Políticos estafadores (o cómo Pinckney Benton Stewart se convirtió en un político más o menos honorable)

CARLES A. FOGUET

¿Alguna vez se ha sentido estafado por un político? Tal como están las cosas, raro será que alguien responda que no. Pero por muy profunda que haya sido la decepción, seguro que estará muy lejos –más de lo que puede imaginar a estas alturas- del estupor que debieron sentir algunos norteamericanos de finales de siglo XIX cuando reconocieron a aquel timador que se dirigía a ellos como un político honorable.

Negro, timador, duelista, donjuán, capitán del ejército, editor de periódico… y político. Nacido en Georgia en 1837, Pinckney Benton fue el segundo hijo del terrateniente blanco William Pinchback y una de sus esclavas liberadas, Eliza Stewart. Nació libre, “no era más oscuro que un árabe” y fue educado como un blanco. Pero no dejaba de ser un negro en una América hostil y no tardó en descubrirlo. Cuando murió su padre, él se encontraba con su hermano en Cincinnati, internado una academia privada. Su madre, desheredada y temerosa de ser esclavizada de nuevo, huyó a Ohio y se reunió con ellos para empezar, juntos, de cero.

Con sólo 12 años, Pinckney era ya el único sustento para una familia algo disfuncional: una madre viuda, mestiza y antigua esclava, y un hermano con problemas mentales ingresado en un asilo. Su primer trabajo, como mozo de cabina en los barcos que recorrían los canales de Miami, Toledo y Fort Wayne, en Ohio, fue el primer paso en una carrera casi tan larga y revirada como el río Mississippi, su siguiente destino. Desde 1854 y hasta inicios de los 60 fue tripulante en los barcos de vapor que recorrían el río, probablemente la mayor concentración mundial de ladrones, timadores, jugadores de ventaja y hombres de confianza de la historia de la humanidad (grandes centros financieros aparte). Y descubrió su vocación: ganar. Ganar de cualquier manera.

Con la miseria pisándole los talones (su primer sueldo era de ocho dólares al mes), Pinckney observaba cómo las bandas de estafadores campaban a sus anchas en los barcos. Por ahí rondaban William “Canada Bill” Jones, George Devol, Holly Chappell o Tom Brown, algunos de los mejores tahúres de todos los tiempos. Se calcula que en sólo tres años, entre los cuatro se hicieron con el equivalente a 25 millones de dólares actuales. Jugando al trile.

Por su aspecto rudimentario podría no parecerlo, pero el juego del trile es tremendamente lucrativo. De hecho, no tiene ningún riesgo para el que lo practica, más allá de ser encarcelado. Pero en el juego en sí, no hay manera de perder (ni de ganar, si se está al otro lado de la mesa, recuérdenlo si alguna vez visitan la Rambla de Barcelona). Porque no es un juego, es una estafa. Rápida, limpia, barata y segura.

Pinckney se ganó la confianza de aquel grupo de forajidos, y Devol lo convirtió en su protegido, enseñándole los secretos del trile con tres cartas. De él dijo Devol que “era mi chico. Yo le crié y le entrené. Lo saqué de la barbería de un barco de vapor y le instruí en los misterios de las cartas, y él era un alumno apto”.

Quién sabe cuántos miles de americanos fueron estafados por Pink, como le llamaba su hermanastra, y sus compinches durante aquellos años salvajes en el Mississippi. Sin saberlo ninguno de ellos, estaban tomando parte de una gran campaña de fundraising sobre la que cimentaría su futura carrera política. Con el amparo de la banda, amasó una pequeña fortuna con la que iba a alimentar sus ambiciones, que no eran pocas, aunque para ello tuviera que sobrevivir a incontables tiroteos y, como mínimo, seis duelos formales a pistola, algunos provocados por su agitada vida amorosa.

Nadie podía anticipar, a esas alturas, lo que iba a suceder a continuación. ¿Cómo iba a convertirse ese timador de poca monta en el político americano negro más exitoso hasta la llegada de Obama? No es una exageración. Pinckney Benton Stewart tuvo -o reclamó- más cargos que ningún otro afroamericano en la historia: senador estatal, asistente del gobernador, director de las escuelas de Nueva Orleans, gobernador (de Louisiana, durante seis semanas, pero no habría otro gobernador negro hasta ¡1990!) y electo para la Cámara de Representantes y el Senado (aunque no consiguió sentarse en sus escaños).

“Confieso” -dijo P.B. Stewart en una ocasión- “que siempre me ha gustado estar en el lado vencedor”. Cómo no iba a gustarle, si no sabía todavía que pudiera haber otro. Para Pinckney, un paria, ser un timador no cuestionaba su identidad racial. La reforzaba, de hecho. Sin embargo, no tardaría en convertirse en un “hombre de raza”, empujado por las circunstancias.

Cuando estalló la Guerra Civil, y después de cumplir un mes de una condena de dos años por intento de asesinato, se alistó en un batallón voluntario formado exclusivamente por blancos donde sufrió en sus carnes la discriminación racial. Abandonó la compañía, pero no la causa a favor de la Unión: por su cuenta empezó a reclutar a voluntarios negros con los que formó el Corps d’Afrique, que se unió a la Guardia Nativa de Louisiana (que años más tarde sería una división de la “infantería de color” del ejército norteamericano). Ascendido a capitán, volvió a ser blanco del racismo de los oficiales, hasta que renunció al ejército casi al final de la guerra.

Y ese, el final de la guerra, fue el preciso instante en el que empezó su carrera política. Con el país devastado, cientos de miles de negros volvían a sus hogares después de 250 años de esclavitud como hombres libres. Pero con la libertad no vino la tierra, la educación, el empleo o la riqueza; no tenían nada. Y lo poco que tenían (la libertad y el derecho de voto) era amenazado con violencia por buena parte de los terratenientes y la población blanca. Pinchback (a partir de entonces adoptó el apellido de su padre), con su vida resuelta, inició una gira por Alabama denunciando el trato que recibía la población negra y organizando asambleas, y cuando se aprobó la ley para la Reconstrucción, fue a Nueva Orleans a crear una sección local del Partido Republicano. Como delegado a la convención estatal de los republicanos tuvo ocasión de dar su primer gran discurso, con una advertencia: nada se había conseguido, la lucha acababa de empezar.

Lo más curioso es que Pinchback podría haber engañado a todos respecto a su raza, porque su aspecto físico era muy ambiguo. Y, al fin y al cabo, el engaño no le era extraño. Pero decidió no hacerlo, desoyendo los consejos de su hermanastra que le sugería por carta “tomar tu posición en el mundo como el hombre blanco que eres”. Años después, su nieto, el novelista Jean Toomer, opinaría sobre esta controversia: “¿Creía que tenía sangre negra o no? No lo sé. Lo que sí sé es que lo que él creyera no tenía porqué tener relación con los hechos. Reivindicó su sangre negra, se implicó en la causa de los negros y accedió al poder”.

A partir de aquí, y con el apoyo de la comunidad negra, su carrera política se disparó. Escogido senador estatal en Louisiana, tuvo una frenética actividad legislativa para garantizar los derechos civiles que no le impidió iniciar negocios de éxito y, en 1870, convertirse en editor del semanal New Orleans Louisianian. Un año después, moría entre sospechas de envenenamiento O. J. Dunn, antiguo esclavo, asistente del gobernador y, a la sazón, enemigo de Pinchback. Y a disgusto, el gobernador Warmouth propuso a Pinchback para sustituirlo, consiguiendo el apoyo del senado por un solo voto de diferencia, el de un senador negro al que se decía que el propio Pinchback habría sobornado. Warmouth todavía no sospechaba lo caro que le saldría.

Porque el dinero no fue lo único que Pinchback se llevó del Mississippi. También aprendió a hacer faroles y a jugárselo al todo o nada, y supo sacarle provecho en el ejercicio de la política. En el convulso 1872, en plena Reconstrucción, Louisiana estuvo temporalmente en sus manos. Pinchback, con su influencia sobre el resto de senadores, tenía la llave para decantar la disputa electoral entre demócratas y republicanos, en unas elecciones tan ajustadas (o con unos recuentos tan amañados) que dieron pie incluso a dos actos de inauguración, uno para cada contendiente.

Pinchback, a pesar de trabajar para Warmouth como asistente, repetía a quien quisiera escucharle que “ni era un admirador ni un subordinado de ese caballero” e incluso aseguraba que “siempre he sabido que él no podría salir adelante sin mí”. Y, por lo menos en esa ocasión, Warmouth sabía que era así. Cayó en la trampa de negociar con él, hasta el punto de hacerle una oferta por carta (50.000 dólares y la posibilidad de nombrar cargos del nuevo gobierno). Una carta que le acabaría condenando cuando Pinchback la exhibió en el senado y consiguió que se le apartara del cargo, convirtiéndose así en el primer gobernador negro de los Estados Unidos. No por nada uno de los periódicos demócratas lo calificó, entre la admiración y el temor, como “uno de los mejores jugadores de póquer de América”.

Después de su breve paso por la oficina del gobernador (aunque en seis semanas pasó diez leyes), dio el salto a la política nacional a pesar de la oposición violenta de la White League, “el brazo armado del Partido Demócrata”, que perseguía intimidar a los votantes negros. En la disputadísima elección de 1872 ya había ganado su escaño al Congreso de Representantes por dos años, y en 1873 fue designado por el senado de Louisiana como miembro del Senado por seis años. Sin embargo, no ocuparía ninguno de los dos escaños. Le tuvieron esperando dos años (al candidato blanco de Alabama, presentado simultáneamente, lo aceptaron a los dos días) y cuando parecía que al fin se aprobaría su incorporación se introdujo una enmienda en la resolución que dilató el proceso otro año más. En 1875, por treinta y dos votos a veintinueve, el Senado declaró la elección de Pinchback ilegal, le indemnizó con 16.000 dólares y le despidió con cajas destempladas. Su acceso al escaño del Congreso fue igualmente rechazado en las últimas horas de la sesión.

“Yo sólo pido justicia. No soy un mendigo” -se quejaba, con calma y amargura- “Me da igual, aunque estoy involucrado personalmente, si se me concede o no el escaño. Me iré con mi gente y acabaré volviendo aquí otra vez”. Sin embargo, su estrella parecía haberse apagado y nunca hubo una segunda oportunidad de volver, a pesar de recibir el apoyo de su estado y de su partido. Ni su dinero, ni su habilidad política probada, pero tampoco sus malas artes, fueron suficientes para derrotar el racismo rampante en los Estados Unidos de finales del siglo XIX. No era un techo de cristal: era un muro que todavía no presentaba ninguna fisura.

Pinchback no fue, sin embargo, un político modélico. Su alma de timador le acompañó siempre, y en el ejercicio de sus cargos fue acusado, entre otras cosas, de especular con terrenos públicos, usar información privilegiada o tejer tramas clientelistas. Sobre esto último, se cuenta de él que siendo gobernador, un senador le preguntó por cuánto creía que iban a vender su voto unos delegados, a lo que respondió “no lo sé, yo no entiendo de vender votos, sólo de comprarlos”.

Al cabo de la calle, nos puede parecer inmoral acceder a la política por la gatera de la delincuencia. Y, sin duda, visto a más de un siglo de distancia, así es. Pero la historia de Pinchback pone de manifiesto qué cualidad debía atesorar un político de la época -y puede que de hoy- si quería serlo: el dinero. Mucho dinero. Pinchback no podría haber sido un político exitoso sin dinero. No debería haberlo sido, de hecho, como todos aquellos que compartían raza y clase con él. Y en cierto punto de su biografía, ni siquiera el dinero fue suficiente.

Porque Pinchback tuvo que pelear contra dos lastres que arrastró desde casi el mismo momento en el que llegó al mundo: su herencia racial y su inexistente herencia material. Ser negro y ser pobre le complica mucho a uno la vida, en la América de ayer y en casi cualquier sitio todavía hoy. Y le complica todavía más acceder a la política, primero, y al poder, después, excluyendo de manera intencionada a amplias capas de la sociedad, incapacitadas para representarse a sí mismas. El mismo Pinchback justificaba seguir en activo en 1896 porque “una clase sin voto no tiene ningún derecho y nadie está obligado a respetarlos”, y seguiría en la brecha como lobista en Washington hasta su muerte, en 1915.

Aquel timador que surcaba el Mississippi podría haber dedicado su dinero a cualquier cosa. Podría, como hizo su mentor Devol, haber despilfarrado cincuenta millones de dólares y morir sin un centavo. Pero, por suerte para los suyos y para todos, lo dedicó en buena parte a la política. Sufrir el rechazo en sus propias carnes (en el ejército, en la sociedad y, en última instancia en la política, desde donde pretendía combatirlo) le empujó a redoblar sus esfuerzos para extender los derechos civiles y empoderar a la comunidad negra.

Sí, hubo un tiempo el que se estafaba para entrar en política, y no a la inversa. Pero tanto si hay que timar a los incautos ciudadanos para poder permitirse el lujo de ser político como si se es político para poderles robar a manos llenas y con disimulo después, tenemos un problema. O varios. Porque ambos casos nos dicen mucho más de lo que creemos sobre quién y cómo se accede al ejercicio de la política.

Carles A. Foguet es politólogo, consultor de comunicación. Editor del Cercle Gerrymandering y director de comunicación de Jot Down. @hooligags

Publicado en Beerderberg

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