CARLES A. FOGUET
“Sígueme a todas partes, me da igual. Te lo digo en serio. Si alguien me quiere seguir, adelante. Se va a aburrir”, le espetó Gary Hart, el demócrata favorito para estar -e imponerse- en la carrera presidencial de 1988, a Eugene Joseph Dionne Jr, reportero del magazine del New York Times. Unas palabras tan huecas y falsas como la propia vida personal de Hart. Y ambas cosas iban a hacerse evidentes tan solo unos días después.
Sin conocer el reto lanzado por Hart, unos reporteros del Miami Herald avisados por un chivatazo anónimo se apostaron en un callejón detrás de la casa del ex-senador en Washington. Hasta ahí habían seguido a una joven a la que vieron entrar pero no salir en toda la noche. La joven era Donna Rice, y los medios no tardaron en hacerse eco del escándalo.
Al poco tiempo, una foto de Rice sentada en el regazo de Hart llegaría a la portada del popularísimo National Enquirer. Un reportero del Washington Post osó preguntar a Hart en una conferencia de prensa algo inimaginable solo unos días antes: “¿ha cometido usted adulterio?”. La amenaza de que el Post estuviera investigando otras de sus relaciones extramatrimoniales bastó para segar su carrera presidencial solo tres semanas después de haber empezado, el agitado periodo que Jason Reitman retrató en la película The Front Runner (2018).
“¿Por qué un hombre que pretende optar a la presidencia de los Estados Unidos retaría a un periodista a que le siguiera para ver si era un adúltero cuando efectivamente lo era?” se preguntaba Gail Sheehy, una periodista que cubrió el escándalo para Vanity Fair. “Tenía que caer”. La fama de mujeriego de Hart le precedía ya desde 1972, cuando fue una figura importante en la campaña de McGovern a la presidencia y se rumoreaba que acosaba a las voluntarias más jóvenes.
Mujeriego rayando a depredador, se sentía suficientemente seguro como para intentar seducir a la periodista Patricia O’Brien recibiéndola en su habitación de hotel ataviado solo con un batín o para pasar la noche en casa ajena aún siendo seguido por el servicio secreto. Son docenas las historias que se cuentan de él, sin embargo nada de esto le había pasado factura hasta entonces, incluso mintiendo de manera descarada. Los hombres políticos gozaban de la protección de otros hombres periodistas, y rara era la ocasión en que se rompería este pacto.
Y es que si hay algo que disculpa el comportamiento Hart o, por lo menos, su despreocupación, es que siempre había sido así. Quizá Jerry Springer fuera la única excepción: en 1974, el que a la postre se convertiría en un archiconocido showman televisivo, dimitió después de que el Enquirer insinuara que un concejal de Cincinnati debería afrontar cargos por prostitución. Puede que entonces se considerara solo una anécdota y no la advertencia que realmente era. Porque durante no poco tiempo, la vida privada de los políticos estaba fuera del alcance de los medios y del juicio de los votantes. Roosevelt se lamentaba en 1913 de que “cualquier hombre familiarizado con la vida pública puede oír el murmullo de los chismorreos justo debajo la superficie de casi todos los hombres públicos”.
Pero desde entonces ese murmullo iba a silenciarse progresivamente, ya que un exceso de celo victoriano en la vigilancia moral de los políticos acabó por expulsar, paradójicamente, esas historias de los medios. La vida privada de los políticos seguiría siendo privada en la medida que no afectara a su ejercicio público y la antigua “cultura del carácter” sería sustituida por una “cultura de la personalidad” más flexible, acorde con los nuevos tiempos. Las nuevas generaciones de periodistas, influenciadas por una interpretación paternalista de Lippman, ya no caerían en la tentación de dar al público lo que pedía leer sino lo que debía leer. Y así los medios no solo dejaron de fiscalizar la moral de los políticos, sino que contribuyeron a forjar una nueva moral pública que serviría, sin pretenderlo, de cortina tras la que ocultar cualquier escándalo.
Por ello es comprensible que la primera reacción de Hart fuera atacar a los medios que habían destapado su relación extramatrimonial. A Hart se le estaba hundiendo bajo los pies el único mundo que había conocido, uno donde se podía separar la vida privada de la pública apelando a una cierta idea de privacidad. Uno donde él podía intentar presentarse como una reencarnación de Kennedy, para el que había sido voluntario en 1960, y como él, librarse de las consecuencias de llevar demasiado lejos lo que ellos entendían como ser un seductor.
Pero la convulsa década de los 80 había traído consigo cambios en todos los ámbitos de la vida. Y todos sin excepción confluyeron en el muelle donde estaba amarrado el Monkey Business la primavera de 1987 para arruinar la carrera de Hart y amenazar la de muchos otros que le iban a suceder, como el mismísimo Bill Clinton, que una década después iba a enfrentar un proceso de destitución del que conseguiría salir airoso.
Terremotos sociales, tecnológicos y culturales cambiaron en muy poco tiempo la manera de entender y consumir la política pero también los medios, tal y como señala Neil Postman en su libro Amusing ourselves to death (1985). Tanto en la derecha -con Reagan, Thatcher y Juan Pablo II a la cabeza- como en la izquierda -sacudida por una nueva oleada del movimiento feminista- se elevó el umbral moral hasta cotas nunca antes vistas. La vida personal de los representantes públicos pasó a ser relevante. Y estos, obligados a ser ejemplares. Ya no bastaba con parecerlo.
La mala noticia para ellos fue que las facultades de periodismo llevaban años escupiendo a centenares de profesionales cegados por el brillo del Watergate buscando descubrir su propio escándalo. Y que con la llegada de la televisión por satélite cada día había más horas de televisión para rellenar. A medida que aumentaba el espacio en televisión, disminuían los estándares para ocuparlo, y las vidas privadas de los políticos parecían buenas candidatas a convertirse en un entretenimiento más para las masas. El escándalo Hart anticipó el modelo de seguimiento obsesivo, 24 horas, que recibirían años después hitos como la guerra del Golfo o la detención de OJ Simpson.
No es demasiado atrevido afirmar que hoy estamos viviendo un remake de unos 80 que creíamos lejanos y olvidados. Una nueva ola de moralidad fiscaliza el comportamiento privado de los representantes públicos, nuevos canales de información y comunicación han hecho saltar por los aires el ecosistema mediático y hoy cualquiera con un teléfono móvil puede jugar a ser Woodward o Bernstein.
También es cierto que los hay quienes, como Trump o Berlusconi, no solo han esquivado estos peligros, sino que han hecho gala de su comportamiento, dando las últimas pinceladas al retrato de unos personajes excesivos que generan tanto rechazo en un parte de la población como admiración y envidia en otra. A juzgar por la suerte que han corrido Hart y Trump, parece que, a pesar de todo, la hipocresía es un pecado políticamente peor que la infidelidad.
* * *
A la vista de este panorama, se entiende mucho mejor la decisión que tomó Noah Dyer, un candidato independiente a gobernador de Arizona, en 2017. Su web de campaña podría parecer, si no se le prestaba mucha atención, una de tantas. Pero había un detalle que la hacía distinta de todas las demás: un apartado en el menú llamado “Escándalos y controversias”. ¿Quién, en su sano juicio, querría asociarse gratuitamente a estos dos conceptos?
El contenido era todavía más sorprendente que su título. Dyer confesaba, entre otras cosas, haber “tenido relaciones sexuales con todo tipo de mujeres. He experimentado y defendido las relaciones abiertas. He tenido sexo en grupo y sexo con mujeres casadas. He mandado y he recibido mensajes íntimos y me he grabado en vídeo manteniendo relaciones sexuales.” Una confesión hecha a sabiendas contra la opinión de todos su asesores, que creían que Dyer se había vuelto loco y temían que fuera tachado de adicto al sexo por los votantes.
Dyer encabezaba estas revelaciones con un orgulloso “Un nuevo hito en transparencia”. E incluso añadiría al texto un descargo de responsabilidad: “esta información la ha proporcionado voluntariamente Noah Dyer al inicio de su campaña (…) y no es fruto de ningún descubrimiento o presión por parte de la prensa”. No es un detalle menor: antes que él otros confesaron sus pecados, pero no por propia voluntad, sino porque los medios lo hicieron antes o lo hubieran hecho en cualquier caso. Desde que el congresista Barney Frank viera como las páginas del Washington Times aireaban su relación con un prostituto en 1989 hasta el recentísimo caso de la dimisión de Benjamin Griveaux, el candidato de Macron a la alcaldía de París, tras la filtración de mensajes y vídeos sexualmente explícitos en las redes sociales, el patrón se repite una y otra vez.
Solo Jerry Springer resiste la comparación con Dyer en términos de transparencia y valentía. Cuando en 1982 intentó relanzar su carrera política en las primarias para gobernador de Ohio, en su spot de campaña no solo no ocultó su escándalo con la prostitución sino que intentó que jugara a su favor presentándose como un candidato capaz de enfrentarse a la verdad, aunque esta verdad doliera.
Parece que para Springer, como para Noah Dyer, los escándalos sexuales que implican a políticos no son nada más que una herramienta para desviar la atención del debate auténticamente relevante. “No me da vergüenza, los electores quieren un político honesto y transparente”, sostenía Dyer, toda vez que confiaba en el juicio de la ciudadanía para separar lo que es importante de lo que no lo es.
La carrera política de este ex-ejecutivo de marketing fue corta y su concepto de transparencia no se ha extendido. Por lo menos de momento. Quizá Dyer es solo un adelantado a su tiempo que nos anuncia lo que se nos viene encima. O quizá, solo quizá, hemos desenterrado un compás moral que quedó anticuado hace ya más de un siglo y que hoy solo sirve para confundirnos.
Carles a. Foguet es politólogo, consultor de comunicación (@hooligags)
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