LUIS ARROYO
Esos señores con corbata que salen en la televisión operando ante unos monitores, comprando y vendiendo acciones en las bolsas del mundo… ¿qué son?
¿Son “un mercado”? Sin duda: compran y venden libremente en mercados de valores. No sorprendería escuchar sobre las imágenes la voz del presentador que afirmara, por ejemplo, que “los mercados han castigado hoy fuertemente al euro…”
¿O son “especuladores”? “Especular”, dice el diccionario en una de las acepciones de la palabra, es “efectuar operaciones comerciales o financieras, con la esperanza de obtener beneficios basados en las variaciones de los precios o de los cambios”. Por tanto, sí, esos hombres –hay pocas brokers en el mundo– también son “especuladores”. El presentador podría entonces decir que “los especuladores han castigado hoy fuertemente al euro…”.
Sucede que las palabras no son inocentes. Para el ciudadano común, las palabras tan solo sirven para describir la realidad. Pero desde la filosofía y la sociología y la antropología clásicas, sabemos que las palabras no describen una realidad que está ahí fuera, sino que la construyen (una reflexión clásica sobre esto puede verse en Berger y Luckmann, 1986).
Nos aplicamos en ese principio aún sin conocerlo. Para un esquimal no existe “el hielo”. Hay para él cincuenta tipos de hielo. Un amante despechado lo primero que hace es quitarle el nombre a su expareja, que pasa a ser “esa mujer”, como hacían los nazis al sustituir el nombre de los prisioneros por meros números. Por cierto, no es lo mismo ser “prisionero de guerra”, que “preso”, “recluso” o “interno”. Como no es lo mismo ser “refugiado” que “inmigrante ilegal”. O no es lo mismo formar parte de una “banda terrorista” que de un “movimiento independentista”. Mis padres crearon sin complejo hace ahora 50 años un “colegio para subnormales”. Hoy dirigen un enorme centro para “personas con capacidades diferentes”.
Como el juego de la política se mueve no sólo en los límites de lo veraz, sino en los márgenes de lo verosímil, la comunicación política es el ejercicio permanente de la búsqueda de las palabras adecuadas para una determinada visión de la realidad, que debe ser probablemente veraz, pero desde luego ha de ser verosímil para el público.
En el año 2012, con la ayuda del PSOE, nos propusimos estudiar el efecto de las palabras sobre la opinión de la gente, y comprobar si hablar con palabras de izquierdas o con palabras de derechas tenía un impacto en las opiniones políticas de la gente. La investigación se publicó en un libro con el título Palabras como puños. El lenguaje y las ideas progresistas (Arroyo, 2013).
El planteamiento científico era sencillo. Sobre un mismo tema, como la interrupción voluntaria del embarazo de jóvenes de 17 años, el uso de símbolos religiosos en espacios públicos o la actividad sindical, preguntábamos a la población española utilizando palabras progresistas. Comparábamos luego el grado de acuerdo o desacuerdo con las respuestas a los mismos asuntos, pero formulados con palabras conservadoras.
Los resultados fueron sorprendentes. Prácticamente la totalidad de la población estaba a favor de “la intervención del Estado en la economía” si servía “para luchar contra la acción de los especuladores”. Ese mismo consenso se obtenía también en contra de esa misma intervención, porque “eso impide que el libre mercado funcione por sí solo”.
En el mejor libro hasta la fecha sobre el funcionamiento de nuestro cerebro con respecto a los asuntos sociales, económicos y políticos, el monumental Pensar rápido, pensar despacio del premio Nobel Daniel Kahneman (2013), se explica que nuestra mente reacciona antes a los estímulos rápidos e intuitivos que a los juicios lentos y minuciosos. La palabra “especulador” impactaba en los cerebros de nuestros conciudadanos para reclamar la acción del Estado, en tanto que en esa misma población la palabra “(libre) mercado”, ejercía el papel contrario, disuasorio de la acción estatal.
Lo mismo sucedía, en grados diversos pero siempre significativos, notables y previsibles, cuando hablábamos de “liberados sindicales” (en contra) o de “representantes de los trabajadores” (a favor). O cuando formulábamos la prohibición de los símbolos religiosos en espacios públicos como un ataque “a la religión” (en contra) o como una defensa del “respeto a todas las creencias” (a favor). O cuando comparábamos el apoyo a que una menor de 17 o 18 años pudiera interrumpir su embarazo “sin consentimiento paterno” (en contra) o que “nadie, ni siquiera unos padres, pudiera forzar a una joven de 17 años a ser madre en contra de su voluntad” (a favor).
Pero, ¿qué palabras son progresistas y qué palabras son conservadoras? La mayor parte de la gente intuye qué cosas y conceptos están en un imaginario conservador y cuáles están en un imaginario progresista. Casi todo el mundo entiende que un concierto de música clásica “es conservador” y un concierto de rock, “progresista”. O que, siendo ambos conservadores, el papa Francisco es más progresista que el papa Benedicto XVI. O que Mercedes o Coca-Cola o McDonalds son, en cierto modo, más conservadores que BMW, Pepsi o Burger King.
Se identifica lo conservador con ciertos fundamentos morales y lo progresista con otros fundamentos distintos. Jon Haidt lleva años estudiando esa cuestión y lo explica muy bien en The Righteous Mind (2012). Haidt desarrolla ahí de manera más minuciosa, el modelo más poético e impresionista del ya clásico No pienses en un elefante, en el que George Lakoff (2007) comparaba los dos marcos predominantes respectivamente en la izquierda (el marco del padre y la madre protectores) y la derecha (el marco del padre estricto).
Ambos modelos, el de Haidt y el de Lakoff, son coherentes entre sí, y lo son también con la historia política de la humanidad entera. Lo conservador se identifica con lo canónico, lo puro, la tradición, la religión, la autoridad, el mérito personal, la rigidez, la pertenencia, la libertad negativa (que nadie pueda entra en tu vida)… Lo progresista se identifica con la transgresión, el cambio, lo mestizo, lo nuevo, la cooperación, el ecumenismo, la libertad positiva (que se promueva la igualdad de oportunidades para que la gente pueda ejercer de verdad su libertad)… Los conservadores, por tanto, vendrían a ser individuos más duros, devotos y patriotas que sus hermanos progresistas.
De manera que todas aquellas palabras que entran en uno u otro ámbito semántico refuerzan ideas conservadoras o, alternativamente, ideas progresistas.
Cuando los progresistas logran que hasta los conservadores asuman su marco, su frame, ganan la batalla del lenguaje. Algunos lo llamamos “infiltración semántica”. Por ejemplo, ganan los progresistas si consiguen que todo el mundo hable de “Estado de Bienestar”, o de “recortes”, o de “políticas de estímulo”. Y viceversa, ganan los conservadores cuando logran que la gente hable de “derroche” o de “políticas de austeridad”. No digamos de qué manera logran los conservadores ganar el debate cuando logran imponer el marco de “defensa de la vida” mientras los progresistas se ven obligados a reconocer que están “a favor del aborto” (cuando en realidad deberían decir que están a favor de que una mujer sea madre cuando ella decida, sin que nadie la fuerce). Para el lenguaje conservador, el consultor Frank Luntz (2011) explica de manera tan prosaica como contundente, que es bueno hablar de “alivio fiscal”, porque así implícitamente sugieres que pagar impuestos es siempre doloroso; o de “Guerra contra el Terror” (no de “invasión de Irak”), porque así identificas a tu enemigo – el terror – en algo mucho más épico y universal que el escurridizo Bin Laden o el demasiado obvio Saddam Hussein; o de “impuesto de la muerte” en lugar de “impuesto de patrimonio”, porque está más feo penalizar a un muerto que pedir a sus herederos que aporten algo de su dinero para las generaciones que vienen detrás.
El ejercicio del poder y la comunicación política que le acompaña, no es más que la puesta en escena de ciertas narrativas colectivas, en competición con otros relatos alternativos, como explico en El poder político en escena (Arroyo 2015). Ese principio tiene que ver con ancestrales cualidades del ser humano, cuyo cerebro – más intuitivo y rápido que minucioso y pausado – está diseñado, en palabras de Kahneman, más para sobrevivir que para razonar.
Desde que existe, el ser humano se rige por principios muy sencillos, con palabras cargadas de significado, que frecuentemente tienen una carga moral socialmente aceptada. Y que muchas veces podemos encuadrar en esos dos grandes imaginarios que parecen ser intrínsecos a nuestra existencia, porque con seguridad están de alguna manera insertos en nuestros genes: una tendencia conservadora, por un lado, al mantenimiento de nuestra tradición, la pureza de nuestra identidad, el respeto a las autoridades que defienden las normas establecidas y la trascendencia de lo que somos más allá de nuestra muerte física. Y otra tendencia, que llamamos progresista, al cambio, el mestizaje, la cooperación y la discusión para el control del poder establecido, y un cierto hedonismo que quiere experimentar más allá de la tradición…
Esos imaginarios están socialmente construidos con palabras. Quien desconozca la fuerza de esas palabras, perderá la batalla política.
Referencias
- Arroyo, L. 2013. Palabras como puños. El lenguaje y las ideas progresistas. Edhasa.
- Arroyo, L. 2015 (2º ed.). El poder político en escena. Historia, estrategias y liturgias de la comunicación política. RBA.
- Berger, P. y T. Luckmann. 1986. La construcción social de la realidad. Amorrortu.
- Haidt, J. 2012. The Righteous Mind. Why Good People are Divided by Politics and Religion. Pantheon.
- Kahneman, D. 2011. Pensar rápido, pensar despacio. Debate.
- Lakoff, G. 2007. No pienses en un elefante. Universidad Complutense de Madrid.
- Luntz, F. 2011. La palabra es poder. La Esfera de los Libros.
Luis Arroyo es Consultor de comunicación y autor de El poder político en escena y Frases como puños. Dirige Asesores de Comunicación Pública @LuisArroyoM
Publicado en Beerderberg
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