PABLO GEA
Sin lugar a dudas, las Elecciones Presidenciales en los Estados Unidos de América del 3 de diciembre de 2020 ha sido uno de los comicios más enconados que recuerda la Historia americana. Desde el primer momento, ambos candidatos y sus respectivos aparatos de márketing y comunicación política se han posicionado tratando de delimitar muy claramente sus perfiles. Algo que ha brillado a simple vista ha sido el énfasis de Donald Trump en su figura como ‘hombre fuerte’ y ‘triunfador sobre la adversidad’, que encarna una versión 2.0 del mito del sueño americano. El hombre que se hace a sí mismo y obtiene un éxito completo en su vida. Lo que le coloca en una posición predilecta para encarnar ese sueño en las mentes de sus electores que -independientemente de que consumen sus esperanzas o no- siempre pueden sentirse identificados. Por el contrario, Jose Biden ha evitado decididamente -y en la medida en que el sistema estadounidense se lo permite- el personalismo en su campaña, dejando un espacio muy amplio para proyectar la figura de su compañera en el ticket electoral, Kamala Harris. De esta manera, el equipo Biden se ha enfocado más en desarrollar unas propuestas políticas en profundidad, susceptibles de ser aplicadas racionalmente, en claro contraste con la vaguedad deliberada de las propuestas del equipo Trump, que ha sublimado su figura como ‘gestor empresarial’ eficiente a la vez que evitaba diseñar una hoja de ruta demasiado precisa para un candidato tan impredecible como Trump. Ello de cara a evitar que tuviera que desdecirse en el futuro más allá de lo que ya ha tenido que hacer, especialmente atendiendo a su gestión de la Pandemia.
El punto de partida ha sido notablemente diferente. Trump no ha buscado captar nuevos electores, sino más bien mantener los que ya tenía, razón por cual ha insistido una y otra vez en sus números económicos, en el aumento del empleo y, en definitiva, en el carácter ‘inconcluso’ de su ‘obra’. Biden, por el contrario, ha tenido que volver a traer al redil a exvotantes demócratas desmovilizados o incluso a sectores obreros que han votado a Trump en el pasado atraídos por las aparentes mieles de sus políticas proteccionistas. Ello se ha mostrado de manera palmaria en sus respectivas webs de campaña: la de Trump, que incide en el candidato y en sus eslóganes electorales, empleada como centro unificador de las diferentes plataformas que le apoyan y de las redes sociales; y la de Biden, con un contenido más denso aunque también más certero en cuanto a las propuestas electorales refiere, especialmente poniendo de manifiesto las diferencias a la hora de encarar la afrenta del Covid.
Trump ha mantenido su eslogan clásico, MAGA (Make America Great Again), al que se ha añadido una variante del mismo: Keep America Great, en una evidente alusión a la necesidad de proteger los logros del primer mandato garantizándolo con un segundo que consolide lo ya obtenido. La Economía ha constituido un mensaje fundamental para la campaña de Trump, agitando el miedo a que los demócratas alteraran los éxitos de los Estados Unidos como potencia exportadora de hidrocarburos por medio de su ‘oposición’ al fracking, actividad que mantiene en pie los hogares de grupos blancos de clase trabajadoras especialmente radicados en Texas, California, Colorado o Pensilvania (un Estado que, al fin y a la postre, ha resultado duramente disputado durante la celebración de los comicios). El stroytelling le ha situado como un hombre de éxito que aúna aspectos conservadores tradicionales que el votante potencial del Partido Republicano siempre necesita identificar en su candidato con otros elementos inseparables del márketing desarrollado por Trump, tales como su situación outsider del sistema, empeñado en una batalla para ‘devolver el poder al pueblo’ como duro exponente anti-establishment. En su relato, Trump encarna el papel de una suerte de ‘nuevo padre fundador’ que recupera las esencial de la ‘América real’ distorsionada por los juegos de poder y de dinero de la clase política enclaustrada en los despachos de Washington. El destinatario predilecto de este mensaje ha sido la White trash estadounidense, los electores blancos de clase media y media-baja, que se han envuelto en una renovada bandera identitaria al considerarse como una minoría dentro de su propio país ante el avance de otras minorías con una influencia social creciente, especialmente la minoría latina y la minoría negra. En este sentido, es correcto calificar el fenómeno de Donald Trump una vía de empoderamiento identitario de la América blanca.
Biden ha mantenido una suerte de perfil bajo, dejando espacio a Kamala Harris como elemento movilizador, en clara oposición con la cuasi-irrelevancia de la figura de Michael Pence durante la campaña, centrada en el ‘líder duro’ Donald Trump. En este sentido, Biden se ha dirigido al elector escandalizado por la aparente arbitrariedad caprichosa de Trump, que está deseoso de que ‘las cosas vuelvan a la normalidad’ de la mano de un candidato que, si bien es del establishment, representa una racionalización de la toma de decisiones públicas y un impulso renovador, al asumir parte del programa progresista de Bernie Sanders (si bien lejos de las propuestas más transgresoras de este). Su storytelling ha pivotado sobre la imagen de la resiliencia: el hombre que contra todo pronóstico fue elegido senador con apenas treinta años y que se ha mantenido en pie contra viento y marea pese a perder a dos de sus hijos y a su primera esposa. El hombre sobrio y con dominio de sí mismo, en las antípodas de los aspavientos a los que es dado Trump. Alguien que trabaja en equipo y que toma las decisiones de manera consensuada. Alguien que promete ‘cambio’, así como recuperar la idea de América, propósito encarnado en su eslogan Battle for the Soul of the Nation, ‘Batalla por el Alma de la Nación.’ Una llamada a todos aquellos ciudadanos estadounidenses que no se identifican con la política interior y exterior errática del Trump, que pueden decantarse por un perfil de estadista ‘más sofisticado’. El estadista que tiene un ‘plan’.
El público objetivo de Biden no ha sido otro que 1) aquellos sectores de la clase trabajadora que dependen de los subsidios estatales, los cuales pueden ver peligrar estos ante la política fiscal del Gobierno de Trump, notablemente laxa y que ha contribuido a endeudar a la Administración Pública; 2) la clase media preocupada por la calidad de los servicios públicos, así como el mantenimiento de su financiación en el futuro; 3) las minorías raciales y étnicas, especialmente los negros, que han redoblado su activismo a raíz del escándalo desatado tras el asesinato a sangre fría de George Floyd; y 4) muy importante la minoría latina, que representa alrededor de 30 millones de electores. Tanto es así que la campaña de Joe Biden ha estado salpicada de guiños continuos a esta minoría, con mensajes en español y referencias existenciales al aporte que este grupo puede realizar a los Estados Unidos ‘sin guerra civil’ que preconiza el mensaje del candidato. Tanto es así que un ejemplo para nada desdeñable lo constituyen las webs de ambos candidatos. La de Biden puede traducirse íntegramente al idioma español, de manera que cualquier latino puede manejarse en ella de forma ágil en su lengua materna, así como realizar todas las interacciones posibles. La de Trump, por el contrario, tan sólo ofrece una traducción al español parcelada y selectiva, debiendo realizarse las principales interacciones en inglés. En cualquier caso, Biden nunca ha perdido de vista el potencial movilizador que suponía el rechazo a Trump, convirtiendo a este segmento social en el público objetivo de un discurso negativo especialmente dirigido hacia ellos con un mensaje de fondo tan claro como simple: o Trump o yo.
Una acción de retail especialmente relevante fue la desarrollada por Biden ante el asesinato de George Floyd. Frente a la reacción torpe y ambivalente de Trump, Biden se desplazó a Houston para hablar con la familia de la víctima, ofreciendo comprensión y apoyo ‘moral’ en una cálida conversación magistralmente orquestada. Más que hablar él, dejó que los familiares se desahogaran. Una vez superado este ‘primer nivel’, empleó la muerte de sus hijos para crear un lazo de identificación entre las desconsoladas personas que tenía delante y el candidato, sobrio y firme, que representa a quien ya ha asumido plenamente la pérdida y ‘sabe lo que dice’. Junto a esto, en el contexto de los disturbios que siguieron al suceso, se desplazó igualmente a Atlanta para ofrecer apoyo a la alcaldesa de la ciudad en unas horas, sin duda, sombrías para ella. En su mensaje, tanto a los familiares de Floyd como a la alcaldesa de Atlanta directamente, como al conjunto del pueblo americano de forma indirecta, omitió todos los aspectos que sabía que le perjudicarían y, antes al contrario, los potenció de manera que su presentación le proporcionó un discurso favorable. Su avanzada edad y su sobriedad aséptica cuajaron a la perfección en contraposición a un presidente ‘incendiario’. Su experiencia de gestión establishment jugó a su favor a la hora de presentarse como un líder que ‘baja a la trinchera’ y está en la primera línea del peligro, donde vuelan las balas. Así, las soluciones que puede ofrecer están respaldadas por la seguridad que crea su carácter en apariencia frío y tendente al autocontrol, que se suma a su experiencia de gestión y de gobierno. Cuando la tragedia sacude a la nación, los ciudadanos reclaman gestores eficaces, no aventureros imprevisibles. Una carta comunicativa que Biden empleó con inteligencia, especialmente a la hora de examinar su actuación durante la crisis del Covid en los Estados Unidos.
Esta es la diferencia esencial en la estrategia comunicativa empleada por ambos candidatos. En su presentación física y en sus fotografías, Trump ensalza un liderazgo individual característico del ‘hombre fuerte’ autócrata. Sus colaboradores apenas aparecen. Pence, como se ha señalado más arriba, se encuentra casi ausente. El márketing comunicativo de Trump se ha centrado en el contrato social que cree haber firmado personalmente con su electorado. Pues sabe que no votan ni al Partido Republicano ni a ningún ticket presidencial, sino a él, como fenómeno y como persona. Emplea su corbata roja muy a menudo, el color de los republicanos, sí, pero también el color de la fuerza y de la vitalidad. El mismo color de las gorras que sus votantes llevan a sus mítines y que salpican las banderas con sus eslóganes de campaña. Es el hombre sólo contra la adversidad, contra la clase política y a favor del americano profundo ‘de verdad.’ Biden, por el contrario, ensalza el perfil colaborativo que se le presupone al desempeño democrático, fijando claramente las distancias. Por eso rara vez aparece sólo en los escenarios y en las fotografías. Cuando la campaña habla de medidas y de planes, el nombre de Kamala Harris suele estar casi siempre presente, al igual que ella misma físicamente al lado del candidato. Pues la candidatura de Biden no es una candidatura ‘individual’ al uso, sino una ‘candidatura de ticket, que pide al votante que vote por un equipo de gente preparada atento a las necesidades de todos, blancos y minorías. En coherencia con ello, frente a los trajes negros y a la corbata roja de Trump, Biden emplea trajes azul marino y corbatas azules, a rayas, moradas claras o, en determinadas ocasiones, ausencia total de ella. La gama cromática de los trajes utilizados por Biden suele complementarse con los empleados por Kamala Harris, generando una armonía visual que no le pasa desapercibida al elector, se percate de ello racionalmente o no. El azul es, además, el color del Partido Demócrata, y también el color con el que se identifican las personas con ‘sensibilidades’ progresistas en los Estados Unidos.
Un aspecto interesante, por otra parte, de esta campaña ha sido la ignorancia absoluta de los canales de comunicación oficiales por parte de Donald Trump, que ha confundido su figura como candidato con su figura como Presidente. Así, para movilizar a sus electores y dar a conocer las líneas maestras de sus propuestas programáticas o el mapa de carreteras de su Gobierno no ha empleado las agencias de comunicación oficiales a su disposición, sino que directamente ha acudido a la plataforma Twitter, convertida en una suerte de ‘BOE’ trumpista. Tal ha sido su importancia que desde los gestores de la red social se optó por suspender su cuenta tras los sucesos del Capitolio, conscientes de la importancia que para el líder republicano tiene la misma. Se trata de una forma de comunicación con los seguidores y potenciales votantes absolutamente revolucionaria, que ha eliminado casi cualquier intermediario entre el candidato y sus seguidores. Tanto más en el caso de Trump, por cuanto sus mensajes son confeccionados directamente por él, y no ‘pasados por el filtro’ de un grupo de asesores en comunicación que presentan un producto prefabricado estratégicamente para obtener unos resultados previamente conceptualizados. Con ello se envía también otro mensaje: lo institucional es para mí disponible, porque le hablo al americano de tú a tú. Para aquellos que consideran a Trump un campeón contra las élites políticas y financieras, esto genera una sensación reconfortante que alimenta la importancia individual que el elector quiere tener dentro de la maquinaria de la campaña permanente que el hoy exmandatario ha mantenido viva durante toda su Presidencia.
Pablo Gea Congosto es Asesor legal, Analista político y Doctorando en Historia Contemporánea. Fundador de Despertar social. (@Pablo_GCO)