Colombia y la paz

Colombia: no me gustan los que callan, porque están como ausentes

MARÍA XIMENA DUQUE ACHURY

Saber que los que más han sufrido eran los más dispuestos a empezar la paz hace más profundo el sentimiento de fracaso que muchos tuvimos cuando amanecía en Europa y anochecía en América el pasado domingo 2 de octubre. La capacidad de perdonar y de decirle SI a la paz que tuvieron las víctimas de poblaciones como Bojayá (95 %), Caloto (73 %), Tumaco (71 %), Toribío (84 %) y muchas otras que han sufrido la guerra en primera persona es admirable. Pero se vuelve más admirable aún, cuando recordamos que muchos de ellos, a causa de la falta de infraestructura vial, caminaron una hora, o más, para ir a depositar su voto. Para hacer oír su voz. Una voz que el 63 % de Colombia prefirió guardarse. Por eso duele, porque esas regiones abandonadas por el país (tanto por el Gobierno, como por nosotros), tendrán que seguir esperando la presencia del Estado y la garantía de derechos que se les está prometiendo desde 1964.

Escribo basada en mi opinión, mis percepciones, mis vivencias y las de algunos de mis amigos colombianos que también se despertaron el 3 de octubre del lado derecho del Atlántico con un sabor amargo. También me suscribo a los resultados. Unos resultados que duelen. Y no por los pocos votos que faltaron para que ganara el SI, ni por la polarizada campaña del NO, sino por los millones de votos que faltaron para que tuviera peso real el NO. De casi 35 millones de personas habilitadas para votar, que faltara el 63 % es mucho. Más allá de ese 50,23 % del NO y ese 49,76 % del SI, hoy me duele ese 63 % que no quiso hablar.

Desde la conquista somos un país acostumbrado a la guerra; no conocemos otra cosa que la violencia y, quizás, muchos ya la sienten como parte de su día a día (y no los culpo; la tenemos muy cerca) pero hay quienes nos negamos a aceptarlo. Hay quienes sí queremos que se acabe y pronto. Y con esto no hago referencia tácita a los del NO. Ellos, quizás, también quieren vivir en una Colombia sin guerra, pero modificando los acuerdos. Y lo respeto. Con esto, me refiero, y no de manera tácita, a los que no hablaron.

Somos un país profundamente trastocado éticamente. Creemos querer la paz, pero en realidad queremos ver a los guerrilleros tras las rejas, queremos que les den cadena perpetua y que nos devuelvan a todos los muertos, pero eso, aunque nos duela, no es posible. Por eso, desde 1982 estamos buscando llegar a un acuerdo de paz. Por eso, el Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera se llama como se llama, porque un acuerdo tiene como fin que ambas partes se vean beneficiadas. Ellos y nosotros. Ellos, con posibilidad de mantener su posición política; nosotros, con la oportunidad de no perder más soldados en la guerra, por poner un ejemplo. Sin embargo, quizás la palabra más importante del título de los acuerdos —y también la más olvidada— fue «construcción». ¿O es que creen que los 6.377.482 de votantes por el SI creíamos que, de haberse aprobado el plebiscito, hoy ya seríamos un país en paz? Pues no, no era así.

Los que vivimos fuera del país, seguro que no hemos viajado solo por la curiosidad de conocer Europa, la intención de aprender algún idioma o la ilusión de tener nuevo título; muchos hemos salido con la esperanza de formarnos para entregarle algo mejor a Colombia o, quizás, para no tener que volver y así evitar una realidad que, más allá de avergonzarnos, nos aterroriza. No obstante, para los que, eventualmente, quisiéramos volver, ahora es muy difícil mantener la posición. Si desde allá no nos ayudan, desde acá nos queda muy difícil. Y, con el abstencionismo del domingo, parece que nos quisieron confirmar que sí quieren hacerlo todo más difícil. Nos fallaron. Se quedaron callados.

Sin embargo, el silencio de la mayoría se hizo evidente tanto en Colombia como en el exterior. En Barcelona, por ejemplo, donde tuve la satisfacción de ser jurado y sufragante, solo votamos 1705 colombianos de los 18.000 censados para las elecciones presidenciales de 2014. Además, muchos de los 140 jurados ni siquiera hacíamos parte del censo; la mayoría nos inscribimos como voluntarios para tener la posibilidad de votar. La cónsul, Diana Celis, incluso nos lo agradeció, «porque era el primer año que no tenían que buscar hasta último minuto jurados de votación».

Y, aunque aquí ganó el SI con 74,54 %, frente al NO, con 26,33 %, me sigue pareciendo inaudito que los más de 16.000 colombianos ausentes no hubieran tenido la decencia de poner la cara. Tanto así, que me dieron ganas de invitar a merendar a los del NO. Primero, para que me explicaran sus razones (que respeto profundamente) y, segundo, porque merecían ser premiados. Al menos ellos sí fueron.

En mi mesa, la número 28 de las 39 que había, solo recibimos 9 votantes; 6 por el SI y 3 por el NO. Mis compañeros jurados y yo no sabíamos si llorar o reírnos. A todos los que se abstuvieron, tanto en Colombia como en otros países, aún los pienso y con mucho cariño. Lo último que quiero es sentir rencor. Solo espero que el dolor que hoy sienten por su país, no sea tan fuerte como el mío cuando me enteré de los resultados.

El desasosiego con el que me desperté el lunes me llevó a buscar consuelo y palabras de aliento en mis amigos colombianos que también amanecían en Europa. Hablábamos y nos dolía, incluso, pensar cuánto les habría costado conciliar el sueño a los que estaban allá, que aún dormían con el dolor con el que yo me despertaba acá. A todos esos que, con el escrutinio en pantalla y cerveza a bordo, ya tenían fiesta montada para celebrar un triunfo que nunca llegó.

Desde Noruega, uno me escribía ¿qué vamos a hacer con Colombia? ¿qué le voy a decir a la gente del país garante sobre lo que pasó ayer?; otra, también jurado aquí en Barcelona, simplemente respiraba hondo y me decía que no podíamos perder la esperanza.

Fue difícil. Por primera vez sentí lo que es el dolor de patria. Fue un día largo y de muchas emociones encontradas. Emociones que me llevaron a apropiar el símil que hacía mi amigo desde Oslo, en el que comparaba a Colombia con la vida de algunos mendigos. Decía que el domingo el país había personificado a algunos de esos mendigos —porque no son todos— que están sentados en la misma calle todos los días con cara de hambre y ávidos de alimentos —como nosotros de paz hace 52 años—, pero que, cuando les damos comida, son capaces de mirarnos mal, de darnos la espalda o de rechazar el trozo de pan que les ofrecemos, porque, aunque parecían hambrientos, quizás solo querían dinero. Pues así. Los colombianos alardeamos de querer la paz, pero el domingo muchos la miraron mal, le dieron la espalda y la rechazaron (insisto, no me refiero a los del NO, sino a los ausentes), porque, quizás, lo que querían no era la paz para el país, sino la cárcel para las FARC. Llegado este punto, creo que entiendo más la posición del senador y ex presidente Álvaro Uribe, que al menos pone en evidencia su intención de querer la paz, pero no la paz de Santos y que, con el triunfo del NO, al menos salió como un héroe para sus seguidores. Pero ustedes, los que no dijeron qué querían, ¿cuál es la paz que buscan? ¿qué creen que lograron?

Por casualidad, justo ese lunes 3 de octubre tuve que ir a la Policía de Barcelona para renovar mi tarjeta de extranjería y me encontré con lo que era de esperarse: Colombia como tema de conversación. No sabía si poner atención a lo que decían o ignorarlo. Mientras lo decidía, una pareja de mexicanos se me adelantó y, durante mis 35 minutos de espera, se dedicaron a comentar sus razones a favor del SI y del NO. Decidí tomar nota de sus comentarios: «al menos por todas esas personas a las que les han matado los hijos debieron haber dicho SI», decía la mujer, mientras que el hombre la contradecía afirmando «claro, aunque es válido lo del NO, porque, aunque deben estar cansados de tanta guerra, no van a querer regalarle el país a las FARC». Entre los dos, al final —lo dijo ella y lo confirmó él asintiendo con la cabeza—, concluyeron: «pero, al menos, deberían haberse pronunciado todos y haber ido a votar».

Ahora, gracias a ustedes, amigos, familiares y conocidos abstencionistas, quedaron fortalecidos Uribe, su partido, su gente y su NO. Al parecer, será ahora él quien lidere —si es que lo hace— el hilo de conversación con las FARC. Pero, sinceramente, para creer que todo está bien, hace falta ser muy positivo, como el presidente Santos en su alocución post escrutinio, cuando dijo que «los acuerdos seguirían el curso que traían hasta el momento». Por ahora, la única certeza es que el cese al fuego se mantiene. Aunque solo hasta el 31 de octubre.

Somos un país insensato. Un país que no tiene memoria. Un país al que, quizás, le hagan falta otros 52 años de guerra. Las publicaciones que el lunes invadían las redes sociales y los medios de comunicación lo comprobaron. Una de ellas, era el video que nos recuerda cada año el asesinato a sangre fría del abogado y humorista Jaime Garzón, el 13 de agosto de 1999. En él, aparece el periodista César Augusto Londoño, amigo de Garzón, quien no pudo ocultar el dolor al terminar la sección de noticias que presentaba y lo expresó con una frase que, difícilmente, podremos olvidar: «Y hasta aquí los deportes. País de mierda». Sin embargo, para mí, Colombia el domingo no llegó ni a eso; para mí, teniendo en cuenta la abstención, fue un «país de nadie».

Ojalá que todos los altibajos que hemos vivido esta semana tras un plebiscito protagonizado por el ausentismo como la fallida renuncia de Humberto de la Calle, la triste renuncia de la Ministra de Educación Gina Parody, o la irónica afirmación de Álvaro Uribe de «tener paciencia para renegociar», sean motivación suficiente para el 63 % que optó por no votar, de hacerse sentir como parte de Colombia la próxima vez que nos llamen a las urnas a consentir o refrendar algún nuevo acuerdo. Si es que nos llaman. Si es que hay acuerdo.

Es momento de que las verdades a medias se acaben. Entiendo que seamos un pueblo aun con mucho dolor y sed de venganza y que eso pudo haber llevado a la victoria de los del NO, a la tristeza de los del SI y al ausentismo del resto. Pero es hora de que eso se termine. De que los que no hablaron, hablen; de que los del SI y los del NO nos respetemos; de que Uribe y Santos hagan la paz y nos permitan acabar con la guerra; de que dejemos de luchar con sangre ajena. Primero, paz entre nosotros; luego, paz para el país.

Lo único que nos queda por ahora es la esperanza que nos dejan los pronunciamientos que hubo a posteriori. Por una parte, el presidente Juan Manuel Santos dijo que era el primero en «reconocer el resultado que da como ganador al NO, pero también es consciente de que la otra mitad del país ha dicho que sí» (muy optimista de su parte, porque al 37 % de un país no se le puede llamar país). Por otra parte, las FARC aseguraron que «el reto ahora es más grande y que la paz triunfará».

Me sumo a lo que, en 1996, afirmaba el Doctor Marc Chernick, Director del Centro de Estudios para Latinoamérica de la Universidad de Georgetown: «Estoy convencido de que se puede llegar a una paz negociada en Colombia. Pero no se pueden seguir desperdiciando las oportunidades de negociación cuando se presenten. ¿Cuántas generaciones de colombianos han experimentado la guerra? Ya es tiempo de terminar con la idea de que Colombia es excepcional y de que la violencia es una característica permanente de la vida política del país. Hay que aprender tanto de las experiencias internacionales como de las experiencias colombianas en materia de negociaciones. Así, el país puede encontrar una solución definitiva al conflicto armado».

Espero no tener que volver a ser la colombiana que es foco de atención entre su círculo de amigos extranjeros que le preguntan por titulares como los de CNN o El País, en donde se asegura que «Colombia está dividida» o que «le había dicho que no al acuerdo de paz» que llevaba buscando hace más de medio siglo. Como ya no quiero eso, hoy prefiero pensar positivo. Como aquellos que dicen que «todo pasa por algo» y que «quizás esto nos lleve a lograr un mejor acuerdo». Porque si lo que quieren decir es que, fracasando como país en un plebiscito, vamos a lograr la paz, pues vamos por buen camino. Lo hicimos muy bien. El fracaso fue rotundo. Como el acuerdo al que esperamos que se llegue pronto.

María Ximena Duque Achury es consultora en comunicación política e institucional en Ideograma (@mximenaduque).

Publicado en Beerderberg

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