XAVIER GUXENS
Por hablar del coronavirus se ha hablado hasta la saciedad. Que si se es una gripe común con alto grado de contagio, que si su nivel de mortalidad rara vez supera el 0,3% de los casos, que si solo lo sufren las personas con deficiencias inmunológicas o que si simplemente lavándose uno las manos y no siendo un, en palabras descontextualizadas de Sócrates, un cerdo satisfecho entonces ya no hay nada que temer un riesgo de infección. Y aún así, como si no lo conociéramos; miedo, incertidumbre, pavor y paranoia generales entre los seres humanos. La población tiembla ante la posibilidad de pasar 14 días (más) de sus vidas en confinamiento y, sobretodo, lo que ello conlleva. Y sin embargo, seguramente el autor de este artículo no es el único que ha oído noticias, rumores o anécdotas de familias chinas en Barcelona que habían optado por aislarse de la vida en comunidad como se exigió en Wuhan a todo ciudadano/a o residente/a y turista de la localidad, mucho antes que ningún ciudadano/a español empezara a predicar con el ejemplo. Quizás porque ya sabían cómo iba ese cuento. Ahí va la pregunta: ¿Realmente somos capaces nosotros de eso?
Pudiera ser que el lector pensara que ni las circunstancias ni las condiciones, así como el grado de afectados, son extrapolables entre sí. No obstante, este artículo versa acerca de una cuestión meramente político-cultural que separa nuestros modos de vida quizás de un modo muy obvio al ojo desnudo. Tratemos dichas obviedades:
Obviedad número uno, política. China es un régimen autoritario de partido único mientras España una democracia liberal pluripartidista. ¿Qué significa ello? Para empezar que en China hay una -única- opinión pública condicionada en su totalidad por una -única- opinión publicitada que responde ante un -único- gobierno conformado por un -único- partido. En otras palabras, nunca ha sido tan fácil controlar el pensamiento y acciones de los demás y ello para un gobernante es no solo práctico sino un lujo. Por ende, y debido a la falta de credibilidad social última que puedan poseer otros medios alternativos que se atrevan a cuestionar la fiabilidad de dicha opinión coaccionada, la responsabilidad civil se enlaza estrechamente con la obediencia, o confianza ciega, hacia la única fuente fiable que se conoce. España, por contra, sufre lo mismo que toda sociedad liberal democrática padece en tanto que se rige por valores como la libertad de expresión, prensa y manifestación; desinformación, fake news y libertad individual. Se podría decir pues, sin querer otorgar validez o invalidez intencional a ninguna de las comunidades aquí presentadas, que China logra un poder de solidaridad en su población, mal que coaccionada, muy superior al de España donde hay una gestión de la res publica con un modus operandi perviviente en la polarización frente al consenso y donde la discrepancia es concebida como indicador de calidad democrática.
Obviedad número dos, cultural. Es difícil contemplar en qué grado puede dicha obviedad separarse de la primera, pero a la vez tiene mucho que ver con el contexto histórico que a través del tiempo ha dado forma a la identidad del estado y su comunidad. Lejos de querer recorrer dicho sendero que requeriría de un libro entero, nos fijaremos directamente en las prácticas sociales que imperan actualmente resultado del susodicho. España es un país en la órbita de la Unión Europea, una comunidad que se determina por libre tráfico de mercancías y personas así como la libertad para cada persona de encontrar su propio hogar fuera de su país de origen; fomenta comportamientos sociales distendidos, de ciudadano/a del mundo con poder de decisión en su vida donde el progreso y el bienestar más que lujos a ganar son visualizados como derechos inherentes a la dignidad y condición humana. Una dinámica que en China no existe, puesto que la idea fuerza por antonomasia comunista, ideología política del régimen desde Mao Zedong, es que el trabajo producido debe traducirse, en lógica consecuente, en una proporcional remuneración; o dicho de otro modo, cuanto más trabajo produzcas mayor nivel de riqueza. Esta interpretación no visualiza la vida ‘digna’ como un derecho enlazado a la condición humana, ni a la capacidad de moverte por el territorio en busca de un sueño u oportunidades sino a la condición de trabajador y contribuyente en la comunidad. La filosofía de ambas esferas es totalmente opuesta en términos liberales-comunitaristas.
Si se guiara uno exclusivamente por lo teorizado en este artículo hasta el momento, la conclusión parece fácil: No, no somos capaces de ello. Pero hay que enfatizar que la culpa, esa culpa tan cristiana que solemos asociar con la responsabilidad seamos o no devotos, no reside en el sistema liberal en contra de los que muchos puedan pensar. Juan Ramón Rallo, profesor en Economía en el máster de la Escuela Superior de Negocios ISEAD, explica que la modulación de la libertad en el liberalismo clásico que vertebra el ADN de las democracias actuales va a cargo de el sentido de asignación de responsabilidad y cuentas, y la máxima liberal de que uno no puede usar su libertad individual para coartar la de otro. Sin embargo, cuando dicha libertad individual se ve vulnerada por la libertad de otro por omisión o dolo, poniendo así en jaque la libertad de los demás en conjunto, es cuando el Estado puede intervenir para la asignación de culpa y responsabilidad.
El problema es que cuando la restricción de libertad se sucede en situación de pandemia, una situación en la que es difícil trackear y asignar un grado de culpa proporcional a cada individuo que haya infligido un dolo en otro mediante el uso de la libertad, puesto que muchas veces es por negligencia o sin intención, las ideas fuerza del Estado Liberal se veían en jaque y por ello se echó mano de un concepto como es el Estado de Emergencia; Dicho estado recibe -cierta- legitimidad para ejercer restricciones temporales en la libertad de los demás en pos de la Salud Pública hasta que el peligro acechante y el daño ocasionado fuere reparado. Y digo -cierta- porque los críticos más anti-liberales suelen relacionar de un modo falaz la existencia del Estado de Emergencia con la existencia de un Leviatán Hobbesiano que no busca nada sino la atracción para si de un poder absoluto, obviando que los propios liberales siguiendo la tradición de John Locke, entre otros, justificaron el levantamiento contra una autoridad déspota.
Nos dicen que saldremos de esta y en eso tienen razón, pero no sabemos cómo. ¿Saldremos siendo un pueblo más democrático que nunca, confraternizado en la solidaridad entre naciones tan típica del internacionalismo surgido de la Segunda Guerra Mundial, o bien reinará la dinámica actual de las relaciones internacionales? Una mano invisible geopolítica ‘Adam Smithiana’ derivada de la guerra comercial entre los EE.UU. y la China que regula los temas y las relaciones de los estados según los intereses particulares de cada cual. Esta responsabilidad, o irresponsabilidad, que tiene el liberalismo por delante es una de las grandes incógnitas en las relaciones internacionales, nacionales y sociales en el mundo que no deja de ser una re-interpretación del eterno debate liberal-comunitarista y regulación-desregulación, es quizás su desafío más importante en esta hora oscura; De su legitimidad y eficiencia depende que cuando todo esto acabe, que acabará como nos dicen tantos y tantas, el Estado liberal demócrata que conocemos siga siendo percibido desde la opinión ciudadana como baluarte de la seguridad, la justicia y la libertad. Pues, lamentable como es, no hemos conocido jamás un sistema menos malo que la democracia.
Xavier Guxens Sanahuja es Politólogo, actualmente cursando el master en Comunicación y Márketing Político UAB-MMP (@guxensxavi)