«De Maroussi a Río. Un maratón de 120 años». Reflexiones sobre más de un siglo de olimpismo y propaganda política

JUAN JOSÉ NIETO LOBATO

“Es griego, es griego” se dicen los unos a los otros reconociendo en las facciones del primer hombre que accede al estadio Panathinaikó los inconfundibles caracteres de un compatriota. Sí, es Spyridon Louis, un aguador de Maroussi reclutado a última hora por un coronel del ejército para correr los cuarenta kilómetros del Maratón original (que unió el emplazamiento hipotético de la batalla contra los persas y el recinto construido a imagen y semejanza del que existiera en Olimpia). Con su victoria, el 10 de abril de 1896, se pone fin a los primeros Juegos de la era moderna y se inicia un camino, el del movimiento olímpico, vertebrado en torno a tres grandes ejes que poco o nada tienen que ver con la idea original del aristócrata y diplomático francés, Pierre de Coubertin.

  1. Universalismo y nacionalismo.

Si el primer principio fundamental recogido en la Carta Olímpica incluye la defensa de los valores éticos universales, lo cierto es que los Juegos han representado un caldo de cultivo idóneo para la reclamación de símbolos e ideales patrióticos. Su nacimiento, en la época de la consolidación de nuevos estados como Alemania, Italia o la propia Grecia, y del surgimiento, a su vez, de las primeras reclamaciones anticolonialistas, fomentará la utilización de los éxitos deportivos para la generación de una opinión pública favorable en el interior de los estados y para el envío de mensajes hacia el exterior. No dudó Finlandia, por ejemplo, en emplear los buenos resultados de sus lanzadores en Estocolmo 1912 para exigir su soberanía frente a la Rusia zarista, que nominalmente figuraría como ostentadora de los galardones. No ocultaron, tampoco, los lituanos, lo bien que les vino, tras la desintegración de la URSS, el bronce del equipo de baloncesto en Barcelona, con Sabonis, Kurtinaitis o Marciulionis, para darse a conocer internacionalmente.

Pocos países organizadores han dejado pasar, a su vez, la oportunidad de reivindicar elementos culturales que hasta entonces habían ocupado un segundo plano. La propia Grecia reclamó en 1896 su legado como cuna de una Europa mediterránea, sabia y ciudadana, en oposición al turco, atávico y bárbaro enemigo del clasicismo heleno, pero también de Occidente y las libertades. Tampoco Barcelona desaprovechó la coyuntura para situar sobre el tablero sus singularidades artísticas y lingüísticas con el empleo de una simbología repleta de guiños modernistas y vanguardistas que iban desde la mascota Cobi hasta el himno, “Amics per sempre”.

  1. Guerra y paz

En la idea original del barón de Coubertin, jugaba un papel predominante la consecución de la paz entre los pueblos: que los Juegos sirvieran, como en el pasado sucedía entre las polis griegas, para firmar una tregua entre naciones. Sin embargo, tres han sido las ediciones que han tenido que dejar de disputarse por hallarse inmersas en plena espiral beligerante, seccionadas transversalmente por los dos grandes conflictos bélicos del siglo XX: Berlín 1916, Tokio/Helsinki 1940 y Londres 1944. Ello sin olvidar aquellas ediciones que, en el sempiterno y nunca bien resuelto marco de la Guerra Fría, estuvieron sujetas a boicots por parte de uno u otro bando en maniobras que deben ser entendidas en clave de política interna. Así sucedió en 1980, cuando Jimmy Carter aprovechó la invasión de Afganistán por parte de la URSS como excusa para proclamar el desestimiento de su comité olímpico a acudir a la cita moscovita con el objetivo de mantener encendido el clima de confrontación que, de otra manera, hubiera abanderado Reagan, su rival electoral y el, a la postre, cuadragésimo presidente de los Estados Unidos.   

La geografía deportiva no logró adquirir nunca una entidad independiente, quedando subsumida dentro de la geopolítica. Los comités olímpicos nacionales se convirtieron en unidades no armadas de los ejércitos estatales y en instrumentos diplomáticos a través de los cuales enviar mensajes de hegemonía y dominación, cuando no de paz y concordia impostadas. “La batalla deportiva, entre caballeros, despierta lo mejor del ser humano. No separa, sino que une a los rivales en un marco de comprensión y respeto ayudando, también, a conectar a los países en el espíritu de la paz”, aseguraba Adolf Hitler en el discurso inaugural de unos Juegos, los de 1936, que el Comité Olímpico Internacional consintió en celebrar bajo el auspicio del régimen nazi en base a esa suerte de universalismo que defendía que el deporte se encuentra en una dimensión paralela, en un plano superior e indiferente al de la agenda política.

  1. Propaganda política y ocultación de las minorías.

En la historia del olimpismo moderno, es imposible citar una ciudad organizadora que no haya intentado aprovecharse del escaparate mediático que le brindan unos Juegos. Sin embargo, tres ediciones son recordadas por su especial afán propagandístico, por un interés desmesurado en mostrarse hacia el exterior como una sociedad eficaz y en cierto modo admirable: Berlín 1936, Ciudad de México 1968 y Pekín 2008. De todas estas demostraciones la de la Alemania nazi es la más conocida por las repercusiones dramáticas en que derivó. La cinta Olympia, de Leni Riefenstahl, nos enseña una maquinaria perfecta y a un líder carismático repleto de virtudes. No se sabe a ciencia cierta si su bella factura pudo contribuir de alguna forma a que los líderes occidentales firmaran años más tarde el Pacto de Múnich, pero lo que es seguro es que detrás de las notas de Wagner se insinuaba la, tan genial como abominable, figura de Joseph Goebbels.

Sin embargo, ahora que nos acercamos al encendido de la antorcha en Río de Janeiro, el paralelismo se hace evidente con lo sucedido en México. El 2 de octubre de 1968, pocas semanas antes de la celebración de los Juegos, una gran manifestación de estudiantes ocupaba la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco demandando libertad de expresión, cuando una brutal carga policial derivó en una sangría que culminó con entre cinco decenas (según fuentes oficiales) y tres centenares de muertos. De igual manera, la megalópolis brasileña afronta ahora el contradictorio proceso de enseñar esa faceta amable vacunada de corrupción, desigualdad, pobreza y delincuencia. Sonará la Garota de Ipanema, lucirá imponente el Cristo del Corcovado y bailaremos samba sin parar mientras ruedan los balones, surcan los veleros el océano y surgen nuevos líderes deportivos con cuyas hazañas anestesiar a la opinión pública.

Porque así ha avanzado el olimpismo en estos 120 años, proclamando el amateurismo para que sólo los ricos de tez blanca pudieran participar, relegando a las mujeres a los deportes que le eran “propios”, prohibiendo a los países perdedores de los grandes conflictos su participación, evitando acercarse demasiado al Tercer Mundo y renunciando, finalmente, a todo lo anterior en aras de una globalización que, pese a los principios proclamados en la Carta, los ha convertido en un instrumento al servicio de los grandes grupos de comunicación y de las grandes marcas multinacionales; en aquello de lo que no tardó en renegar Spyridon Louis cuando declinó aceptar los descuentos que le ofrecían sastres y barberos; cuando pudiendo demandar el Partenón se limitó a pedirle al rey Jorge, como recompensa por su triunfo en el primer Maratón de la historia, una mula para transportar cántaros de agua en Maroussi, su pueblo natal.

Juan José Nieto Lobato es Entrenador Superior de Baloncesto, escritor, columnista deportivo y blogger (individualozona.com) Licenciado en Geografía, Máster en profesorado y en Creación Literaria por la Universidad de Salamanca. (@JJNieto)

Publicado en Beerderberg

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