Desmontando al sujeto postsoberano

MANUEL ARIAS MALDONADO

Hay un momento en The People vs. O.J. Simpson, la excelente serie televisiva sobre el juicio a la estrella negra del fútbol americano, acusado de asesinar a su exesposa, donde se pone en escena de manera admirable la importancia que poseen las emociones en la percepción de la realidad. Durante la vista, la defensa ha presentado la detención de Simpson como una muestra más del racismo sistemático de la policía de Los Ángeles, mientras la fiscalía ha llamado la atención sobre los abrumadores indicios que apuntan a la culpabilidad del acusado. Cuando el jurado se retira a deliberar, su breve diálogo confirma la brecha racial dibujada por los abogados de Simpson: la mayoría negra impone la absolución del acusado a los pocos blancos que abogan por su culpabilidad. Éstos invocan los hechos; aquellos los rechazan de plano. Pero lo relevante es que los miembros negros del jurado no exculpan a Simpson pese a creerlo culpable, para hacer justicia racial, sino que de verdad lo creen inocente. No sienten los hechos como verosímiles, a pesar de ser abrumadores: su percepción está saturada de afecto. Y lo mismo pasa con la de todos nosotros.

Así se deduce, al menos, de aquello que las ciencias contemporáneas están diciendo sobre el sujeto. También parece confirmarlo la realidad misma, que durante los últimos años se ha caracterizado por una tensión emocional de alto voltaje, traducida en un sinfín de fenómenos que apuntan hacia un destacado protagonismo de los afectos políticos: el ascenso de los populismos, el desdén por los hechos en el debate público, la insurrección contra el establishment. Nada de esto es nuevo, aunque nuestra época incorpore alguna variación significativa sobre este viejo patrón, ya presente en las tragedias grecolatinas; sobre todo, la comunicación digital y sus efectos. Tampoco ha cambiado el individuo: es sólo que ahora empezamos a saber de él cosas que no sabíamos. Y ese nuevo marco de conocimiento, por tentativo que aún sea, nos lleva a establecer una relación causal según la cual las turbulencias sociales de nuestro tiempo son una consecuencia del desorden emocional: un desorden colectivo a fuer de individual. No es descabellado: si averiguamos –por seguir con el ejemplo del caso Simpson– que la percepción de la realidad está decisivamente mediada por los afectos, su valencia política resulta evidente. Así que no podemos pensar políticamente sin tomar en consideración nuestras emociones. ¡Y eso que la saturación afectiva de la percepción sólo es una manifestación entre muchas de la compleja relación entre cognición y emoción!

Huelga decir que el señalamiento de los límites de la razón está lejos de ser una novedad en el pensamiento occidental. Son muchos los pensadores que –desde Hume a Nietzsche, pasando por Freud– han puesto de manifiesto la sujeción del ser humano a las pasiones, los sentimientos, el inconsciente, o como quiera llamarse a aquella dimensión de la subjetividad que no parece someterse fácilmente a nuestro control. Sin embargo, los nuevos hallazgos de la psicología y las neurociencias están concretando la índole de esas limitaciones. Parece culminarse con ello el tránsito entre el sujeto ideal del liberalismo kantiano, concebido como un maximizador racional de preferencias, a un sujeto real sometido a múltiples influencias, internas y externas, así como a limitaciones de toda clase para el ejercicio de la racionalidad en la toma de decisiones, incluido el apego al propio grupo en detrimento de los rivales. Y si la ciencia natural ha incorporado a su repertorio metodológico los instrumentos proporcionados por la neurobiología, las ciencias sociales han experimentado un giro afectivo que ha situado a las emociones en el centro de su análisis: desde la psicología a la sociología, pasando por la ciencia política y la economía, los teóricos sociales están empeñados en determinar de qué manera los individuos procesan información y toman decisiones, sometidos a qué influencias sociales y afectados por qué sesgos, propensos a qué tipo de errores y sensibles a qué clase de estímulos. Por eso dice Sharon Krause que no somos agentes soberanos. Ya que el yo protagonista de la agencia individual no ejerce pleno control de su actividad: si esa agencia puede definirse como la afirmación de la existencia subjetiva mediante la acción en el mundo, su protagonista –cada uno de nosotros– resulta ser un sujeto aparentemente reflexivo y relativamente potente, pero en absoluto soberano.

Hay que apresurarse a matizar que la propia naturaleza de los afectos es objeto de discusión. Para empezar, dentro de esa categoría general habría que diferenciar un conjunto de manifestaciones particulares: afectos propiamente dichos (cuya cualidad preconsciente y orgánica los excluye a veces del campo de la vida subjetiva), emociones (incluyendo a las pasiones, o emociones no controlables), sentimientos (ligados a las emociones, pero distinguibles de ellas), estados de ánimo (pasajeros o prolongados, pertenecientes a la vida afectiva, pero difícilmente identificables con las categorías anteriores) y sensaciones (estímulos corporales o sensoriales provinentes del exterior y que pueden activar respuestas afectivas y/o emocionales). A su vez, esa disposición del sujeto se relaciona con una realidad exterior que produce –filtrada por nuestra percepción– efectos sobre nosotros; unos efectos que pueden ser miméticos (la imitación del grupo o la interiorización de discursos o ejemplos que circulan socialmente) o persuasivos (en la medida en que somos sensibles al empaquetado narrativo de esa realidad, ya sea a través del storytelling o el enmarcado). Finalmente, como sugiere la teoría de los sentimientos morales, nuestra pertenencia a una u otra “tribu moral” estaría determinada afectivamente: la pertenencia al grupo (como la “raza negra” en el caso Simpson, el progresismo o el conservadurismo) refuerza nuestra identidad a través del enfrentamiento con el grupo rival. ¡Incluso la ideología es una emoción! Y parece comprobado que lo que hay detrás de las fake news no es otra cosa que tribalismo moral: un sesgo emocional que nos lleva a aceptar las noticias falsas favorables a los nuestros y a rechazar las que benefician a ellos.

Sin embargo, el estudio de las emociones está plagado de problemas metodológicos. Los estados mentales no son accesibles experimentalmente y no podemos dar por sentada una correlación entre la actividad neuronal observable a través de las resonancias magnéticas y las experiencias fenomenológicas consistentes en pensar, sentir, desear, juzgar. Tal como puntualizaba Sartre, sería un error limitarse a hacer una interpretación puramente materialista de las emociones, ya que “la emoción no existe como fenómeno corporal, ya que un cuerpo no puede emocionarse por no poder conferir un sentido a sus propias manifestaciones”. Ni todo es lenguaje, como querrían el psicoanálisis y el postestructuralismo, ni todo son reacciones somáticas preconscientes e indisponibles: el afecto posee elementos conscientes e inconscientes, corporales y cognitivos, entrelazados de forma compleja. Para Margaret Wheterell, estamos ante un complejo ensamblaje interactivo de respuestas corporales automáticas, acciones corporales conscientes o semiconscientes (como al acercamiento o aproximación a algo o alguien), sentimientos subjetivos, procesos cognitivos, activación de circuitos neuronales, enunciados verbales y señales comunicativas (como las expresiones faciales). Y esa interacción posee también una dimensión social, que se manifiesta en la existencia de habitus afectivos (que producen unos sentimientos y no otros según el grupo social de que se trate), signos pegadizos (como la palabra paki que designa de forma despectiva a los inmigrantes paquistaníes en Gran Bretaña) o predisposiciones culturales con efectos emocionales (pues la cultura es también parte de nuestro bagaje preconsciente). Aunque las emociones son innatas y no un producto de la cultura, muchas de sus manifestaciones están moduladas por la cultura.

Sea como fuere, las certezas no abundan. Estamos lejos de poder realizar afirmaciones tajantes sobre el modo en que las emociones se activan y son evaluadas –o no– por los individuos. Y lo mismo puede decirse sobre sus efectos colectivos y el papel de la cultura. O sobre su “racionalidad”: aunque puede alegarse que las emociones son evolutivamente funcionales, pues de otro modo no habrían sobrevivido, no siempre conducen a las mejores decisiones. Más aún, no tenemos una respuesta definitiva a la pregunta de si los individuos nos hacemos, somos hechos o incluso venimos hechos. Se diría que las tres cosas a la vez. Y esa complejidad, a la espera de que la ciencia nos traiga otras noticias, proporciona al individuo un margen deliberativo que –ésta es la mala noticia– debe esforzarse en aprovechar.

No deja de ser llamativo que la recuperación de las emociones haya sido saludada con entusiasmo por una parte de la teoría política y las humanidades. Se estaría corrigiendo así, a juicio de no pocos comentaristas, la exclusión fundacional de las emociones en la historia del pensamiento, cuyo correlato habría sido la subordinación de las pasiones a la razón en la vida social: un disciplinamiento cartesiano que habría reducido la experiencia humana a un mero ejercicio de elección racional. Según Elizabeth Grosz, la tradición filosófica occidental se habría distinguido por su “somatofobia”: un desprecio de las emociones y del cuerpo que habría beneficiado a los portavoces de la razón. Algo que se vería también reflejado en un orden institucional “narratocrático” asentado en la deliberación racional y reacio a reconocer el papel de las pasiones políticas. El giro afectivo abre nuevas posibilidades para los críticos del orden liberal: desde la defensa del agonismo, hasta la afirmación de que en los afectos preconscientes anida la posibilidad de escapar al control social. También los reformistas se hacen eco de esta nueva realidad y proponen distintas fórmulas para integrar la emoción en los procesos democráticos, reconociendo su existencia y su necesidad: sin emociones no seríamos ciudadanos, sino zombies.

Pero, ¿es la renuncia al principio de autonomía la mejor respuesta a la emergencia del sujeto postsoberano? Recordemos que la propia tradición ilustrada contenía corrientes poco dispuestas a reconocer al ser humano como un animal racional: Hume anticipa a Freud. Y la propia democracia liberal exhibe una desconfianza hacia las verdades absolutas que puede leerse como recelo hacia los excesos de la razón. Más bien, se trata de reformular el principio de autonomía individual a la luz de sus deficiencias. A fin de cuentas, el sujeto postsoberano es una realidad paradójica: al saber que no somos tan soberanos como creíamos, ¿acaso no estamos disipando una ilusión y con ello ganando poder sobre nosotros mismos? Es claro que las respuestas somáticas o los procesos neuronales pueden marcar límites a la moralización de las conductas individuales o poner en cuestión el grado de libertad de que disfrutamos. Pero no por ello hemos de renunciar a normativizar determinadas conductas humanas; más bien ha de aceptarse que en algunas de ellas la eficacia de nuestras estrategias normativizadoras será más limitada por razón de su causa fisiológica especialmente potente.

Tanto la Ilustración como el liberalismo que emerge con ella han sido siempre un proyecto cuyo punto de partida es la maleabilidad del ser humano. Y aunque ésta haya resultado ser menor de la prevista, porque no somos exactamente la tabula rasa que parecíamos ser, eso no debe convertirse en un obstáculo para trabajar sobre el resto maleable del sujeto, orientándolo hacia fines emancipatorios en una sociedad justa. Por eso, no hay que contemplar el sujeto autónomo y racional del liberalismo como una realidad sociológica, sino como un ideal regulativo diseñado con fines civilizatorios. En otras palabras: es el sujeto que debemos esforzarnos en ser, aun a sabiendas de que no lo lograremos del todo. El sujeto autónomo es un como si: se nos llama a actuar como si fuéramos autónomos y racionales, porque propenderemos así a la autonomía y la racionalidad en lugar de a sus opuestos. Será así más autónomo aquel sujeto que gane conciencia sobre la naturaleza de sus disposiciones e influencias que aquel que las ignore. A la formulación clásica de la autonomía individual es necesario añadirle autoconciencia: conciencia de que experimentamos afectos, poseemos sesgos y decidimos en contextos que nos influyen. En esta posibilidad reflexiva, no por ardua menos factible, debe asentarse la defensa de la autonomía personal en la era de las neurociencias.

Manuel Arias Maldonado es profesor Titular de Ciencia Política en la Universidad de Málaga. Ha sido investigador visitante en las universidades de Berkeley, Munich, Siena, Oxford y Kele.. Autor de diversos libros, el último, el exitoso «La democracia sentimental: política y emociones en el siglo XXI». @goncharev

Artículo publicado en Beerderberg

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