The Great Hack. Cuando la tecnología amenaza a la democracia

POL X. SALVADÓ

“¿Cuántos de vosotros habéis visto algún anuncio en vuestro teléfono móvil que os haya hecho pensar que vuestro micrófono espía vuestras conversaciones?” (David Carroll, profesor en Parsons School of Design, fragmento del documental).

Con esta pregunta empieza The Great Hack, el documental estrenado el año pasado en Netflix que arroja luz al escándalo de la consultora política Cambridge Analytica y Facebook. La consultora, gracias al manejo de los datos personales captados por el gigante tecnológico, ideó un sistema para alterar las decisiones de los votantes en elecciones como las presidenciales de 2016 en Estados Unidos o el referéndum sobre el Brexit el mismo año.

A lo largo de la producción vamos viendo cómo la teoría del espionaje de nuestras conversaciones no se sostiene por ningún lado, pero esta realidad está lejos de tranquilizar al espectador. Ya desde un principio entendemos la forma en la que los datos que proporcionamos voluntariamente en las redes sociales sirven para ofrecernos recomendaciones muy precisas, abriendo un nuevo abanico de cuestiones éticas e incluso legales. Y quizá esto no preocupe a los usuarios si sirva para obtener mejores recomendaciones de productos para consumir. Pero ¿qué pasa cuando estos métodos se usan para fines políticos?

La importancia y el valor real de nuestros datos. Vivimos atrapados en un mundo digital. Accedemos a gran parte de nuestro ocio y entretenimiento de forma online. Interactuamos con nuestros amigos por la red de forma constante. Gestionamos nuestro dinero sin llegar a verlo físicamente… A lo largo del día son muchas las interacciones, me gustas o comentarios que suceden en la red, y la información que generamos no se evapora. Nuestra huella digital nunca llega a desaparecer del todo. No sabemos quién almacena qué, para qué finalidad, ni durante cuánto tiempo. Esto se traduce en una ventana de oportunidad para las grandes empresas, que toman ventaja de este conocimiento para comprar y vender nuestras identidades digitales, capaces de reflejar nuestros gustos y nuestra personalidad.

“Nuestros rastros digitales son la base de una industria de billones de dólares al año. Ahora somos una mercancía. Resulta que estábamos tan enamorados del sueño de la libre conectividad que nadie se molestó en leer los términos y condiciones” (David Carroll, fragmento del documental).

Hasta hace unos años, la sociedad en general era poco consciente de este hecho. Al fin y al cabo, los efectos para los consumidores eran percibidos como positivos –mejores recomendaciones de contenidos– y el negocio detrás de nuestros datos o el debate sobre el consentimiento para que terceras personas los obtuvieran no había llegado al gran público. Todo esto cambió a partir de 2017. Entonces algunos medios difundieron las prácticas de recolección de datos de Cambridge Analytica y su papel activo en multitud de procesos electorales gracias a estos mismos datos. El escándalo acababa de estallar.

La democracia en jaque. Analizado el trabajo de la consultora para la campaña de Ted Cruz, primero, y Donald Trump, después, en las primarias republicanas y las elecciones estadounidenses de 2016, sabemos que la empresa extrajo una gran cantidad de datos personales de Facebook, llegando a conseguir hasta 5.000 puntos de datos de cada estadounidense mayor de edad. La lógica que motivaba este proceso se basaba en que la personalidad dirige el comportamiento, y el comportamiento, a su vez, influye en el voto. Combinando la gran cantidad de información a su alcance, la psicología detrás del voto y la hipersegmentación que se llevaba a cabo en el proceso, se podía llegar a personas concretas mediante contenido digital altamente personalizado en vídeo o imagen.

“Era un experimento tremendamente inmoral. Jugábamos con la psicología de toda una nación sin su consentimiento o conocimiento. Y no solo jugamos con la psicología de toda una nación, sino que lo hacíamos en un contexto de un proceso democrático” (Christopher Wylie, antiguo analista de datos en Cambridge Analytica, fragmento del documental).

Las prácticas realizadas por Cambridge Analytica no deben entenderse como acciones de marketing político. No estamos simplemente hablando de ofrecer cierta información –favorable a ciertos intereses– a los potenciales votantes para que en el momento de votar estén mejor informados y más convencidos de una opción política en detrimento de otra contraria. Lo que la empresa hizo fue tergiversar esta estrategia. 

En primer lugar, el análisis de los votantes se hacía mediante sus datos, extraídos de Facebook –algunas veces privados, como conversaciones entre usuarios–, sin ningún consentimiento de los propios usuarios y con el conocimiento del gigante tecnológico. Pero no solo el proceso debería hacer poner el grito al cielo a la sociedad, sino también la propia naturaleza de los mensajes que se difundían. Noticias falsas llenaban el muro de Facebook de los usuarios seleccionados. En las elecciones estadounidenses de 2016, acusaciones de corrupción, incapacidad y enfermedad fueron las armas utilizadas para atacar a la entonces candidata demócrata Hillary Clinton. Acusaciones azotadas también públicamente por Donald Trump, refiriéndose a Clinton con el famoso apodo despectivo “Crooked Hillary”.

Viendo el trasfondo del funcionamiento de Cambridge Analytica cabe preguntarse cuál hubiera sido el resultado electoral de no haber usado técnicas ilícitas, y si estos resultados son realmente aceptables en base a nuestros estándares democráticos.

“Cuando descubren que alguien se ha dopado en los Juegos Olímpicos no se debate cuánto se ha drogado, ni si hubiera ganado de todas formas, o si solo tomó media dosis. No importa. Si te descubren haciendo trampas, pierdes la medalla. Porque si permitimos las trampas en nuestro proceso democrático, ¿qué pasará la próxima vez?” (Christopher Wylie, fragmento del documental).

Seguimos condenados a no entender la magnitud del problema, y a sufrir sus consecuencias. No encontramos en The Great Hack un final feliz, ni mucho menos uno cerrado. Si bien Cambridge Analytica cesó su actividad en 2018, las consecuencias de sus acciones continúan siendo visibles. Pero seguramente el principal tema a tratar actualmente es el enorme poder de gigantes tecnológicos como Facebook, Whatsapp –ambos bajo la misma propiedad– o Twitter. El Parlamento Británico llegó a la conclusión, después de una comisión encargada de estudiar las acciones de Cambridge Analytica en el referéndum sobre el Brexit, que el país no contaba con leyes electorales aptas para defender elecciones libres y democráticas en la actualidad. El motivo era la capacidad de interferir en procesos electorales que aún proporcionan las empresas tecnológicas. 

“Creo que por lo rápido que evoluciona esta tecnología, porque la gente no la entiende y porque hay muchas preocupaciones sobre ella, siempre existirá una Cambridge Analytica” (Julian Wheatland, antiguo jefe de operaciones y director financiero de Cambridge Analytica, fragmento del documental).

Quizás algún día llegaremos a ser capaces de poner freno al poder de las grandes plataformas tecnológicas, legislar para proteger a los ciudadanos y a la democracia, entender el funcionamiento de estas tecnologías disruptivas o asegurar que los derechos sobre nuestros datos son concebidos como derechos humanos, pero lo cierto es que la promesa de un mundo más interconectado que nunca sigue produciendo, paradójicamente, cada vez más polarización y manipulación alrededor del mundo.

Pol X. Salvadó Pérez es estudiante de Ciencias Políticas y Estudios Internacionales de Economía y Empresa por la Universidad Pompeu Fabra. Vicepresidente de deba-t.org. (@PolXSalvado)

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