RAMÓN H. SOSA
Los héroes de cuento se mueven básicamente, según escribió Vladimir Propp, entre espacios propios e impropios: el espacio propio del héroe es el hogar. Situado al principio, al final o en ambos puntos de la historia, se trata de un lugar en el que el héroe vive o reina según sus propias leyes, de un espacio de plenitud regido por normas que le son tan conocidas como apacibles. El espacio impropio es, por el contrario, el más allá del hogar, fuera, allí donde, según unas leyes que le son extrañas —las del cuento—, debe superar pruebas y tareas con el objetivo final de recuperar o conquistar el hogar. Bien porque este le ha sido arrebatado y debe reestablecerlo, para que vuelva a ser lo que era, o bien porque, abandonando el hogar paterno, debe superar las adversidades que se le pongan delante para conquistar uno propio, la búsqueda de todo héroe desemboca, siempre que tenga éxito, en el hogar. A menudo el cuento esconde una lección de paternidad: al héroe se le demanda que madure durante el viaje, requisito indispensable para quien aspira a ser digno de convertirse en padre, de formar una familia. Demostrar valor, bondad, superar la tentación, salvar a la damisela en apuros, descubrir que el mal presenta a menudo formas dulces, encontrar y ser merecedor de un objeto mágico, pasar, en definitiva, una tras otra, las aventuras que el destino le depara, es el pago necesario para alcanzar lo que le pertenece, el lugar donde, finalmente, reina según sus propias leyes, el hogar.
¿Es Trump un héroe que ha conquistado el hogar? A la vista de la polémica fotografía en la que Kellyanne Conway se encuentra sentada de rodillas, con los pies sobre un sofá del Despacho Oval, me atrevería a decir que sí. En el instante de la fotografía, la consejera y el presidente se encontraban reunidos con un algunos de los profesores afroamericanos más destacados de los Estados Unidos. El gesto es, desde luego, de mala educación, supone una ruptura de la etiqueta y una falta de respeto ante quienes se encontraban allí reunidos. Hizo que Conway fuera justamente criticada en multitud de medios, añadió una mancha más a la imagen de un presidente que, se podría decir, parece coleccionarlas. No fueron pocos los medios que indicaron que nos encontrabamos ante un nuevo error de comunicación de la administración Trump y, al denominar así a la fotografía, no fueron pocos los medios de comunicación que, una vez más, se equivocaron.
Añadiré, a fin de explicarme, a la teoría del héroe de Propp otra teoría, de Lakoff, que parece encajar perfectamente con la primera: la teoría del padre estricto. Para el pensamiento conservador norteamericano, nos dice el autor, la figura paterna es la del hombre que ya ha pasado y superado las pruebas morales de la vida y está, por ello, capacitado para mostrar a sus hijos lo que es correcto e incorrecto. El niño nace malo y sólo con una enseñanza estricta, con mano dura, se le puede conducir a portarse bien. Portarse bien es, por su parte, el único medio de tener éxito, tanto moral como económico, en la vida. Es decir, sólo por medio de una educación estricta el hijo puede madurar, convertirse en padre. ¿No es esta autoridad del padre estricto, que ha superado las pruebas morales, equivalente al reinado del héore que ha superado las tareas del destino y conquistado previamente el hogar? ¿No es la figura del padre estricto, para el pensamiento del votante conservador, el destino de todo héroe? La ideología y la simbología del padre estricto, tan válida para los republicanos, resulta grotesca para quien no comparte su imaginario. No obstante, es un ejercicio inútil medir al presidente, al menos cuando se trata de entender lo que representa un éxito de comunicación o un fracaso, desde nuestra propia perspectiva y nuestra propia moral. Tratemos de observar, por un momento, el gesto de Conway desde la mentalidad republicana.
Existen muebles que, simbólicamente hablando, pertenecen a ámbitos determinados y el sofá pertenece, sin duda, al ámbito del hogar. Al sentarse de rodillas, gesto en absoluto laboral, Conway refuerza esta conexión, realza el papel hogareño del sofá: situada en el extremo inferior izquierdo, nos invita a releer el conjunto de la imagen no desde la lógica de la diplomacia sino desde el orden de lo familiar. Tiene la capacidad de transmutar lo público en íntimo, lo profesional en personal, el espacio oficial del Despacho Oval en uno doméstico. Nos encontramos, además, afirma Lakoff, con una cierta predisposición hacia dicha visión: el votante conservador entiende al estado como una metafora de la familia, Conway activa unos mecanismos de comprensión que ya estaban, al fin y al cabo, latentes. La razón por la que el espacio se significa a partir de ella y de Trump y no a partir de los profesores, es porque son ellos dos los que se encuentran en un espacio que les es propio, es decir, regido por sus propias leyes. Ella con el sofá, él con el escritorio, son los dos únicos sujetos de la fotografía que tienen una relación directa con algún elemento de la habitación, algún anclaje, los únicos que no sólo están pasivamente en la habitación, sino que la utilizan activamente, porque es suya.
Ocupan, además, tanto Conway como Trump, lugares privilegiados en la composición de la fotografía: ella, sóla en el segmento inferior de la imagen, la posición más cercana a cámara, él se encuentra en su centro y punto de fuga. Por contraste, los invitados se relacionan con el entorno más bien por lo que no ocupan o, en el caso del sello presidencial en la moqueta, por lo que no pisan: se relacionan con el espacio en tanto que evitan, que se apartan de todo aquello que lo define, se encuentran, en definitiva, en un lugar que no les es propio. Si el grupo es una pérdida de individualidad que genera una fuerza cuantitativa, en este caso —arremolinados y desorganizados, no pocos con la mirada perdida—, le conceden la victoria sobre esa fuerza a la personalidad del presidente que, desde su posición privilegiada, no tiene que hacer nada salvo reinar sobre aquello que le pertenece. Pues si la imagen ha de ser leída desde el orden de lo familiar, Trump, desde su escritorio-púlpito, encarna la figura del padre estricto.
Hacerse rico y famoso, formar un imperio empresarial, salir, más renovado que herido, de varios escándalos y golpes económicos, combatir en unas elecciones y ganarlas, he ahí las pruebas y tareas que Donald Trump ha tenido que superar. Es, hablando desde la mistificación meritocrática tan común al capitalismo anglosajón, el hombre que se ha hecho a sí mismo. Ese y no otro ha sido su camino del héroe que, ahora, una vez conquistada la Casa Blanca, puede ejercer el dominio de guía moral como padre estricto. Él es el centro de la fotografía, punto de gravedad entorno al cual orbitan los otros elementos. El escritorio, tras el cual está situado es, simbólicamente, un mueble dual que tanto pertenece a lo laboral como a lo hogareño. Es exterior e interior, del mismo modo que el éxito del padre debe ser social mientras que su gobierno es familiar. Es un mueble de trabajo, pero de trabajo en la casa, pertenece a aquél para quien el trabajo nunca termina al atravesar la puerta, para quien, aislado del hogar, reina en el hogar. ¿Puede dicha figura, vencedor vital y moral que se ha ganado el derecho a imponer sus propias normas, ofender a sus invitados? Dejando a un lado, por precaución, cuanto de ello se pueda ver reforzado en cara a sus votantes por la cuestión racial, los invitados, ocupantes de un espacio impropio, se rigen por unas leyes que les son extrañas, las de Donald Trump. Equivalentes, en el contexto de la fotografía y en su calidad de grupo subordinado, a la posición que podría tener el hijo en el marco del padre estricto, no pueden ser ofendidos. ¿A caso pueden ser ofendidos aquellos que han nacido malos, qué aún no poseen ciertos criterios morales? ¿A caso puede ofender el profesor —profesor de profesores, en este caso— a aquellos que aún esperan aprender de él el camino de lo bueno y lo correcto? No. Para el pensamiento conservador, quienes criticamos la imagen hemos confundido una lección generosa con una ofensa.
Una característica que aúna a la mayoría de sus votantes es una postura centrífuga —contraria a postulados moderados— y favorable a la ruptura de un statu quo que, en el advenimiento de la cuarta industrialización, parece sostenerse a su costa. A Trump no le votaron tanto por lo que era capaz de construir como por aquello que prometía destruir, no apostaron por un arquitecto sino por un trangresor. ¿Es Donald Trump un trangresor? A partir de fotografías como esta yo diría que no, Trump se salta nuestras reglas, pero nunca las que son suyas y de sus votantes. Héroe que ha conquistado el hogar, reina como padre estricto según unas leyes que les son conocidas y confortables y que, sin embargo, le permiten romper el statu quo cada día. En la medida en que le llueven las críticas, el presidente parece quebrar, con cada una de ellas, la moderación del sistema que ha abandonado a sus votantes. Gracias a que sus enemigos han asumido el lugar del centro, de la moderación y de la inercia institucional, Trump puede ser, a la vez, la norma y su transgresión: es justamente porque lleva hasta su límite la tradición del padre estricto que puede, sin quebrar ni una sóla de las expectativas que pusieron en él, ser acusado de anti-sistema por aquellos que hablan con la voz del sistema. Héroe, padre y trangresor, la norma y su ruptura, Trump aspira a ser una figura total, un mito creado por sus enemigos.
Ramón Hernández Sosa nació en Menorca. Estudió cine en el Centro de Estudios Cinematográficos de Catalunya (CECC) y se especializó en la rama de Fotografía Cinematográfica y Operador de Cámara. Participó en películas, cortos, videoclips y anuncios y realizó diversas campañas de sensibilización para Cáritas Menorca. Más recientemente se ha graduado en Ciencias Políticas en la Universidad Pompeu Fabra (UPF), donde ha podido combinar ambos estudios, inclinándose hacia la comunicación política. (@GolemIV)