Reseña: Fouché. Retrato de un hombre político (S. Zweig)

ALBERT SAGARRA

La historia nos presenta a la traición con la escena de Judas Escariote besando a Jesús, pero si hubiésemos leído la obra de Zweig, personificaríamos la figura del traidor en el inquietante personaje de Joseph Fouché. Al menos eso entendió el gran emperador Napoleón cuando en sus memorias escribió que “si la traición tuviese un nombre sería el de Fouché”.

El autor de esta biografía, Stefan Zweig (1881-1942), nos regala una minuciosa descripción de uno de los personajes más desconocidos y a la vez más poderosos que ha tenido Francia en su historia. Con un estilo más novelesco que biográfico el autor nos invita a comprender los entresijos psicológicos de un animal político caracterizado por la antipatía a ligarse a nada o a nadie.

Joseph Fouché (1759-1820), que a día de hoy representaría la alma mater del personaje de Frank Underwood en House of Cards, proviene de una familia provinciana de marineros en la Francia más absolutista. Sus contemporáneos no escatimaron injurias hacia su persona como traidor de nacimiento, miserable, de naturaleza escurridiza, de réptil, tránsfuga profesional, alma baja de esbirro, amoral… pero hasta la edición de esta biografía la historia había arrinconado silenciosamente a una figura que dirigió a todos los partidos y movimientos estratégicos en un momento en que se estaba transformando el mundo. Un hombre que fue fiel a un único partido hasta el final: el más fuerte, el que ostentaba la mayoría. Ese que se demostró capaz de derrotar a las mentes más ilustres del momento, tales como Napoleón, Dantón o Robespierre, sin blandir una espada, utilizando sólo el viejo arte de la política.

Garante de la hipocresía y amante de los antagonismos por la pura supervivencia en el poder, Fouché empieza su andadura antes de la Revolución como monje profesor de físicas en el seminario. Los tiempos convulsos agitan la paz social del régimen absolutista y lo llevan a colgar el hábito y a ser elegido diputado de la Convención. Sabiéndose parte de la mayoría moderada, empieza su transformación hacia tesis radicales votando a favor de la ejecución del rey depuesto Luis XVI y su esposa María Antonieta. Al ostentar los jacobinos el poder se convierte en el más fiel defensor de las tesis comunistas, quemando y saqueando iglesias, ganándose así el apodo del carnicero de Lyon.

Después de conseguir la cabeza de su enemigo Robespierre y sin vanagloriarse de su victoria, se ve obligado al exilio en la más absoluta de las miserias. Tres años después, aparece de nuevo como ministro de la Policía de la mano de Barres pero, oliendo con su olfato político el declive del directorio, decide apostar por un joven general con quién podría mantenerse en el cargo: Napoleón Bonaparte.

Para Fouché, la traición no es tanto “su intención, su táctica, como su más auténtica naturaleza (…). En la lucha no está con nadie, pero al final de la lucha siempre está con el vencedor”. En las vísperas de la llegada al poder de Bonaparte, por ejemplo, Fouché logra aparentar fidelidad a todos los bandos: “Si Bonaparte se impone, naturalmente esta noche Fouché será ministro y fiel servidor; si fracasa, seguirá siendo el fiel servidor del Directorio, dispuesto gustosa y fríamente a encarcelar a los rebeldes”.

Los desencuentros habituales con Napoleón, obligan a éste a retirar a Fouché de la escena política tendiéndole una jubilación de oro. Así, el Fouché hijo de marinero, el monje, el radical comunista que abogaba por la pobreza ejemplarizante, sería ahora la segunda fortuna de Francia. Pero este jugador insaciable no podía estar inactivo como espectador en la horas turbias de esa Francia belicista de Napoleón. Debía tener siempre los naipes en la mano, jugar, barajar, engañar, embaucar, ser fullero y jugar triunfos. Tras volver como ministro y traicionar de nuevo a Napoleón, vende Francia a los borbones a cambio de las migajas de un ministerio.

Aún siendo un genio del transfuguismo y dominando todos los artes de la diplomacia, no sabría, al fin, luchar contra un enemigo mortal: su pasado oscuro plagado de muertes y traiciones. Ya relegado como embajador en Dresde por el hermano del rey al que mandó ejecutar, experimenta la sensación de ser engañado y desterrado de cualquier virtud para la historia cuando el rey Luis XVIII lo desposee de cualquier honor y lo condena al destierro, convirtiéndose así en el último sin patria de la Revolución.

Muchos intentaron captarle para su causa pero no entendieron que él era un maquiavélico perfecto, un personaje amoral de la Revolución con un carácter demoníaco que sólo disfrutaba con el engaño y la traición. Todos ellos, pues, terminaron sus días antes que este genio tenebroso que con su vida escribió el manual de la política oscura y sentó las bases del transfuguismo político moderno.

Albert Sagarra es politólogo, consultor de comunicación y cofundador de ElectionLab. @albert_sagarra

Publicado en Beerderberg

Descargar el PDF

Ver el resto de artículos del número 9