Benedicto XVI: ¿Fumata blanca para escándalos?

CLAUDIA BENLLOCH

El Papa Benedicto XVI renunció al Pontificado el 28 de febrero de 2013. Tan solo ocho años al frente de una institución, Joseph Ratzinger se sumó así a la corta lista de pontífices romanos en renunciar del ministerio petrino y se convirtió, además, en el primer Papa que no fallece ocupando el cargo desde el siglo XV.

Su renuncia supuso un auténtico alboroto mediático, monopolizando las portadas de la prensa y los informativos del mundo entero. Y no es de extrañar, no solo porque el hecho de un Papa renuncie es ya de por sí algo insólito, sino también porque todo cuanto rodeó a la decisión de Ratzinger venía marcado por los escándalos con los que el papa tuvo que lidiar. Desde los graves casos destapados de pederastia, hasta las filtraciones de Vatileaks y la investigación del ‘Banco Vaticano’.

La propia dimisión no estuvo exenta de errores a nivel comunicativo. Desde la forma misma de dar a conocer la noticia, anunciada por el propio Benedicto XVI en en un discurso en latín durante un acto interno —irónicamente durante un acto de canonización, que fueron escasos durante su pontificado—. Las fuentes oficiales apuntaron a que el abandono de su cargo se debía a su avanzada edad, ya que él mismo había llegado a la “certeza” de que “no disponía de fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino”. Sin embargo, son diversos los elementos que apuntan a que su dimisión pudo obedecer a motivos más estratégicos.

Los años de pontificado de Benedicto XVI estuvieron inmersos en numerosos escándalos y polémicas, y éstos minaron considerablemente su reputación de marca con graves consecuencias a nivel de imagen y credibilidad. Entre ellos, el fuerte crecimiento del desapego a la institución que representaba, y que se materializaron en una merma de fieles.

Sus errores comunicativos le acompañaron durante todo su recorrido como máximo representante de la Iglesia Católica. Apenas un año tras haber sido investido como Papa en abril de 2005, unas desafortunadas declaraciones —con una mención indirecta a la expansión violenta de la religión de Mahoma— desataron la cólera entre la comunidad musulmana. Dirigentes religiosos y políticos de casi todos los países musulmanes interpretaron el discurso de Benedicto XVI como un insulto. Desde Pakistán, Egipto, Marruecos, Indonesia, Turquía, Irak llovieron críticas y reprobaciones, y hasta exigencias de “excusas personales”.

Sin embargo la reacción del Vaticano, lejos de ofrecer una aclaración contundente, se limitó a puntualizar que las declaraciones del entonces Papa solo deseaban efectuar un “rechazo claro y radical de la motivación religiosa de la violencia” y que en ningún caso Benedicto XVI había tenido intención de ofender la sensibilidad de los creyentes musulmanes. La declaración explicatoria, insuficiente, no logró ni de lejos calmar las aguas.

Numerosos líderes políticos y colectivos religiosos exigieron a Benedicto XVI que se retractara de sus palabras. Pero la falta de una respuesta contundente por parte del pontificado desembocó en firmes críticas que asociaron sus declaraciones con “llamamientos a un choque de civilizaciones”, aludiendo a que constituían un “precedente peligroso” y las calificaron de “despreciables”. Incluso se le llegó a acusar de haber hablado “como sus predecesores del Medievo que desencadenaron las cruzadas”. El desacierto en la gestión de la polémica culminó en toda una crisis de reputación, que se vería acusada por los acontecimientos posteriores.

Cuando Benedicto XVI se puso al frente de la Iglesia Católica, las revelaciones sobre abusos a menores por parte de sacerdotes ya eran un asunto de primer orden. Pero en 2006, los incontables casos de pedofilia adquirieron proporciones colosales, forzando al Vaticano a su condena pública. La problemática se mantuvo de alguna forma en ‘stand-by’ hasta que en 2009 hubo una nueva oleada con cientos de casos que afloraron en numerosos países de Europa, Norteamérica y Latinoamérica, y la sociedad pudo comprobar con estupor la protección y el resguardo que la jerarquía eclesiástica había dado a algunos de los sospechosos. Y el cúlmen de la crisis llegó cuando The New York Times reveló en marzo de 2010 que el propio Ratzinger había ocultado cuando era cardenal abusos de esa índole por parte de un cura a 200 niños sordos. El entonces Papa pidió perdón públicamente ese mismo año, expresando concretamente su “vergüenza” y “arrepentimiento” por los hechos. Pero, con la calma que caracteriza todas las actuaciones de la Iglesia, el gesto de Benedicto XVI llegó demasiado tarde: su imagen y su reputación habían quedado manchadas para siempre. Y su credibilidad ya no volvería a ser la misma.

Y entonces el escándalo de Vatileaks puso a la Curia Romana en la picota. La imagen de Vaticano quedó seriamente perjudicada cuando estalló en toda su plenitud, tras salir a la luz el libro ‘Sua Santita’, que recogía más de un centenar de documentos reservados enviados al papa que desvelaban tramas e intrigas de la Santa Sede. Paolo Gabriele, ex mayordomo del Papa, fue detenido y encarcelado, y posteriormente indultado por parte del propio Ratzinger. El perdón al traidor conocido por ‘El Cuervo’ se vendió como una muestra de generosidad, pero generó en la sociedad dudas sobre si no tenía como objetivo evitar daños mayores. La confianza de la sociedad en Benedicto XVI había quedado seriamente mermada. Si su capacidad de liderazgo como guía de la Iglesia católica todavía no había sido cuestionada, la crisis que se desató en 2012 con la filtración de documentos internos del Vaticano hizo que ocurriera.

La Santa Sede dio pequeños pasos encaminados a mejorar su imagen y a modernizar la institución, con algunos gestos que parecían intentar acercar la Iglesia a un mundo en plena transformación —entre ellos, la apertura de la cuenta de Twitter @Pontifex en 2012—. Pero todavía quedaba lejos de estar a la altura de una sociedad que demanda cada día más transparencia, algo que el Vaticano ha sido reticente a poner en práctica a lo largo de su historia. La gestión de las distintas crisis demostró que la Iglesia continuaba demorándose en exceso a la hora de reconocer los errores y pedir perdón por ellos, siendo así incapaz de atajar rápidamente las polémicas y evitar que se convirtieran en auténticas crisis reputacionales. Si se tratase de una empresa cualquiera en el mundo actual, la forma de gestionar dichas problemáticas sería juzgada por los profesionales como un error de base en la gestión y la comunicación de crisis. Por el momento quedaremos sin saber si la dimisión de Benedicto XVI se debió realmente a una “falta de fuerzas” físicas, o si la fumata blanca que marca el inicio de un nuevo pontificado terminó siendo la única salida para una institución que tenía demasiados fuegos que apagar.

 

Claudia Benlloch es licenciada en Comunicación Audiovisual y Publicidad y RRPP, actualmente cursando máster en marketing político (ICPS-UAB) (@claudiabenlloch).

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