeros asentamientos, los cimientos del Estado Sueco se forjaron en estas orillas.

 “There are people full of ignorance who want to bring me down’’ 

—Normal. Si todo el terreno cultivable de este país está aquí.— sorbo —¿Cómo quieres que huela la historia? ¿Te has vuelto poeta o qué coño te pasa?

 —Me toca los cojones que no tengamos identidad. Siempre dando el cante con nuestras mierdas progres, y míranos ahora, el estado se va a pique y ni nos reconocemos entre nosotros. ¿Sabes que atracaron a mi vecina en Semesterparken?

—¿Cuándo?

—La semana pasada, los de siempre, los nuevos.

  Gustav calló. Pasaron barcos, gaviotas y alguna camioneta. Gustav seguía sin oler la historia. Vacían las latas y se despiden en el cruce mientras el día se apaga.  

Al volver a casa el padre de Gustav está haciendo bricolaje en el patio. Siempre ha sido una figura distante, incluso hostil. Gustav lo achaca a su ascendencia noruega, pues todo el mundo sabe que los noruegos son ásperos, campesinos con mucho dinero, como solía decir el abuelo. 

—¿De dónde vienes?— pregunta el padre sin levantar la vista de los maderos. 

—He quedado con Björn.

—¿El racista?

—No es racista, papá. 

—Pero si vota a Alternativ för Sverige, cómo no va a ser racista. 

—Déjalo. Es mi amigo, ¿vale? 

—Vale, führer.  

—Gilipollas— murmura para sus adentros.

 El abuelo, afable y bondadoso, atesoraba todas las virtudes de las que el padre de Gustav carecía. Antes del infarto, solían tener largas conversaciones. Largos monólogos, mejor dicho. Pero a Gustav ya le estaba bien, siempre ha sido mejor escuchando que hablando. El abuelo era una persona muy cultivada, a pesar de haber trabajado en el puerto toda su vida. Solía explicarle la transformación de Suecia entre café, tabaco y exageradas gesticulaciones. Gustav recordaba sus lecciones con ternura. 

Suecia, Sverige, había pasado de ser un país mediocre, pobre, confinado en la hambruna y la enfermedad a convertirse en uno de los países más ricos del mundo. El país había dejado atrás la extrema militarización pasando a ser el récord guiness de la paz sostenida en el tiempo. Incluso había consumado un proceso de secularización sin parangón. 

A finales de la edad vikinga, tan glorificada como exagerada –recordaba el abuelo– mandaron al paro a Odín, Thor, Frey y Freyja –reía– para abrazar el catolicismo. Olof Skötkonug, alrededor del año mil, fue el primer rey vikingo abiertamente cristiano. Toda la retahíla politeísta, así como los asentamientos de culto pagano sirvieron, literalmente, como cimiento para urdir iglesias católicas. 

Gustav no podía evitar rehuir que las proezas de los vikingos fueran exageradas. Cuerpos esculpidos, gaznates abiertos a golpe de hacha, conquistadores, lobos de mar. Siempre que iba al gimnasio emulaba su concepción del vikingo. Era un estímulo para él a pesar de ser delgaducho. Lejos de sus pensamientos, el abuelo continuaba: Más adelante, la reforma luterana impregnó Suecia, devolviendo a Roma el catolicismo. Así, de un manotazo, –gesticulaba un bofetón al aire y se reía.– Fue así como la moral luterana arraigó dos rasgos importantes en el comportamiento social sueco: el individualismo y la confianza en el Estado. 

A finales del siglo XX, Suecia era el Edén de la modernidad, su reputación internacional deslumbraba al mundo, y su Estado del Bienestar era el modelo de referencia para todas las socialdemocracias. Tan brillante era el presente, tan exquisito el futuro, que el pasado fue relegado al cajón de lo inútil. Prueba de ello es que en 1991 la historia de Suecia dejó de ser obligatoria en los centros educativos. Mala idea, Gustav, mala idea. 

Sin embargo, la comunidad internacional se refería a Suecia como la homeland of modernity. El foco sueco apuntaba al mundo, restándole importancia a lo interno. Se gestó el sueño sueco, como el american dream, pero con albóndigas y pescado –reíamos los dos–. Pero vamos, no resulta exagerado, el presidente Hansson bautizó nuestra tierra como el Folkhem, la tierra de la gente. Todo el mundo podía encontrar en Suecia su sitio en el mundo donde arraigar y crecer en abundancia. Estábamos ebrios de modernidad. Lástima que el término Folkhem también lo utilizen los radicales refiriéndose a la tierra de los suecos. 

En todo caso, dicha modernidad se comió el nacionalismo sueco del siglo diecinueve.  ¿Tú sabes quién fue Erik Geijer, hijo? 

Yo respondía que no, porque sé que le hacía ilusión explicármelo. Pero ya me sabia la historia de memoria. En resumen, Geijer fue el padre del nacionalismo sueco del siglo XIX. Espoleado por el nacionalismo romántico germánico, centenares de jóvenes poetas, periodistas e historiadores construyeron un relato nacional en base a su pasado. 

Por aquel entonces Suecia era un país moribundo, Gustav. ¿Si tienes un presente deslucido, cómo lo compensas? –me miraba expectante– Glorificando el pasado, abuelo –respondía. 

¡Exacto! Así fue como Geijer urdió dos arquetipos para tener un relato nacional creíble, el de los vikingos, poderosos conquistadores y el de los odalbone, trabajadores infatigables con hacienda propia, orgullosos e independientes. Puede parecer un relato inocente, pero Geijer estableció las bases de la teoría racista, Gustav. 

El primer instituto de teoría racial se estableció en Suecia, ¿lo sabías? Arqueólogos y antropólogos trabajaron sin cesar para crear el paraíso de la pureza racial sueca. La obsesión de Geijer era homogeneizar Suecia, a pesar de ser un país con diferentes grupos étnicos. ¿Sabes cómo lo quería hacer? Mediante el civismo. Un romántico pasado de vueltas, Gustav. Un tío brillante a pesar de todo, con muchos seguidores. La modernidad se comió la mayoría de sus sandeces, pero recuerda que de las brasas puede renacer el fuego. 

—¿En qué piensas, hijo?— la madre de Gustav le despierta de sus pensamientos. 

—Nada, mamá, pensaba en el abuelo. 

—Ah, claro, hijo. Cómo se le echa en falta. 

Silencio melancólico. 

—Mamá. 

—¿Sí? 

—¿A qué huele el lago Mälaren?

 

 

Àlex Llonch es consultor de comunicación política (@alexllonch)

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