Señoría, estimado presidente de la República democrática, honorables miembros de la Asamblea Constitucional, distinguidos invitados paisanos y extranjeros, amigos,
En una ocasión como ésta, tal vez tengamos que empezar por el principio.
Así que, empecemos.
Soy africano.
Debo mi existencia a las colinas y a los valles, a las montañas y a las llanuras, a los ríos, a los desiertos, a los árboles, a las flores, a los mares y a las siempre cambiantes estaciones que definen el rostro de nuestra tierra nativa.
Mi cuerpo se ha congelado entre nuestros hielos y entre nuestras nieves vespertinas. Se ha reblandecido con la calidez de nuestro sol y se ha fundido con el calor del sol de mediodía. El crujido y el estruendo de los truenos de verano, azotados por los imponentes relámpagos, han sido a la vez causa de temblor y de esperanza.
Las fragancias de la naturaleza han sido tan placenteras como la visión de los florecimientos salvajes de los ciudadanos en el veld.
Las impresionantes siluetas del Drakensberg, las aguas de color terrizo del Lekoa, iGqili no Tukela, y las arenas del Kgalagadi, todas han sido testigos del ataque al escenario natural sobre las que hemos representado los más absurdos actos en este teatro de nuestros días.
A veces, y con miedo, me he preguntado si tendría que conceder igual ciudadanía al leopardo y al león, al elefante y al springbok, a la hiena, a la mamba negra y al mosquito.
Una presencia humana entre todo ello, una característica de la cara de nuestra tierra así definida, sé que nadie se atreve a desafiarme cuando digo – ¡soy africano!
Debo mi ser al Khoi y al San cuyas almas desoladas se pasean por las grandes extensiones del precioso Cape – ellos que cayeron víctimas del genocidio más despiadado que nuestra tierra vió jamás, ellos que fueron los primeros en perder la vida en la lucha por la defensa de nuestra libertad e independencia y ellos, como personas, que finalmente perecieron.
Hoy, como país, mantenemos un audible silencio por esos antepasados de las generaciones actuales, temerosas de admitir el horror de los hechos pasados, intentando borrar de su mente una cruel vivencia que, al recordarla, tendría que enseñarnos a no ser inhumanos nunca jamás.
Sé de los inmigrantes que dejaron Europa en busca de un nuevo hogar en nuestra tierra. Cualesquiera que sean sus acciones, todavía son parte de mi.
En mis venas corre sangre de esclavos malayos que vinieron del Este. Su dignidad dicta mi comportamiento, y su cultura una parte de mi esencia. Los azotes que inundaban sus cuerpos, fruto del látigo del negrero, son recordatorios, que yacen profundos en mi mente, de lo que no se debe hacer.
Soy nieto de hombres y mujeres guerreros que Hintsa y Sekhukhune dejaron, los patriotas que Cetshwayo y Mphepu llevaron a la batalla, los soldados Moshoeshoe y Ngungunyane que aprendieron a no deshonrar nunca la causa de la libertad.
Mi mente y el conocimiento de mi mismo está basado en las victorias que son joyas de nuestra corona africana, las victorias que ganamos desde Isandhlwana a Khartoum, como etíopes y como el Ashanti de Ghana, como los bereberes del desierto.
Soy el nieto que deja flores frescas en las tumbas de los Boer en St Helena y en las Bahamas, que mira en el ojo de la mente y que padece el sufrimiento de un sencillo campesino, muerte, campos de concentración, casas destruidas, un sueño en ruinas.
Soy el niño de Nongqause. Soy él, que hizo posible comerciar en el mercado mundial con diamantes, con oro, con la misma comida por la que mi estómago ruge.
Vengo de aquéllos que fueron llevados de la India y de la China, cuya existencia residía en el hecho, únicamente, de poder proporcionar trabajo físico, aquéllos que me enseñaron que podíamos ser a la vez nativos y extranjeros, aquéllos que me enseñaron que la existencia humana pedía que la libertad fuera una condición necesaria de la propia existencia humana.
Ser parte de toda esta gente, y sabiendo que nadie se molestará en pelearse por esta afirmación, reivindico que – soy africano.
He visto las lágrimas de nuestro país dividido cuando ellos, siendo todos ellos mi gente, se enzarzaron en batallas titánicas los unos contra los otros, los unos compensando el mal que los otros habían causado a los unos, y los otros, defendiendo lo indefendible.
He visto lo que ocurre cuando una persona posee superioridad de fuerza sobre otra, cuando el más fuerte se apropia de prerrogativas incluso para anular el mandamiento de Dios según el cual creó a los hombres y a las mujeres a Su semejanza.
Sé lo que significa el que la raza y el color se utilicen para determinar quién es humano y quién, sub-humano.
He visto la destrucción de la autoestima, el consiguiente afán por ser lo que no se es, simplemente para adquirir algunos de los beneficios que aquéllos que se han aprovechado como negreros, han asegurado que disfrutan.
Tengo experiencia en situaciones en las que raza y color se utilizan para enriquecer a algunos y para empobrecer al resto.
He visto la corrupción de las mentes y de las almas como (palabra ininteligible) de la búsqueda de un innoble esfuerzo por perpetrar un verdadero crimen contra la humanidad.
He visto claramente cómo se denegaba la dignidad a un ser humano fruto de las conscientes y sistemáticas actividades opresivas y represivas de otros seres humanos.
Allá las víctimas no tienen reparos por ocultarse de la cruel realidad – los mendigos, las prostitutas, los niños de la calle, aquéllos que buscan consuelo en el abuso de sustancias, aquéllos que tienen que robar para comer, aquéllos que tienen que perder su cordura porque la cordura les acarrea dolor.
Quizás los peores entre todos ellos, que son mis gentes, son aquéllos que han aprendido a matar por dinero. Para estos, el grado de muerte es directamente proporcional a su bienestar personal.
Y así, como peones al servicio de mentes dementes, matan para fomentar la violencia política en KwaZulu-Natal. Matan a los inocentes en las guerras colectivas.
Matan lentamente o matan rápidamente, para obtener beneficio del tráfico ilegal de estupefacientes. Están disponibles para ser contratados cuando el marido quiere matar a la mujer y la mujer, al marido.
Cazan entre nosotros el producto de nuestro pasado inmoral y amoral – asesinos que no tienen consciencia del valor de la vida humana, violadores que tienen total desprecio por las mujeres de nuestro país, animales que sacarían partido de la vulnerabilidad de los niños, los incapacitados y los ancianos, las aves de rapiña que no conocen obstáculos a la hora de enriquecerse.
Conozco todo esto y sé que es cierto porque ¡soy africano!
Es por ello por lo que soy capaz de enunciar esta verdad fundamental: he nacido entre héroes y heroínas.
He nacido entre gentes que no tolerarían la opresión.
Soy de una nación que no permitiría que el miedo a la muerte, a la tortura, al emprisionamiento, al exilio o a la persecución resultara en la perpetuación de la injusticia.
Las grandes masas que son nuestra madre y nuestro padre no permitirán que este comportamiento de unos pocos resulte en la identificación de nuestro país y nuestra gente en los bárbaros.
Paciente porque la historia está de nuestro bando, estas masas no desesperan porque hoy haga mal tiempo. Ni se vuelven triunfalistas cuando mañana brille el sol.
Sean las circunstancias que sean las que hayan vivido y gracias a esta experiencia, están destinados a definirse a sí mismos quienes son y quienes tendrían que ser.
Hoy estamos aquí reunidos para anotar su victoria por la adquisición y el ejercicio de su derecho a formular su propia definición de lo que significa ser africano.
La constitución, cuya adopción estamos celebrando, constituye un enunciado inequívoco de que rechazamos que nuestra africanidad sea definida por nuestra raza, color, y producto de los orígenes históricos.
Es una rotunda afirmación hecha por nosotros el que Suráfrica pertenezca a todos los que vivan en ella, blancos y negros.
La constitución da una clara expresión del sentimiento común como africanos (y lo defenderemos hasta la muerte) que la gente administrará.
Reconoce que la dignidad del individuo es tanto un objetivo que la sociedad debe anhelar, como una meta que no puede separarse del bienestar material de ese individuo.
Pretende crear un ambiente en el que toda nuestra gente se libere de los miedos, incluido el miedo a la opresión de un grupo nacional por otro, el miedo de la pérdida de poder de un escalafón social por otro, el miedo al uso del poder del estado para negar derechos humanos fundamentales y el miedo a la tiranía.
La constitución pretende abrir las puertas para que aquéllos que estaban en desventaja puedan ocupar su lugar en la sociedad tan iguales como sus semejantes sin miras al color, raza, género, edad o procedencia.
Da la oportunidad de capacitar a todos y cada uno de ellos para enunciar su propio punto de vista, sostenerlo y esforzarse por su implementación en el proceso de gobierno sin temor a que una visión contraria será correspondida con represión.
Crea una sociedad gobernada por la ley que tendrá que ser hostil a las reglas arbitrarias. Permite la resolución de conflictos por medios pacíficos frente al uso de la fuerza.
Rebosa de alegría por la diversidad de nuestras gentes y crea el espacio para que todos nosotros nos definamos como pueblo.
Como africano, esto es un logro del que estoy orgulloso, orgulloso sin reservas y orgulloso sin ningún sentimiento de presuntuosidad.
Nuestro sentido de ascenso en este momento también deriva del hecho de que este producto magnífico es creación única de manos africanas y de mentes africanas.
Aunque poco, también constituye un tributo a la pérdida de nuestra vanidad que, a pesar de la tentación de tomarnos por una parte excepcional de la humanidad, aprovecha la experiencia y sabiduría acumuladas por toda la humanidad, para definirnos a nuestra voluntad.
Y como sucede incluso en las mejores familias, también nosotros tenemos propensión a la mezquindad, la irritabilidad, el egoísmo y la inconsciencia.
Pero parece que ocurrió que nos miramos al ombligo y nos dijimos que ya era hora de hacer un esfuerzo sobrehumano para lograr ser otros, para responder a la llamada de crearnos un futuro glorioso, para recordarnos aquél dicho latino que dice gloria est consequenda – ¡la gloria debe buscarse!
Hoy sienta bien ser un africano.
Sienta bien que pueda estar aquí de pie como un surafricano y como un soldado de infantería de un ejército africano titánico, el Congreso Nacional Africano, para decir a todas las partes aquí representadas, a los millones que han intervenido en los procesos que estamos concluyendo, a nuestros excelentes compatriotas que han presidido el nacimiento de nuestro documento fundacional, a los negociadores que intercambiaron un fuego cruzado de estrategias, a las estrellas anónimas que brillaron sin ser vistas como la gestión y la administración de la Asamblea Constitucional, a los consejeros, a los expertos y a los publicistas, a los medios de comunicación, a nuestros amigos repartidos por todo el mundo – ¡felicidades y buen trabajo!
Soy africano.
He nacido entre las gentes del continente de Ãfrica.
El dolor del violento conflicto de las gentes de Liberia, Somalia, Sudán, Burundi y Argelia es un dolor que yo también padezco.
La catastrófica vergüenza de la pobreza, del sufrimiento y de la degradación humana de mi continente es una lacra que compartimos.
La lacra para nuestra felicidad que deriva de esto y de nuestro viraje a la periferia de la ordenación de los asuntos de las personas, nos deja en una sombra persistente de desespero.
Es un camino cruel al que nadie tendría que ser condenado.
Esta criatura que hemos parido hoy, en esta pequeña esquina del gran continente que ha contribuido tan decisivamente a la evolución de la humanidad, dice que Ãfrica se reafirma en su resurgimiento de las cenizas.
Vengan las adversidades que vengan, ¡ahora nada puede pararnos! Ante las dificultades, ¡Ãfrica estará en paz! Por cuanto más improbable pueda sonar a los escépticos, ¡Ãfrica prosperará!
Seamos quienes seamos, independientemente de nuestros intereses inmediatos, por mucho lastre del pasado que arrastremos, sin importar cuánto hayamos caído en el cinismo y en la pérdida de confianza en la capacidad de las gentes, dejadnos errar y dejadnos decir – ¡nada puede pararnos ahora!
Gracias.
Enviado por Enrique Ibañes