Arte avanzado a su tiempo

ROGER SENSERRICH

A mediados de 2006, un grupo de estudiantes recién salidos de la universidad empezaron a trabajar en un musical sobre uno de los héroes olvidados de los primeros días de Estados Unidos. La historia era fascinante: un chaval que crece huérfano a finales del siglo XVIII, se alista en el ejército, lucha en contra los ingleses, y lidera un movimiento político que cambiaría su nación para siempre. 

La historia, sin embargo, no era un musical optimista, multicultural y abierto al mundo como lo sería Hamilton, la otra obra célebre sobre un político de los años fundacionales del país. Este musical era agresivo, emocional, iracundo y profundamente emo, un firme reflejo de lo que sus autores (Michael Friedman y Alex Timbers, trabajando con el grupo Les Freres Corbusier) veían en los Estados Unidos de la era Bush. Su protagonista era Andrew Jackson, séptimo presidente de los Estados Unidos, notorio agitador, héroe de guerra y probable genocida. Jackson es una figura polémica. Para muchos, es el fundador de la corriente populista, anti élites y profundamente racista que vive en las sombras de la política americana.

Bloody Bloody Andrew Jackson (porque así se llama el musical) se estrenó en mayo de 2009 en un teatro off Broadway, con amplios elogios por parte de la crítica. Dio el salto a Broadway el año siguiente. Es un musical maravilloso, sarcástico, vibrante, con un reparto estupendo, pero no consiguió encontrar una audiencia. Book of Mormon, que se estrenó ese año, fue quien se llevó un carro de premios Tony. Durante el segundo año de la presidencia de Obama, días aún optimistas y esperanzados, un musical sobre cómo un político populista y rabiosamente anti intelectual apeló a las pasiones y el racismo del pueblo (deportando y condenando a miles de nativos americanos a morir en el proceso) parecía un poco fuera de tono. 

Estos días he estado escuchando Bloody Bloody Andrew Jackson de nuevo y no he podido dejar de maravillarme sobre lo profético que resultaba ser. Hamilton es casi seguro mejor musical, y es casi la encarnación hecha obra escénica de los valores y aspiraciones de la era Obama. Bloody Bloody Andrew Jackson, sin embargo, es el musical para la era Trump: ruidoso, agitado, incoherente y cínico hasta decir basta. 

Sucede de vez en cuando: una obra de arte, sea película, novela, disco o musical que, sin ser de ciencia ficción ni una obra de futurología, se anticipa a su tiempo. Creo que es Sean Fennessey, uno de los escritores en The Ringer, quien siempre dice que los oscars deberían darse con cinco años de retraso, porque uno no es realmente consciente del impacto y valor cultural de una película hasta años después de su estreno. No es que esto hubiera reportado premio alguno a Jackson (Trump gana las elecciones seis años tras su estreno, al fin y al cabo), pero sirve de recordatorio para evaluar algunas películas que explicaron el cúmulo de absurdos y tragedias que nos han llevado a este 2020 de locos mucho antes de que nos tocara vivirlo. 

La película que Fennessey siempre cita como ejemplo y motivo para pedir retrasar los oscars es The Social Network, de David Fincher. La ganadora del premio a la mejor película fue El Discurso del Rey, una película olvidable y mediocre que no decía nada sobre el mundo del 2010 y dice mucho menos sobre el de ahora. 

The Social Network, sin embargo, es no ya oportuna, sino presciente. La película es la combinación de uno de los directores más cerebrales, cínicos y pesimistas sobre la condición humana de los últimos tiempos, David Fincher, y del guionista que mejor ha sabido encarnar el caos, la energía y optimismo de los Estados Unidos del cambio de siglo, Aaron Sorkin. Es una película que no debería funcionar en absoluto; una historia de dos horas sobre pleitos, cretinos privilegiados y abogados discutiendo sobre propiedad intelectual, con una banda sonora de rock industrial. La combinación, sin embargo, funciona: el perfeccionismo obsesivo de Fincher limita los excesos verbales de Sorkin, mientras que el humor sardónico y ritmo interno del diálogo sirven para contrarrestar la frialdad del director. Sorkin parece disfrutar dándole las mejores a un protagonista que ni es un héroe ni descubre la felicidad al final.  

Lo que hace de The Social Network una película especial es que en el centro de la historia hay advertencia, una alarma de que no vimos en el 2010. En el filme, Mark Zuckerberg es alguien que quiere ganar a toda costa sin que le importen lo más mínimo las consecuencias. En esta historia sus víctimas son dos gemelos privilegiados, un amigo con padres millonarios que a pesar de todo acabará rico, y un playboy inversor con demasiadas ganas de juerga. Hoy vemos que ese desprecio por los resultados de sus actos, esa ansia de ganar y crecer a toda costa, iba a tener víctimas más allá de Facebook, y que las consecuencias de la red social quizás acabarían por poner en peligro a nuestra propia democracia. 

El arte que se adelanta a su tiempo suele ser recibido con miradas de incomprensión en su era. Ese fue el caso de la otra gran obra de Fincher sobre nuestra era, Fight Club, una película sobre masculinidad tóxica antes de que nadie hablara sobre masculinidad tóxica. El filme fue acusado de ser poco menos que una apología del fascismo en 1999, cuando se estrenó, cuando resultó ser un grito de alarma del fascismo que acabaría por venir, casi dos décadas después. 

De todas las imágenes del cine reciente, sin embargo, la secuencia que no se me va de la cabeza es de la extraordinaria Marie Antoinette, de Sofia Coppola, del 2006. Cuando se estrenó, fue acusada de estar fuera de su tiempo, una historia vacua donde no sucede nada de importancia hasta que los campesinos llegan con las antorchas. En esa escena, María Antonieta está en una fiesta jugando a los dados, riéndose alborozada tras una mano afortunada, pidiéndole al rey Luis XVI quedarse despiertos toda la noche hasta ver el amanecer. De fondo, suenan los acordes distantes de “Ceremony” de New Order. 

Parte de lo que hace de “Ceremony” especial es su ambigüedad; es melancólica, esperanzada y triste a la vez, una canción que parece hablar de una boda o de un funeral de forma simultánea. Es también la última canción que escribió Ian Curtis, el cantante del grupo antecesor de New Order, Joy Division, antes de suicidarse. 

Este es un mundo bello, gozoso, estable y dorado, y nunca sucede nada, hasta que deja de serlo. 

 

Roger Senserrich  es Editor de Politikon.es y autor de la
newsletter Four Freedoms (@egocrata)

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